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– Así es, domine -respondí.

– ¿Por qué debería creerte? -me preguntó sin apartar sus ojos de los míos.

– Si después de sacrificarme, la torre siguiera desplomándose -comencé a decir- y así será porque la causa de que no puedas construirla es el agua… si así sucediera, la sangre de un niño inocente se caería sobre tu cabeza y… y los castigos de Dios por esa clase de pecados son terribles.

– ¿Y qué sucederá si no hay agua? -preguntó con ironía Roderick.

– Sí, eso -se sumó Maximus-. ¿Qué sucederá entonces? Habremos perdido un tiempo precioso…

– Comprobar todo no puede llevar mucho tiempo -respondí- pero si lo que digo no es cierto, siempre tendréis la posibilidad de sacrificarme.

La mano del Regissimus subió de la barba a los labios y comenzó a pasearse por ellos como si los limpiara de alguna mancha imaginaria.

– De eso no te quepa la menor duda.

Nulli fas casto sceleratum insistere limem… la cercanía de los malvados es siempre peligrosa. En su Eneida -que espero poder releer en el seno de Abraham-Virgilio ya dejó dicho que a ningún inocente le está permitido pisar el umbral de los criminales. El salmista se había adelantado en varios siglos a esa afirmación. Debo decir incluso pie su formulación fue mucho mejor. Precisamente, en el primero de los cantos recogidos en el Libro Santo se afirma que una de las características del hombre justo es que no se sienta a la misma mesa que aquellos que no tienen en cuenta a Dios en sus acciones.

En ocasiones, he llegado a creer que hay seres que emanan maldad alee la misma manera que el vergonzoso sapo despide un escupitajo inmundo que puede cegar o que el asno orejudo emite rebuznos ensordecedores. Hay que apartarse de criaturas semejantes. Debemos mantenernos lo más lejos posible de su cercanía y aceptarla tan sólo para decirles con valor que deben abandonar esa forma de vida perversa que llevan y que intentan contagiar a los demás, a veces de manera abierta y a veces con artes sutiles. En esos casos, a pesar de lo que dejó escrito Virgilio, quizá se pueda traspasar el umbral de los inicuos.

VI

Contemplé la cara de Maximus y Roderick cuando las palas de madera dejaron al descubierto capa tras capa de tierra. Ciertamente, no era fácil verlo a simple vista, ni siquiera si al cavar se hacía un trabajo superficial, pero, de repente, la tierra comenzó a empaparse y cada nueva paletada que se arrancaba del suelo negro dejaba al descubierto más y más agua. Sin embargo, a pesar de que los rostros de aquellos apóstatas constituían un verdadero poema, me resultó mucho más interesante contemplar a Vortegirn. Mientras su mirada se fijaba en aquellos terrones chorreantes que pronto dejaron paso a un verdadero torrente, la pena se apoderó de su rostro. Estoy convencido de que el pesar no nacía de la constancia de su equivocación. Tampoco brotaba de un corazón arrepentido por haber estado a punto de sacrificar a una criatura inocente. No. En realidad, creo que aquella pena dolorosa, agobiante, incluso terrible, nacía de imaginar lo que había podido ser y no era y, seguramente, nunca llegaría a ser. Cuando medito sobre el gobierno de Vortegirn, siempre llego a la conclusión de que le adornaban muchas de Las cualidades que convierten a un hombre en grande y en especialmente adecuado para regir a otros hombres. Vortegirn era fuerte, imponente, inteligente, valeroso e incluso conservaba una cierta inclinación hacia la práctica de la justicia como había demostrado la manera en que me había escuchado y había adoptado una decisión al respecto. Sin embargo, había malbaratado todo lo que Dios en su inmensa generosidad le había concedido, pero ¿por qué? No tardé en contemplar con mis ojos la respuesta.

