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– Maximus -dijo Vortegirn-. Creo que cumple los requisitos, pero es mejor que lo examinéis.

Los ojos del tal Maximus me recordaron los de un pez, pero soporté sin quejarme la manera en que me palpaba en busca de algo que ignoraba, pero que intuía importante. Me había obligado a levantar las piernas y me había tocado con sumo interés las rodillas y los codos, cuando se volvió hacia el hombre de la barbita gris y le dijo:

– Roderick. Échale tú también un vistazo.

Roderick repitió la operación y, acto seguido, dijo con una voz suave, casi femenina:

– Mi señor, el muchacho es adecuado para el sacrificio.

– ¿Qué sacrificio? ¿Qué es eso del sacrificio? -pude oír que casi gritaba mi madre.

– Mujer -comenzó a decir el hombre llamado Roderick-. Según sé, eres cristiana. Yo también lo soy y por eso pienso que de sobra debes conocer la importancia del sacrificio. El mismo Cristo fue sacrificado por nuestra salvación… ¿No es así, Maximus?

– Sí, Roderick, lo es -respondió aquel hombre de aspecto afeminado y cara cuidadosamente afeitada-. El mayor ejemplo que nos ofreció Cristo fue su sacrificio. También nosotros deberíamos estar dispuestos a sacrificarnos…

– Sacrifícate entonces tú -gritó mi madre mientras de una zancada llegaba a mi altura, me tiraba del brazo y se interponía entre aquellos dos hombres y yo que, dicho sea de paso, no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo.

– ¿Cómo… cómo te atreves…? -balbució Maximus.

– ¿Pretendes dar plantón al rey? -exclamó Roderick-. ¿Así agradeces que se te haya hecho venir a la corte?

– Nadie va a sacrificar a mi hijo -dijo mi madre con los ojos arrasados en lágrimas-. No lo consentiré.

– Pero mujer -insistió Maximus- Cristo…

– ¿Cómo… cómo te atreves a hablar de Cristo? -le cortó mi madre-. Tú no eres un cristiano. Tú eres simplemente un apóstata, un pagano disfrazado… si fueras… si fueras un cristiano no dirías lo que estás diciendo…

– Ya basta -se escuchó la voz de Vortegirn.

Las dos palabras fueron pronunciadas de manera calmada, casi suave, pero sonaron como el restallido de un látigo.

– No me interesan las discusiones teológicas -prosiguió el Regissimus-. Estos hombres conocen de sobra la religión cristiana y además son peritos en artes ocultas. Ambas cosas son posibles y ahora, mujer, necesitamos a este niño.

– Pero… pero ¿por qué? -indagó mi madre mientras extendía sus brazos hacia atrás intentando cubrir con ellos mi cuerpo.

– Porque carece de padre -respondió Maximus-. Sólo un niño sin padre puede sernos de utilidad…

– ¿Sin padre? -chilló mi madre-. ¿Sin padre? ¿Qué locura es ésa?

– Hace poco -comenzó a decir Roderick mientras avanzaba suavemente hacia mi madre-. Compareciste ante un tribunal del Regissimus. Lo recuerdas, ¿verdad?

Mi madre no respondió una palabra, pero yo empecé a preguntarme si todo aquello tendría que ver con lo sucedido hace no tanto tiempo atrás, cuando había abandonado la aldea custodiada por un par de soldados.

– Entonces se te acusaba de… fornicación -prosiguió Roderick-. Se te hubiera podido imponer una pena especialmente dolorosa, pero, al final, el tribunal decidió que no existía causa para ello. Tu hijo… tu hijo, por muy extraño que pudiera parecer, había sido engendrado sin concurso de varón. Era un niño sin padre.

No podía ver el rostro de mi madre, pero noté cómo su respiración se entrecortaba de manera desasosegante. ¿Qué era exactamente fornicación? ¿Qué significaba todo aquello del concurso de varón? ¿A qué se referían con la idea de que no había tenido nunca padre? Y, sobre todo, ¿por qué aquel enfrentamiento relacionado con un sacrificio que tenía que ver conmigo? Yo estaba acostumbrado a sacrificarme. Sabía lo que era trabajar algo más, lo que implicaba no comer lo que deseaba porque alguien más necesitado lo requería, lo que significaba pasar frío…: ¿qué tenía aquel dichoso sacrificio de especial?

