– Rex -gritó Roderick aplicando a Vortegirn un término latino que a nadie era lícito aplicar-, ordena que se ejecute a este niño. Lo que dice es intolerable. Es alta traición.
– Que lo sacrifiquen -añadió Maximus-. Que lo sacrifiquen.
Sin moverse de la posición en que se encontraba, Vortegirn alzó la mano derecha para imponer silencio a sus siervos.
– Nadie hará daño a este niño -comenzó a decir con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas-. Ni a su madre. Se les proporcionarán vituallas suficientes para que regresen sanos y salvos a su aldea. Ahora mismo.
Y entonces todo sucedió muy deprisa. Antes de que pudiera percatarme bien de lo que estaba sucediendo, me encontraba de nuevo en el camino con mi madre.
A decir verdad, no se puede negar que todo había acontecido de la mejor manera. Habíamos salido de la iglesia sin saber lo que nos esperaba aunque temiendo cualquier cosa. Luego nos habíamos enterado de que un presbítero llamado Maximus y un diácono de nombre Roderick habían aconsejado al Regissimus que sacrificara a un niño sin padre para evitar que se desplomara por enésima vez una torre que estaba construyendo. A Dios gracias, de todos aquellos peligros nos habíamos salvado. Si la fortaleza no podía mantenerse en pie era porque, por debajo del terreno en el que Vortegirn deseaba levantarla corría un arroyo. Aquellos apóstatas habían señalado el problema, pero habían sido incapaces de solucionarlo. A decir verdad, el remedio propugnado por ellos había sido injusto, sanguinario y, para remate, ineficaz. Ahora si algo había quedado de manifiesto era que cuando desecaran la zona no restaría obstáculo alguno para llevar a cabo los deseos de Vortegirn. Supongo que después de que todo hubo quedado de manifiesto, se podía haber acusado a Maximus y a Roderick de ser unos sucios embusteros, y de que no les había importado sacrificar a una criatura para conseguir sus propósitos y de que, a pesar de su profesión de fe cristiana, en realidad, no eran sino siervos de una religión antigua y rancia que había causado la desgracia de Britannia durante siglos. Pero ni mi madre ni yo lo hicimos. Quizá se debió a que nos sentíamos extraordinariamente felices por haber sobrevivido; quizá era que le dábamos tan poca importancia a aquellos dos impostores que no nos molestamos en exponerlos a un castigo que hubiera sido justo; quizá tan sólo asistí a una muestra más de la fe de mi madre, una fe que se sustentaba en la justicia, pero que también sabía perdonar. Y, a fin de cuentas, ¿qué más daba? Yo sabía que no perdurarían mucho tiempo.
Nos hallábamos ya muy cerca de la aldea cuando formulé a i ni madre una pregunta que venía picándome casi desde el momento en que habíamos abandonado la ciudad de Vortegirn.
– Madre -comencé a decir-. Todo ha sido como lo de Moisés y los magos del rey de Egipto, ¿verdad?
Mi madre reprimió una sonrisa al escuchar la pregunta.
– Nunca deberías compararte con gente del pasado -comenzó a decirme-. Hacerlo sólo puede conducirte a la soberbia o al desánimo. A la soberbia porque podrías llegar a pensar (pie eres mejor que ellos y al desánimo si no alcanzas a igualar lo que hicieron. ¿Comprendes?
– Creo que sí -contesté- pero ¿fue como lo de Moisés o no?
Mi madre no respondió. Se limitó a guardar silencio durante unos instantes y entonces nuevamente se dirigió a mí:
– ¿De dónde sacaste lo que le dijiste al Regissimus?
– No… creo que… bueno, no lo sé, madre. La verdad es que no lo sé. Fue como si… como si algo en mi interior hablara por mí…
Se detuvo en seco al escuchar aquellas palabras.
– Sabes que no tolero que me mientas -afirmó mientras me miraba directamente a los ojos.
– No es ninguna mentira, madre -respondí-. Fue así. Era algo… humm, caliente y fuerte y… y también muy agradable… como si fuera muy poderoso…
– No debes decir nada de esto a nadie -me interrumpió mi madre-. Ni una palabra. Será un secreto entre tú y yo. ¿Lo entiendes?
No, no lo entendía, pero asentí con la cabeza. A fin de cuentas, algo en mi interior me decía que mi madre tenía razón.
