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Primaria. Puesto, el 18 de 18. Empieza a progresar, expulsado por portarse mal en clase, mascar tabaco, decir mentiras y poner motes.

Navidad, 1891

Primaria. Puesto, el 16 de 16. Insatisfactorio, a menudo mentiroso. Siempre se queja de que se quejan de él. Le pillan haciendo trampas y muchas veces se ausenta sin permiso. Mejora en dibujo.

Pascua, 1892

1.° de secundaria. Puesto, el 8 de 8. Haragán y malicioso, le echan a diario, escribió a su padre, falsificó notas de sus compañeros y mintió adrede al respecto. Expulsado 20 veces este trimestre.

Mediados de verano, 1892

Hace novillos, falsificó cartas e iniciales, su padre lo saca de la escuela.

«Aquí lo tenemos -pensó Arthur-: falsificación, trampas, mentiras, invención de motes, diabluras en general. Y, además, obsérvese la fecha de la expulsión o traslado, lo que se prefiera: a mediados de verano de 1892. Es cuando empezó la campaña contra los Edalji, contra los Brookes y contra la escuela Walsall.» Arthur sintió que su irritación iba en aumento: que él descubriera estas cosas por medio de un proceso de investigación lógico, mientras que aquellos mentecatos… Le gustaría poner a toda la policía de Staffordshire contra una pared, desde el jefe y el superintendente Barrett, pasando por el inspector Campbell y los sargentos Parsons y Upton, hasta el más humilde novato del cuerpo, y hacerles una pregunta sencilla. En diciembre de 1892, robaron en la escuela de Walsall una gran llave del propio centro escolar que fue llevada a Great Wyrley. ¿Quién sería el sospechoso más probable: un chico que unos meses antes había sido ignominiosamente expulsado de la escuela, tras un historial de estupidez y maldades; o el hijo del vicario, estudioso y con un prometedor futuro académico, que nunca había asistido a la escuela de Walsall ni había visitado sus aulas y no tenía más rencor al establecimiento que el que podía albergar el duendecillo que vive en la luna? Contéstenme, jefe, superintendente, inspector, sargento y policía Cooper. Respóndanme a esto, doce hombres justos del tribunal.

Harry Charlesworth envió una crónica de un incidente que había acontecido en Great Wyrley a finales de octubre o principios del invierno de 1903. La señora Jarius volvía una noche de la estación de Wyrley, adonde había ido a comprar periódicos para venderlos. Le acompañaba su hija. En la carretera las abordaron dos hombres. Uno de ellos agarró a la niña por la garganta, empuñando en la mano un objeto brillante. Tanto la madre como la hija gritaron, ante lo cual el hombre huyó y gritó a su camarada, que había seguido andando: «Muy bien, Jack, ya voy». La niña declaró que a su madre ya la había abordado en otra ocasión aquel mismo individuo. Lo describió diciendo que tenía la cara redonda y sin bigote, medía alrededor de un metro setenta y llevaba un traje oscuro y una gorra de visera reluciente. La descripción coincidía con la de Royden Sharp, que por entonces llevaba ropa de marinero que más adelante abandonó. Se conjeturó además que «Jack» era Jack Hart, un carnicero disoluto y un conocido acompañante de Sharp. La policía había sido informada, pero no realizó detenciones.

Harry añadía en una posdata que Fred Wynn se había vuelto a poner en contacto con él y que a cambio de una pinta de cerveza recordó algo que antes se le había olvidado. Cuando él y Brookes y Speck asistían a la escuela de Walsall, una cosa que casi todos sabían de Royden Sharp era que no podía estar en un vagón de tren sin darle la vuelta al almohadón del asiento y rajar el envés con una navaja, para sacarle de dentro las crines de caballo. Después se reía como un loco y reponía el almohadón en su sitio.

El viernes, 1 de marzo, al cabo de un plazo de seis semanas, concebido quizá para mostrar que el Ministerio del Interior no actuaba presionado por ninguna fuente conocida, se anunció la creación de un comité de investigación. Su objetivo era examinar diversos aspectos del caso Edalji que habían ocasionado inquietud pública. El ministerio, sin embargo, quería recalcar que las deliberaciones del comité en modo alguno constituían una revisión del caso. No convocarían a testigos ni sería necesaria la presencia del señor Edalji. El comité examinaría los materiales en poder del ministerio y arbitraría sobre determinadas cuestiones de procedimiento. El King's Counsel sir Arthur Wilson, su excelencia John Lloyd Wharton, presidente del tribunal del condado de Durham, y sir Albert de Rutzen, magistrado jefe de Londres, informarían a Gladstone con la mayor brevedad posible.

