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– ¡Blastus! -grité-. ¡Magister!

La figurita corrió torpemente a mi encuentro y se abrazó a mí. Lo recordaba más alto y más fuerte, pero ahora me pareció, sobre todo, frágil.

– Entra en mi casa -le dije.

Encendí apresuradamente una lámpara de barro. Cuando su llamita anaranjada iluminó con un modesto resplandor la estancia fue incapaz de reprimir un escalofrío. ¡Cómo había maltratado el tiempo al que años atrás había sido mi maestro! Su cabello negro y abundante se había convertido en una confusa y escasa alineación de blancas guedejas, y su rostro, altivo e incluso imponente unas décadas atrás, ahora me parecía abotargado y rojizo como el de un campesino añoso. La vejez, que suele ser tan despiadada como los niños, no había sido clemente con mi preceptor.

– Supe que estabas aquí… -me dijo a la vez que un brillo especial se asomaba a sus pupilas avejentadas.

– … y decidiste venir a verme -concluí yo su frase con una sonrisa que deseaba ser lo más acogedora posible-. Hiciste muy bien, magister.

– Todo… todo el mundo habla de ti -comentó Blastus repentinamente excitado-. Dicen que Artorius no da un paso sin consultarte porque… porque eres un sabio…

– No es verdad -corté-. La gente exagera… ya lo sabes. Lo han dicho casi todos los clásicos.

– Los clásicos -repitió Blastus mientras su rostro se iluminaba como si sobre él hubieran descendido los rayos amarillos de un sol amable-. No los has dejado nunca, ¿verdad?

– Por supuesto que no -respondí y ahora la sonrisa que apareció en mi rostro resultó sentida y cálida-. Es una cuestión de la que me ocupo todos los días.

– Todos los días, claro -aseveró mientras se le empañaban los ojos.

– A estas horas suelo tomar un poco de leche -dije-. ¿Me hará el honor de compartirla conmigo?

– Por supuesto… por supuesto… -y por el tono en que se expresó llegué a la conclusión de que aquél iba a ser su primer alimento en mucho tiempo.

No me equivoqué. Durante las horas siguientes -sí, horas porque llevábamos años sin hablar- se bebió casi toda la leche que tenía en mi dependencia y devoró un pan entero y toda la mantequilla y la carne seca que le serví.

– ¿Te acuerdas de aquellos años? -me preguntó después de tragar un bocado.

Por supuesto. Claro que los recordaba. ¿Cómo podía olvidar el frío y la escasez y las horas interminables de estudio y disciplina y los varazos y los exámenes interminables? De todo ello guardaba memoria y, sin embargo… sin embargo, ninguna de aquellas remembranzas me llegaba teñida por la amargura o el resentimiento. Todo lo contrario. Me subían ahora del corazón envueltas en una neblina sutil y semitransparente de calidez, de afecto y de añoranza. No deseaba ni siquiera pensarlo, pero no pude evitar sentir que, quizá, aquéllos habían sido los años más felices de mi vida aunque no hubiera sabido verlo así por aquel entonces.

– Has sido el mejor discípulo que tuve nunca… -me dijo mientras, torpemente, se retiraba de los labios unas gotitas minúsculas de leche-. Por supuesto, he enseñado a otros que han sido hombres de provecho, pero tú… siempre fuiste especial.

Guardé silencio. Mi espíritu no había sentido apenas el sosiego desde la batalla de la colina y temía que una palabra inadecuada, que un comentario imprudente, que un gesto indebido lo sumiera en un océano de pesar, demasiado oneroso para poder soportarlo con dignidad.

– ¡Qué cosas cuenta la gente de ti! -exclamó satisfecho Blastus aunque yo no me sentí halagado por aquellas palabras, sino inquieto-. Y tienen razón. Vaya si la tienen…

– ¿Qué haces ahora, magister? -pregunté con una clara voluntad de impedir que Blastus se deslizara por el camino de la lisonja.

