I
La noche en que mi madre y yo llegamos de regreso a nuestra aldea, la misma noche en que pusimos a descansar nuestros exhaustos miembros en una de las humildes dependencias de la iglesia del apóstol Pedro, desembarcó en Britannia Aurelius Ambrosius, el hijo del Regissimus asesinado por Vortegirn. La reacción que provocó su llegada fue inmediata.
Sucede en ocasiones que los que detentan el poder -y para mantenerse en el mismo han recurrido una y otra vez a la mentira- olvidan cuál es la realidad. Hubo una época, ciertamente, en la que todavía podían distinguir entre lo que era cierto y las falsedades que ellos propalaban. Ahí precisamente residía su fuerza, en que eran capaces de ocultar lo que de verdad acontecía y además deformar la realidad a su gusto. Sin embargo, con el uso continuo de la mendacidad repetida y de siervos embusteros, estos gobernantes se convierten en una especie de seres de los que el gran apóstol dijo que «engañaban a los demás y se engañaban a sí mismos». Cuando llega ese momento, su capacidad para saber dónde acaba la verdad y comienza la mentira se embota e incluso llega a desaparecer. Eso era lo que le pasaba a Vortegirn. En algún momento -estoy convencido de ello- tuvo que saber que su unión con una mujer pagana le.apartaba todavía más de las enseñanzas morales que había recibido. Entonces comenzó a rodearse de consejeros que le decían lo que deseaba escuchar. Era gente como Maximus o Roderick que se presentaban como cristianos, que incluso enseñaban en calidad de tales, pero que, en realidad, eran herejes más que dispuestos a mezclar la leche pura del Evangelio con las peores inmundicias del paganismo. Sin el menor titubeo, aquellas gentes habían seguido consagrando la Eucaristía a la vez que se abrían a aceptar los principios tenebrosos de la mujer pagana del Regissimus. Así, mientras intentaban convertirse en maestros únicos, aprendían también las denominadas artes ocultas.
El resultado de estas mezclas siempre es el mismo. De la misma manera que un poco de estiércol arrojado en un tazón de leche sólo sirve para estropear por completo la comida, aquellas ideas perversas tomadas de los sajones sólo tuvieron como consecuencia la corrupción del cristianismo. Sacrificar niños era una manifestación repugnante de su comportamiento, pero, ni de lejos, fue la única.
¿Y qué habían pensado los britanni, los pobres y sometidos britanni, de todo aquello? Estoy convencido de que la inmensa mayoría estaba en contra. Por supuesto, callaban ya que nadie desea que su vida se acabe antes de lo debido, pero su opinión de aquellos personajes era pésima. Y entonces se produjo una curiosa experiencia. Vortegirn -y sus perversos consejeros- llegó a la conclusión de que actuaba bien y de que, por añadidura, así lo veía también el pueblo. ¿A fin de cuentas no les estaba dando una guía que aunaba, supuestamente, la fe de Cristo con el impulso de los barbari? ¿Por qué rechazar esa alianza? ¿No era su obligación gobernar para ambas clases de súbditos?
Naturalmente, eso era lo que él creía -o quería creer- porque la realidad era muy diferente. Los britanni ansiaban que todo aquello terminara y sentían una profunda repugnancia por todos aquellos comportamientos. De hecho, no puede causar ninguna sorpresa que cuando Aurelius Ambrosius desembarcó todo aquello quedara de manifiesto.
Durante años, los cristianos que no aceptaban a gente como Roderick Maximus, a la vez que guardaban silencio, se habían mantenido casi ocultos. Sospecho que quizá ésa era la razón por la que nos toleraban. Un grupo de mujeres acogido en las dependencias de una iglesia diminuta como la del apóstol Pedro era el ideal de Vortegirn. Siempre podía decir que no perseguía a los verdaderos creyentes y, a la vez, colocarlos entre la espada y la pared. Pero ahora alguien había difundido la noticia de que un niño le había profetizado su inmediato final y en unas horas Aurelius Ambrosius había aparecido. En apenas unos días, milites salidos de los lugares más insólitos reconocieron al recién llegado como Regissimus y comenzó la revuelta, una revuelta que sorprendió a Vortegirn. Sin embargo, en aquel entonces, nada más regresar del castra de Regissimus, ignorábamos todo lo que estaba a punto de suceder y, aunque lo hubiéramos sabido, en cualquier caso, mis preocupaciones eran por aquel entonces muy diferentes.
Cuando llegamos a la iglesia del apóstol Pedro, nos encontramos a todos los miembros de la aldea congregados en su interior. No se trataba, desde luego, de una reunión habitual. El presbítero no hablaba en latín, sino en la lengua de los britanni, y me pareció que lo hacía en un tono preocupado, abatido incluso. Me hubiera gustado saber a qué se estaba refiriendo, pero una de las mujeres presentes captó nuestra llegada, dio un grito y aquello significó el final de la reunión. Como si fueran animales de corral a los que se arroja comida, se dirigieron cloqueando hacia nosotros.
Recuerdo que nos cubrieron de besos, de palmaditas, de abrazos y, sobre todo, de un torrente inagotable de palabras que recayó, cálido e impetuoso, sobre nosotros. Resultaba todo muy confuso, pero aun así pude captar que le estaban más que agradecidos al Altísimo porque hubiéramos podido regresar a salvo. Poco más recuerdo de aquella noche, salvo un inmenso tazón de leche caliente y haberme dormido exhausto, pero feliz.
Cuando desperté a la mañana siguiente, descubrí que mi madre se encontraba al lado de la cama y charlaba en voz baja con el presbítero. Ambas circunstancias resultaban de lo más inesperado. Primero, porque yo dormía siempre con el resto de los muchachos acogidos en la iglesia del apóstol Pedro mientras que mi madre lo hacía con las demás mujeres dedicadas a Dios y, segundo, porque el presbítero jamás entraba en los dormitorios. ¿Qué hacían junto a mi lecho visitantes tan inesperados? Fingí seguir dormido y agucé el oído para enterarme de lo que estaban hablando.
– Hazme caso, mujer -decía el presbítero pronunciando cada palabra como si la masticara y, acto seguido, la escupiera-. Tu hijo sigue en peligro… Debe abandonar la iglesia del apóstol Pedro.
– Pero… pero nos dejó ir…
– ¡Oh, vamos! ¡VAMOS! -exclamó el hombre a la vez que con un gesto de la mano imponía silencio a mi madre-. Aurelius Ambrosius está a punto de desembarcar en Britannia si es que no lo ha hecho ya. Cuando eso suceda, Vortegirn se sentirá más indignado que nunca e intentará calmar su cólera con cualquiera…
– Pero… pero nos permitió marcharnos… -protestó mi madre en voz baja.
– Precisamente, precisamente. Conozco a gente como Maximus o Roderick. Pueden parecer derrotados, pero nunca se dan por vencidos. Pedirán perdón por todos sus crímenes cuando Vortegirn pierda el poder, pero nunca perdonarán al niño. En cualquier momento, enviarán a milites en su busca y entonces todo será muy diferente. No tendrá la menor posibilidad de que lo escuche el Regissimus o un juez como sucedió contigo. Lo degollarán sin más. Eso si no le hacen algo peor…