El agua corría limpia colina abajo como si nunca hubiera estado encerrada bajo tierra y en su discurrir parecía atrapada la mirada inmensamente triste de Vortegirn y entonces fue cuando la vi. Era muy hermosa, extraordinariamente hermosa, increíblemente hermosa. Sin duda, lo era más que mi madre y que cualquier otra mujer a la que hubiera podido observar con anterioridad. Su cabello, suavemente rubio, aparecía recogido en rutilantes rodetes pegados a sus sienes; su rostro era incluso más blanco que el de mi madre; sus ojos presentaban una tonalidad azul cuyo paralelo en la Naturaleza hubiera sido incapaz de encontrar y el resto… su nariz, sus labios, sus orejas me parecieron de una perfección extrema, tan extrema que daba la sensación de hallarse situada en algún punto más allá de lo humano. Nadie me lo dijo, pero supe al instante que aquella mujer incomparable sólo podía ser la esposa del Regissimus.

Se acercó a Vortegirn y asió con su diestra su brazo izquierdo. Entonces pareció que el Regissimus despertaba sobresaltado de un sueño tejido por la culpa y el desasosiego.

– La fortaleza se caía por el agua… -musitó sin que pueda asegurar si se lo decía a la reina o sólo pensaba en voz alta.

– ¿Maximus y Roderick estaban equivocados? -preguntó la mujer con una frialdad absoluta, como si simplemente hubiera dicho algo como «¿crees que puede llover?» o «¿debería ponerme más ropa por el viento?».

Pero Vortegirn no respondió. Se desasió de la mano de la bárbara y dio unos pasos hacia mí. Al llegar a donde me encontraba, dobló las piernas hasta que su mirada quedó a la altura de la mía.

– ¿Qué pasará ahora? -me preguntó y en sus pupilas pude distinguir un océano de pesadumbre y derrota.

Han pasado muchos años desde aquel día y, sin embargo, al recordar los ojos de Vortegirn no puedo evitar una sensación extraña en la boca del estómago. Así me sucede no sólo porque se trataba de un hombre singular en una situación excepcional, sino, sobre todo, porque fue la primera vez que aquello me pasó. De manera totalmente inesperada, sentí un calor especial que me invadía y algo que desataba mi lengua y comenzaba a hablar sin que yo lo pretendiera o supiera muy bien lo que estaba diciendo.

– Tú, oh domine -comencé a decir- has invitado a los sajones a venir a esta tierra y esos paganos se han comportado con tu pueblo, el pueblo al que debías proteger, como si fueran un dragón. Las montañas y los valles se nivelarán y los ríos que corren por los valles lo harán empapados en sangre y la práctica de la religión verdadera declinará y aumentará la destrucción de las iglesias, pero, al final, uno que fue expulsado regresará y se enfrentará con los invasores.

Mi madre me dijo después que al escuchar aquellas palabras el rostro de la mujer del Regissimus se había contraído en una terrible mueca de odio y que Maximus y Roderick me habían mirado, primero, con sorpresa y luego con un gesto de refrenada maldad. Pero eso lo sé porque así me lo refirió mi madre va que yo estaba totalmente absorto en la transmisión de aquel mensaje que pronunciaba mi boca, pero que procedía de algún lugar externo a mi ser.

– ¿Qué será de mí? -indagó Vortegirn con un tono de voz que era más de rendición que de temor.

– No conservarás lo que ahora tienes, oh domine -le respondí-. Dios va a ejecutar Su juicio sobre ti.

Al parecer, según me contaría mi madre, Maximus y Roderik se entregaron a realizar aspavientos en señal de escándalo protesta al escuchar esas palabras. A la sazón, yo no veía nada más allá del rostro de Vortegirn e incluso éste carecía de importancia para mí poseído como estaba de aquella fuerza que me impulsaba, suave pero firmemente, a pronunciar mi mensaje.

– ¿No tengo salida alguna? -me preguntó un Vortegirn cansado que parecía haber envejecido décadas en tan sólo unos instantes.

– Durante años Dios te ha dado la oportunidad de arrepentirte, de regresar a los caminos que abandonaste en tu juventud, de enmendar tus acciones -respondí- pero no has hecho caso. Ahora tu tiempo, oh domine, ha concluido.