– Bueno -me dijo adoptando un gesto totalmente diferente-. Estoy ayudando a restaurar algunas de nuestras iglesias.

Me sorprendió la respuesta. De sobra sabía que Blastus era un perito en Homero y en Virgilio, pero ¿qué tenía que ver eso con nuestros templos?

– Conozco a casi todos los pintores de Britannia -me dijo con orgullo antes de recitar una serie de nombres que me resultaron totalmente desconocidos.

Le dejé hablar. Lo hacía con el mismo entusiasmo, quizá más, con que había desgranado los rudimentos de la gramática griega para mí. Entonces, inesperadamente, dijo:

– Lo conservas, ¿verdad?

No me dio la posibilidad de responder.

– Sé que es así -remachó con un tono de voz totalmente diferente al que había utilizado en las horas anteriores-. Lo sé porque no se puede haber pasado por lo que tú has pasado ni haber hecho lo que tú has hecho, sin conservarlo.

Permanecí en silencio. La realidad -según me parecía- era que Blastus ansiaba más darme su opinión que confirmarla con mis palabras.

– Eso -dijo sin abandonar su tono sereno- es lo más importante que tienes. Cuando Él quiere, tienes Su visión, Sus miras y Su juicio. Otros pueden enseñar y escribir e incluso aconsejar al Regissimus, pero lo que tú posees… Eso es lo que da sentido a tu vida igual que a la mía se lo proporciona el haber sido tu maestro.

Sentí un pujo de ternura al escuchar las últimas palabras. Estaba seguro de que por las manos de Blastus habían pasado docenas de alumnos y, sin embargo, al parecer era yo el que legitimaba toda su vida como preceptor. Me parecía injusto y me propuse decírselo. No me lo permitió. Como si adivinara mis pensamientos, levantó la diestra y dijo:

– Sigue siendo fiel. Me consta que no es fácil y es muy probable que en alguna ocasión retrocedas. No te preocupes nunca por ello. Aunque a veces temas haber abandonado el combate te sucederá como a Aquiles cuando dejó la guerra de Troya…

-Erunt etiam altera bella atque iterum ad Troiam magnus mittetur Achilles… [30] -susurré recordando a Virgilio.

– Así es -corroboró Blastus con una sonrisa de exultante orgullo-. No pienses en las derrotas, ni en el dolor, ni en lo que parezca que has perdido. Tú has venido a este mundo con un propósito especial y a él debes mantenerte fiel. Debes serlo no por ti, sino porque así lo ha dispuesto Dios y porque sólo así te convertirás en útil a tus semejantes.

– Iré a por más leche -dije echando mano del jarro que reposaba vacío sobre la mesa.

Blastus negó con la cabeza y, al hacerlo, pude ver cómo un rayo violáceo procedente de la ventana cruzaba la habitación y se golpeaba contra su rostro proporcionándole un aspecto extraordinariamente juvenil. Estaba amaneciendo.

– Tengo que irme -señaló mientras se ponía en pie.

– Pero… pero, magister… -protesté-. Tienes que descansar.

Estuve a punto de dar como motivo su avanzada edad, pero pude contenerme a tiempo. Hubiera resultado intolerable considerar anciano a quien mantenía encendida en su corazón la llama de la juventud.

– Aún me queda mucho camino que recorrer durante el día de hoy -dijo dirigiéndose con un paso sorprendentemente firme hacia la puerta-. La iglesia de mi pueblo, ¿sabes? Hay unas pinturas…

Se alejó con paso apresurado y firme, casi como si fuera un legionario, hasta alcanzar el bosque de olmos frondosos en el que se perdió. Fue la última vez que lo vi y, como siempre, me dejó rebosante de motivos de gratitud, porque cuando entré nuevamente en mis dependencias y volví a cerrar la puerta tras de mí, la paz de espíritu se había convertido nuevamente en una realidad.

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[30] Aún habrá otras guerras y el gran Aquiles será enviado nuevamente a Troya.