– Regissimus -dijo Maximus volviéndose hacia Vortegirn-. Debéis imponer vuestra autoridad…

– Sí -apoyó Roderick-. Para lograr la paz con los barbari necesitamos levantar esa fortaleza. No se trata de un tributo a la soberbia de los hombres, sino a la seguridad.

– Y esa fortaleza se ha venido abajo un día tras otro -volvió a intervenir Maximus-. Para que un hecho tan terrible no vuelva a producirse, la única salida es sacrificar a un niño que no tenga padre, a un niño como éste.

Una sensación de irrealidad se apoderó de todo mi ser al escuchar aquellas palabras. Así que había un castra cuya construcción se venía abajo vez tras vez y aquellos sujetos habían llegado a la conclusión de que la única manera de evitar aquel desastre era regar los cimientos con mi sangre… La verdad es que costaba creer que aquello tuviera alguna relación con la fe cristiana.

– Domine -intervino mi madre presa de una enorme dificultad para poder hablar sin prorrumpir en sollozos-. Estos hombres no son cristianos… son… traidores que han contaminado la fe con las enseñanzas de los barbari, que creen que se puede ser cristiano y, al mismo tiempo, comportarse…

– Ese castra se cae por el agua.

Aquellas palabras provocaron un silencio sorprendido en todos los presentes. Ciertamente, no dejaba de resultar lógico porque era yo el que acababa de pronunciarlas.

– Domine -dije yo que no tenía un especial conocimiento de la manera en que debía tratarse a un Regissimus y me limitaba a repetir el tratamiento utilizado por mi madre-. Si no puedes construir la torre, se debe tan sólo a que la tierra está blanda por el agua y se cae.

– Este… este niño no sabe lo que dice… -masculló Maximus mientras en su rostro se dibujaba un gesto de profundo desprecio.

Pero Vortegirn no parecía estar tan seguro. Había fruncido el entrecejo al escuchar mis palabras y me miraba con una expresión a mitad de camino entre el desconcierto airado y la cólera contenida.

– ¿Qué pretendes decir? -dijo clavando una mirada fría y dura en mi rostro.

He reflexionado muchas veces en lo que sucedió aquella mañana y siempre llego a la conclusión de que no era yo el que hablaba, sino una fuerza interior que tenía por misión protegerme. Con mi corta edad, nunca hubiera podido poseer esa presencia de ánimo y mucho menos hubiera sido capaz de articular mis argumentos. Fue la primera vez que tuve aquella experiencia. No iba a ser la última.

– Regissimus -respondí saliendo de detrás de mi madre-. Tus hombres están levantando el castillo sobre una corriente de agua…

– No hay ninguna corriente de agua -me interrumpió indignado Maximus.

– … que corre bajo tierra -continué sin que me importara lo más mínimo lo que pudiera decir aquel sujeto de extravagantes rizos canosos-. Como el suelo está hueco a causa del manantial cualquier edificio que se levante sobre él se caerá.

Hice una pausa y observé a los hombres. Vortegirn dudaba, pero Maximus me miraba como si pudiera asesinarme con la soberbia herida que le rebosaba de las pupilas, mientras, Roderick había adoptado un aspecto semejante al de un reptil extraordinariamente venenoso que sólo esperaba a que me acercara lo suficiente para inocularme toda su ponzoña.

– Precipe ait stagnum hauiri per rivulos -dije como conclusión.

– Habla latín… -masculló Maximus entre la sorpresa y la cólera.

Vortegirn se había llevado la diestra a la barba blanquecina y se la tironeaba con suavidad. Finalmente, abrió la boca.

– De modo que, según dices, si abro unas zanjas cerca de donde quiero levantar mi fortaleza y vacío esa corriente de la que me hablas, podré construir sin problemas.