Arthur decidió que no se podía dejar que aquellos caballeros cotorreasen ampulosamente sobre «cuestiones de procedimiento». A sus refundidos artículos del Telegraph -que por sí solos demostraban la inocencia de George- adjuntaría un memorándum privado inculpando a Royden Sharp. Describiría su investigación, resumiría sus pruebas y presentaría una lista de las personas de las que podían obtenerse testimonios: en particular, el carnicero Jack Hart de Bridgetown, y Harry Green, en la actualidad residente en Sudáfrica. Asimismo, la esposa de Royden Sharp, que confirmaría el efecto que la luna nueva ejercía sobre su marido.

Enviaría a George una copia del memorándum y le pediría sus observaciones. También mantendría ocupado a Anson. Cuando rememoraba, cada cierto tiempo, el largo altercado de la velada amenizada con brandy y puros, le subía por la garganta un gruñido incontenible. Su discusión había sido ruidosa pero en gran medida inútil, como la lucha de dos alces escandinavos que entrechocan sus astas en el bosque. Con todo, le habían escandalizado la suficiencia y los prejuicios de un hombre que no debería tenerlos. Y, para colmo, que al final Anson pretendiese asustarle con historias de fantasmas. Qué mal le conocía el jefe de la policía. En su estudio, Arthur sacó la lanceta de caballos, la abrió y sobre un papel de calco trazó el contorno del arma alrededor de la hoja. Enviaría el dibujo -con la indicación «tamaño natural»- al capitán Anson, pidiéndole su opinión.

– Bueno, ya tiene su comité -dijo Wood, cuando descolgaron los tacos aquella noche.

– Preferiría decir que ellos tienen su comité.

– ¿Con lo cual quiere decir que no está nada satisfecho?

– Tenía cierta esperanza de que al menos esos caballeros reconocieran lo que les ponen delante de los ojos.

– ¿Pero?

– Pero… ¿sabe quién es Albert de Rutzen?

– Mi periódico me informa de que es el magistrado jefe de Londres.

– Lo es, lo es. Y también es primo del capitán Anson.

George y Arthur

George había leído varias veces los artículos del Telegraph antes de escribir a sir Arthur para darle las gracias; y los releyó antes de su segundo encuentro en el Grand Hotel de Charing Cross. Era muy desconcertante verte descrito no por algún gacetillero de provincias sino por el más famoso escritor de la época. Le hacía sentirse como si fuera a la vez varias personas superpuestas: una víctima que reclamaba justicia, un abogado frente al más alto tribunal del país y un personaje de novela.

He aquí cómo sir Arthur explicaba por qué él, George, no podía haber sido miembro de la supuesta banda de granujas de Wyrley: «En primer lugar, es un abstemio absoluto, lo que ya de por sí no le hace muy recomendable para una banda semejante. No fuma. Es muy tímido y nervioso. Es un estudiante muy aventajado». Todo lo cual era cierto y a la vez no lo era; halagador, pero no tanto; verosímil, pero increíble. El Colegio de Abogados de Birmingham le había otorgado honores de segunda, no de primera clase; la medalla de bronce, no la de plata o la de oro. Era sin duda un abogado competente, más de lo que cabía esperar que llegasen a ser Greenway y Stentson, pero nunca sería eminente. Además, tampoco era, a su entender, muy tímido. Y si para juzgarle nervioso sir Arthur se había basado en el primer encuentro en el hotel, había circunstancias atenuantes. Estaba en el vestíbulo leyendo el periódico, y empezaba a inquietarle la posibilidad de que se hubiese equivocado de hora o hasta de día, cuando cayó en la cuenta de que una figura corpulenta, con abrigo, plantada a unos metros de distancia, le escudriñaba con mucha atención. ¿Cómo reaccionaría cualquier otra persona ante la mirada de un gran novelista? George pensaba que esta impresión de que era tímido y nervioso había sido confirmada, cuando no propagada, por sus padres. No sabía lo que pasaba en otras familias, pero en la vicaría la visión que los padres tenían de sus hijos no evolucionaba con la misma rapidez que los propios hijos. George no sólo estaba pensando en él; sus padres no parecían tener en cuenta el desarrollo de Maud, el hecho de que se estaba haciendo más fuerte y capaz. Y ahora que se paraba a pensar en ello, no creía haber estado tan nervioso con sir Arthur. En una ocasión mucho más proclive a despertar nerviosismo, «se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta»: ¿no era lo que había escrito el Daily Post de Birmingham?