– Hijo -comenzó a decir-. Es pronto para saberlo. Desde luego, es muy pronto, pero hay seres a los que Dios otorga dones especiales, dones que tienen muy pocos y con los que hay que ser especialmente responsables.
– ¿Como el Regissimus? -indagué intentando comprender lo que intuía como una lección especialmente importante.
– Sí, hijo -concedió mi madre-. Como el Regissimus. A él Dios le encomendó la misión de protegernos con las armas. Quizá no lo merecía y quizá incluso llegó hasta el poder de manera intolerable, pero en su mano estuvo arrepentirse de su maldad y actuar bien. Si así lo hubiera hecho, el Señor, el único Señor, lo hubiera mantenido en el poder porque es misericordioso y siempre concede al menos una oportunidad. Pero en lugar de encaminar sus sendas hacia Dios, Vortegirn se apartó cada vez más de él. Unió su destino al de una pagana y permitió que un pueblo extraño oprimiera a aquellos a los que él debía dispensar justicia. Ahora, como tú bien sabes, no tiene oportunidad de volverse atrás. Tan sólo le espera un juicio que será horrible.
Calló por un instante y, de repente, comenzó a deslizar su diestra sobre mi rostro en una caricia suave y tierna.
– En esta vida todos cometemos equivocaciones. Y no sólo caemos en el error. También hacemos el mal a sabiendas de que lo es. Pecamos. No te sorprendas por ello porque, a fin de cuentas, forma parte de nuestra naturaleza. Pero también debes saber que siempre existe una posibilidad de perdón para el que ansía enderezar sus caminos. Sólo cuando se desaprovecha esa oportunidad, sólo entonces es cuando estamos verdaderamente perdidos.
– Como le pasa al Regissimus… -pensé en voz alta.
– Sí. Eso es lo que está a punto de sucederle y eso es lo que no debe sucederte nunca a ti.
– No me sucederá nunca -afirmé abrumado por una inesperada sensación de responsabilidad.
– Prométemelo, hijo.
– Te lo prometo -respondí.
Mi madre sonrió con ternura al mismo tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. No estaba apenada. No. En absoluto. Creo más bien que se sentía dichosa, feliz, incluso satisfecha.
Cuando recuerdo ahora aquella tarde, siento un dolor suave, como el que se experimenta en algunas cicatrices pequeñas cuando se acerca el frío tiempo de las lluvias. Pienso que mi existencia no estaba entonces exenta de peligros -acababa de salvarme de la muerte por una distancia no mayor que el ancho de un cabello- pero yo la vivía sin preocupación alguna, si» ansiedad posible, sin la menor angustia. Todo era enormemente sencillo y natural, como lo es la elaboración del pan o la siega o el pasear a la sombra de los árboles. Entonces no podía saberlo -ni siquiera sospecharlo- pero el final de esa época.e acercaba a pasos agigantados. Nunca volvería a tener oportunidad de hablar tanto tiempo con mi madre ni nunca vería de n nievo al Regissimus. Esa misma noche desembarcó en Britannia el que iba a sucederlo en el poder.
SEGUNDA PARTE BARBARI
Patines operum exiguoque adsueta iuventus… sí tenía razón Virgilio, el maestro al que no me encontraré en el cielo. Lo ideal es que la juventud esté entrenada para soportar trabajos y que se satisfaga con poco. Por supuesto, cuando uno es joven semejante perspectiva no resulto agradable. Incluso puede ocasionar sufrimientos, sinsabores y amarguras. Sin embargo, ese camino, por muy angosto que resulte, es el mejor. Cuando en los primeros años uno se ha acostumbrado a bregar con las dificultades de la vida y a conformarse con lo que trae en su imparable fluir, la existencia acaba resultando mucho más fácil y, sobre todo, más fecunda. De repente, de manera casi inadvertida, se descubre que (podemos salir adelante y que también aguantamos las vueltas más ingratas de la Rueda de la Fortuna. Pero ¡ay de aquellos jóvenes a los que dio todo y se libró de todo tipo de contratiempos! Cuando tengan que comenzar a vivir la vida real, tan sólo encontrarán motivos de doler y de resentimiento, un dolor y un resentimiento que se irán haciendo rada vez peores, porque es imposible que en nuestro paso por la tierra no nos veamos enfrentados con la dificultad y porque debemos estar siempre preparados para hacer ese camino con escaso equipaje ya que ni siquiera ése podremos llevarnos cuando llegue el momento de comparecer ante el Creador.