Quedé un tanto desilusionado -lo reconozco- al ver a Blastus. Acostumbrado a lugares más amplios como la iglesia o el dormitorio donde descansaba con otros niños, la cabaña en la que vivía el que iba a ser mi preceptor me pareció minúscula. Aunque, quizá no fue la pequeñez lo que más me llamó la atención, sino la forma en que estaba totalmente atestada de recipientes, escritos y libros. Era difícil caminar por en medio de aquel recinto sin tirar algo al suelo y rayaba lo imposible el poder realizar las labores domésticas como traer agua o cocinar sin causar algún estropicio de mayor o menor envergadura.
Con todo, lo que más me desilusionó fue el aspecto del preceptor. Era un hombre de estatura reducida, delgado, de barba pobre en aquel entonces. Se encontraba lejos, por lo tanto, de la presencia imponente que yo hubiera esperado. Pero más curiosa resultaba su manera de hablar. Se llevaba frecuentemente las manos a las sienes como si deseara sujetarse el cabello, alzaba la barbilla para lanzar alguna orden o insistir en una enseñanza y caminaba de una manera extraña que nunca antes me había sido dado contemplar. Si me hubiera fijado tan sólo en la apariencia externa -y así fue durante algunos días- el pesar más absoluto se hubiera apoderado de mí. Sin embargo, no tardé mucho en percatarme de que tras su comportamiento áspero, tras su habla cortante y tras sus aseveraciones rudas y directas, Blastus encerraba una gran sabiduría que pronto ansié que me transmitiera.
Ahora acababa de cerrar el texto de Virgilio y, al respirar hondo, me había comunicado que pasábamos a otra parte de nuestras clases. El problema es que no resultaba fácil saber por dónde querría llevarme.
– Peer -dijo-. Pasemos al arte de curar. Lo último que estudiamos fue la división que Dioscórides hace de las cañas…
Le escuché sin decir una palabra. Sí, recordaba aquella clase. A ver por dónde salía ahora.
– Las cañas… -repitió con un ligero tono de impaciencia.
– ¿Las… cañas?
La mirada que me lanzó Blastus era una mezcla de «¿Eres tonto?» «¿Estás sordo?» y «¿Te burlas de mí?» en un solo gesto. Tragué saliva y respondí sin lograr, por mucho que lo deseaba, que el miedo me abandonara el cuerpo.
– De las cañas, una se llama compacta y con ella se hacen las flechas. Hay otra que recibe el nombre de hembra y con ella se elaboran las lengüetas para las flautas. Luego existe otra que es gruesa y tiene nudos apretados y se usa para escribir…
– ¿Eso es todo? -indagó con voz irritada Blastus.
– No -respondí acompañando mis palabras de un gesto de cabeza-. Además está la caña que nace junto a los ríos y otra blanquecina, delgada, que sirve para curar.
– Vamos a detenernos en ésa -dijo mi maestro- pero antes dime los nombres de cada una de las cañas.
Respiré hondo. El latín era mi lengua madre de la misma manera que el britannus. Incluso prefería aquél porque poseía una estructura especialmente adecuada para transmitir conocimientos y ordenar el pensamiento. Pensar en latín constituía una gimnasia de la mente que me permitía asimilar mejor cualquiera de las enseñanzas ineludibles que me dispensaba mi maestro. Sin embargo, a pesar de todo, seguía teniendo una considerable dificultad para asimilar el griego. No era un problema de su gramática que, a decir verdad, era más sencilla que la latina, con conjugaciones más simples y un número más reducido de declinaciones. Se trataba de una cuestión de vocabulario. El griego no se parecía a ningún idioma que yo hubiera escuchado antes y memorizar sus términos más simples me exigía un esfuerzo especial. Por supuesto, mi maestro había reparado en ello y, vez tras vez, hurgaba en la herida como si encontrara un placer especial en ello.
– La compacta -comencé a decir atemorizado- se llama nastós. La utilizada para las flautas recibe el nombre de zelys. La que sirve para escribir es la syringuia… la… la que nace junto a los ríos es denominada donax y la curativa… la curativa es la fragmites.
Blastus clavó su mirada en mí. Fruncía de tal manera los ojos que no tenía la menor idea de si había recitado correctamente el nombre de cada una de las cañas o había incurrido en algún error digno de que me propinara una docena de azotes.
– Está bien -dijo al fin-. Volvamos ahora a la caña fragmites. Recítame sus propiedades.
Me sentí aliviado, pero sólo por un instante. A fin de cuentas, ahora tenía que adentrarme en las cualidades específicas de una planta, a decir verdad de una de las docenas de diferentes frutos de la tierra cuyas virtudes debía dominar de la misma manera que controlaba el movimiento de mis piernas al caminar o de mi garganta al tragar.
– La caña fragmites tiene una raíz que se m a y puede aplicarse como cataplasma. Si se usa con bulbos f sirve para extraer espinas y aguijones…
– ¿Eso es todo? -preguntó imperioso Blastus.
– No, no, domine -respondí inmediatamente-. Con vinagre, esta caña sirve para mitigar las luxaciones y los dolores de lomos. Además sus hojas verdes, majadas y aplicadas encima, curan las erisipelas y otras inflamaciones. La corteza, quemada y en cataplasma con vinagre, sana las alopecias.
– No tiene más que virtudes esta planta, ¿verdad? -me dijo Blastus con una sonrisa curiosamente burlona.
– Pues… pues sí -respondí contento de haber pasado la prueba.
– ¡Pues no, pues no! -gritó, casi aulló mientras me cogía de la patilla izquierda y tiraba hacia arriba hasta obligarme a ponerme de puntillas.
– ¡A! -me quejé.
– Escucha bien esto porque no volveré a repetírtelo -escupió más que pronunció Blastus-. Cualquier medicina, cualquiera por muy buena que pueda ser, tiene siempre algo malo. ¿Sabes lo que pasaría si el penacho de estas cañas se te metiera en las orejas? ¿Lo sabes?
Hubiera deseado negar con la cabeza, pero, suspendido entre el cielo y la tierra, comprendí que si la movía mi maestro se quedaría con mi patilla izquierda en la mano.
– Pues te quedarías sordo. ¡SORDO! -gritó presa de una profunda indignación.
Me soltó, pero no dejó de hablar.
– Imagínate que un tribuno de las legiones te llama al castra porque necesita que lo ayudes -comenzó a decir-. Quizá no padece gran cosa. Sólo… sólo sufre porque se está quedando calvo. Puede que te parezca una estupidez, pero el gran Julio César sufría de esa misma dolencia. Cuando lo escuchas, le dices: domine, tengo el remedio para tus males. Se trata de una caña y bla, bla, bla… y entonces le aplicas la sustancia en un cuero cabelludo que cada día está más desnudo, pero… pero estás tan entusiasmado que no reparas en que un diminuto fragmento de penacho entra en las orejas, grandes y peludas, de tu paciente. A él le pica, le molesta, se rasca desesperado y ¡paf! se queda sordo. No oye ni palabra. Para siempre. Y así, nosotros perdemos a uno de nuestros defensores frente a los barbari simplemente porque el niño ha olvidado que uno se puede quedar sordo con la misma caña que sirve para curar la calvicie. Ya no se le cae el pelo, eso es verdad, pero a cambio puede llegar una jauría ladrando y no enterarse de nada hasta que empiece a propinarle dentelladas.