También sucedió algo inesperado en Britannia y es que las viejas familias comenzaron a mezclarse con los romanos. No es que no hubiera sucedido eso de vez en cuando antes, pero, por regla general, las uniones no habían pasado de ser contubernios no siempre reconocidos por la ley. Ni siquiera cuando el emperador Caracalla convirtió en ciudadanos romanos a todos los habitantes del imperio, las circunstancias cambiaron de manera sustancial, pero ahora, acudiendo a los mismos templos a orar y adorando al mismo Dios, resultó cada vez más difícil mantener las barreras existentes entre britanni y romanos. Al cabo de unas décadas, no faltaban los habitantes de la isla que procedían de familias romanas que se habían asentado siglos atrás en Britannia o de estirpes mezcladas en las que jóvenes pelirrojas hablaban en las dos lenguas o jóvenes rubios lamentaban que las águilas de las legiones pudieran abandonar la tierra de sus antepasados. Yo venía de una de esas familias. Digo de una y no de dos, porque nunca se supo a ciencia cierta quién era mi padre.
Sé -a fondo se han ocupado de que lo sepa- que no pocos afirman ahora que fui engendrado por un íncubo, uno de esos demonios que descargan su lascivia antinatural sobre las mujeres y que incluso, en algunos casos, pueden tener hijos. No se trata sino de una calumnia que -lo reconozco- empezó a circular incluso cuando yo no podía articular palabra, pero que mis enemigos han ido propalando después a medida que mi nombre -en contra de mi voluntad- se hizo conocido. Pero para entender hasta qué punto rezuman maldad esas versiones de mi nacimiento basta con recordar a mi madre.
Tu maior; tibi me est aequum parere… Tú eres mayor y por lo tanto es justo que te obedezca. Eso decía en una de sus Bucólicas ese Virgilio al que no me encontraré en el cielo. Pero, a pesar de su paganismo, el viejo poeta tenía razón. Una sociedad se sustenta sobre la base de apoyarse en la experiencia y el saber de los que vivieron antes. Fue esa conducta la que permitió sobrevivir a Roma durante siglos porque creían en la necesidad de respetar las mores maiorum, las costumbres de los mayores, y si existe algo especialmente dañino en el comportamiento de los barbari es su ansiosa lucha por erradicar todo lo que nos enseñaron y por edificar un nuevo mundo sobre las ruinas del antiguo. Se creen sabios y superiores, pero, en realidad, su comportamiento es tan necio como el de una cuadrilla de albañiles que, en lugar de ir colocando una fila de piedras o ladrillos sobre la ya colocada, se empeñaran en derruirla por completo antes de situar la nueva. Esfuerzo perdido, soberbia supina, estupidez profunda, porque escuchar a los mayores, aburrido o sugestivo, es una de las condiciones para evitar que nuestro mundo se hunda. Sólo un barbari [1] se negaría, por necedad o egoísmo, a verlo.
II
Britannia, a inicios del s. v
No tengo la sensación de haberme preguntado en los primeros tiempos de mi vida por qué no tenía padre. A decir verdad, creo que me parecía normal que así fuera. Yo no crecí viendo a hombres y a mujeres juntos como sucede con el común de los mortales. Vivía con mi madre en el lugar que la iglesia del apóstol Pedro había destinado a morada de viudas y vírgenes. Se trataba de mujeres que, siguiendo el consejo de otro apóstol, el que cambió su nombre de Saulo por el de Pablo, al no tener quien se ocupara de ellas habían decidido entregar su vida al Señor. Eran buenas hijas de Eva, que lo mismo limpiaban las dependencias del templo -demasiado pequeñas como para requerir mucha atención- que se ocupaban de prestar alguna ayuda a los indigentes que llegaban hasta las puertas de la iglesia. Entre tantas mujeres no había un solo hombre. Ocasionalmente, recuerdo haber visto a uno ataviado con hábitos talares, pero su imagen me resulta distante y apenas me trae remembranzas como la de una caricia de pasada o una sonrisa que me pareció entonces -¿lo era en realidad?- severa. Aquel hombre casi evanescente y algún niño de los que se acercaban hasta la iglesia fue toda la presencia varonil con la que me topé durante mis primeros años. No puedo decir que me encontrara incómodo. A decir verdad, tengo la sensación de que me sentía muy feliz siendo el único hombre en medio de aquellas mujeres. ¿Por qué iba a echar de menos a un padre? En realidad, ¿hubiera sabido responder a la pregunta de qué era un padre? Con certeza, no.
En ocasiones, un olor, un color, un sabor me transportan a aquellos primeros días de mi vida. Se despiertan entonces sensaciones dotadas de un enorme vigor. Desde mi corazón suben, con una rapidez inusitada, el brillo metálico del agua todavía sin secar en el suelo de la iglesia, el aroma pesado de los cirios amarillos regalo de algún eques, incluso la textura del pan crujiente con manteca dorada que me llevaba a la boca y que devoraba en dos bocados. Sí, todo aquello me invade y por un instante me parece que nada ha sucedido, que nada ha pasado, que nada ha acontecido y que, de manera suave y hermosa, he regresado a una época tranquila en la que la salida del sol anunciaba el plácido inicio de una jornada dichosa y su caída era el signo precursor de un descanso rezumante de sueños gratos. Se trataba de la era en que todos los alimentos sabían bien, todas las horas eran hermosas y todos los lugares -salvo, excepcionalmente, los oscuros- resultaban entrañables y preñados de incitantes atracciones. En aquel entonces comenzaba a descubrir el mundo. También en aquel entonces fue cuando vi a los primeros hombres que me impresionaron.
Me entretenía en subir y bajar una y otra vez los tres o cuatro escalones que llevaban hasta la iglesia cuando reparé en ellos. Atraparon mi atención por el motivo de que iban a caballo. Por supuesto, ya había visto antes aquel animal -en contadas ocasiones, pero lo había visto- no obstante, no dejaba de llamarme poderosamente la atención. Los que los montaban iban ataviados con unas capas largas y pardas. Seguramente, sólo pretendían protegerse del viento con aquellas modestas prendas, pero a mí me parecieron un extraordinario despliegue de inusitado lujo. Tan inusitado como el uso de unas espadas largas y relucientes que colgaban de sus caderas golpeando suavemente los flancos de sus monturas. ¡Y además llevaban cascos! Sé que todo esto carece, en realidad, de importancia. Sin embargo, en aquella época esa visión de dos equites no resultó para mí menos prodigiosa de lo que hubiera sido el descenso de dos ángeles procedentes del mismo cielo.
El rítmico sonido de los cascos se detuvo a unos pasos apenas del lugar que yo subía y bajaba con enorme entusiasmo. Pero yo fingí que no me llamaban la atención y seguí ocupado en los escalones de piedra escasamente pulida, limitándome a mirar de reojo a los recién llegados. Tuvieron que dirigirse a mí de manera expresa para que les prestara una atención visible. Fue uno de ellos, de piel rojiza y barba hirsuta, el que pronunció el nombre de mi madre y me ordenó que fuera a buscarla.
La encontré a escasa distancia, lavando con otras mujeres en un riachuelo retorcido que discurría cercano a la iglesia. Recuerdo que una sombrecilla que no comprendí entonces se posó sobre su frente y que, por un instante fugaz, inclinó la cabeza sobre el pecho. Luego respiró hondo, pidió a una de las otras mujeres, una viuda, que la acompañara y emprendió el camino hacia el lugar sagrado.