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Yo mismo me había formulado idéntica pregunta durante años y tenía que reconocer que no había dado con respuesta alguna. Sin embargo, no estaba dispuesto a comentar nada con aquel personajillo murmurador y codicioso.

– En nada, en nada, en nada -se respondió de manera triple el mercader-. Artorius no ha recibido nada de esa mujer. Bueno, quizá su virginidad en el momento de la boda aunque eso nunca se sabe… ¡y además sólo tiene utilidad una vez!

Me pareció que el tema estaba llegando a un terreno no sólo delicado, sino incluso pespunteado por el mal gusto y decidí desviar la conversación haciendo referencia a los costes que debería abonar el chismoso comerciante por la educación de su hijo. Se trató de una maniobra eficaz porque, inmerso en un ruin regateo, el hombre de Londinium se olvidó de la vida de Artorius y de Leonor. Lo mismo me sucedió a mí, aunque no por mucho tiempo.

Una tarde, después de la colación, me encontraba conversando con un par de discípulos sobre algunos aspectos del gobierno de los hombres. No se trataba de una clase formal. Más bien era una de tantas charlas mantenidas tan sólo con algunos de los muchachos más espabilados para comprobar hasta dónde podían dar de sí. Reconozco con algo de pesar que en ese momento mis alumnos no estaban precisamente brillando por la altura de sus razonamientos. Ambos jóvenes insistían en alabar el arte de gobernar como vía para cubrirse de gloria y no parecían captar mis enseñanzas insistentes sobre la necesidad de concebir el gobierno como una forma de servicio.

– Pasáis por alto -les estaba diciendo- las palabras irónicas del Salvador en el Evangelio de Lucas, «los que oprimen a las naciones les dicen que las sirven, pero no debe ser así entre vosotros sino que el que desee ser el mayor ha de ser verdaderamente un siervo».

El argumento resultaba ciertamente sólido, pero mis dos oyentes estaban más cerca del ambicioso Alejandro, el hijo de Filipo el macedonio, que del manso Jesús. Le daba vueltas en la cabeza a la posibilidad de hacerles comprender algo tan importante cuando distinguí, corriendo como un poseso, a Marcus. Era un muchacho no muy avispado, lo reconozco, pero al que había admitido en el studium por su fuerza de voluntad. Podía costarle enormemente ver la diferencia existente entre la declinación de dies-diei y la de cónsul-consulis, pero no era menos cierto que para encontrarla podía pasarse en vela toda una noche. Ahora le distinguía surcando el pradecillo que separaba el studium del claro en que nos encontrábamos.

– Por ahí viene el tonto de Marcus… -comenzó a decir con una mezcla de burla y desprecio uno de mis discípulos, pero la mirada que le lancé bastó para que bajara los ojos, avergonzado y guardara silencio.

– Domine, domine… -dijo jadeando cuando se encontraba a un par de docenas de pasos de mí-. Equi… equites…

Reconozco que la noticia me sorprendió ¿Qué podían desear unos equites en mi studium?

– Podéis retiraron -señalé a mis discípulos mientras emprendía el camino de regreso.

»¿Cuántos son? -pregunté a Marcus mientras intentaba aminorar la velocidad de la marcha para evitar que se desplomara agotado.

– Dos -me respondió el muchacho intentando con todas sus fuerzas no quedarse sin resuello.

Dos. Quizá se trataba de una simple patrulla a la busca de algún huido. Claro que también podían ser los portadores de un mensaje, pero ¿cuál?

Lo distinguí con enorme nitidez. Era Caius y parecía como si los años no hubieran pasado por él, como si todavía nos encontráramos en la época en que yo aún era un joven que apenas entraba en la madurez y él, un legionario gallardo y curtido. Su acompañante, que estaba de espaldas acariciando el pescuezo de su caballo, no era, en esta ocasión, Betavir. De hecho, aunque fuerte resultaba menos alto.

– ¡Viejo lobo! -grité alzando los brazos-. ¿Qué trae al terreno sagrado de la sabiduría a alguien tan bruto como tú?

Al escuchar mis palabras, el compañero de Caius se volvió. Llevaba el mismo uniforme de piezas gastadas y desiguales que mi antiguo conocido. Ni siquiera su capa era mejor. Ni su yelmo, un yelmo grande que le tapaba casi por completo el rostro. Con la seguridad que proporciona el haber repetido un gesto miles de veces, se llevó las dos manos a aquella indispensable pieza de metal y tiró de ella hacia arriba para quitársela. Lo conocí al instante e incluso me reproché no haber sospechado la identidad oculta por aquel yelmo, porque quien me sonreía, burlón, alegre y juvenil, como antaño lo había hecho tantas veces no era otro que Artorius, el ahora imperator de Britannia.

Continuo has leges aeternaque foedera certis imposuit natura locis… Ocasionalmente, Dios permite que algunos seres perversos se encaramen hasta la cima del gobierno. Generalmente, tan inicuos individuos creen que tienen el poder o, por lo menos, la legitimidad del mismo Dios. Entonces actúan como si las estructuras de la creación pudieran modificarse a su antojo. Deciden ir contra la estabilidad del reino, socavan sus instituciones más importantes, sueñan con cambiar todo de la misma manera que se vuelve del revés una prenda. Estoy convencido de que si estuviera en sus manos obligarían a los ríos a discurrir en dirección opuesta al mar, cambiarían de sexo a los seres humanos, convertirían a los simios en hermanos de los hombres e incluso aniquilarían la familia.

Por supuesto, sé de sobra que semejantes posibilidades no se corresponden con ejemplos históricos porque nadie ha sido tan soberbio ni tan inicuo como para comportarse así. Sin embargo, estoy convencido de que, si contaran con esa posibilidad, lo harían. En todos y cada uno de los casos, estos gobernantes indignos olvidan algo tan elemental como lo que dejó escrito el admirable Virgilio al referirse a unas normas eternas de la Naturaleza que son anteriores a cualquier ley humana. En la medida, en que los reyes y senados se apegan a esas leyes eternas cuyo origen se encuentra en Dios actúan con justicia, equidad y sabiduría. Sin embargo, cuando las desprecian e intentan sustituirlas con sus propios criterios lo único que consiguen es labrarse su desgracia. Lo terrible es que no pocas veces antes de consumar la propia provocan la de sus pueblos.

III

– No deseo ofenderte -me dijo Artorius mientras caminaba- pero no puedo comprender por qué abandonaste Camulodunum para venirte aquí.

Su tono de voz era tan triste, dejaba de manifiesto tanta confusión, parecía tan desamparado que no pude evitar sentir ternura. Sin embargo, no le respondí. Estaba convencido de la inutilidad de cualquier posible disputa con él y, al menos por esta vez, deseaba actuar de acuerdo con mis convicciones más profundas.

– ¿En qué puedo servirte, Artorius? -pregunté al final evitando darle el tratamiento de Regissimus que le hubiera disgustado o el de imperator que no hubiera podido utilizar sin tener problemas de conciencia.

– ¿Dónde podemos sentarnos? -preguntó Artorius.

Le indiqué con un gesto un poyete modesto que dormitaba a la sombra de un olmo frondoso y altivo. Cubrimos en silencio la distancia que nos separaba de aquel lugar de reposo y, finalmente, dejamos caer nuestros huesos ya no tan jóvenes sobre aquella superficie fría y pulida.

– Te escucho -dije apenas sentí la sólida gelidez bajo las nalgas.

– Quiero divorciarme de Leonor -respondió con la misma rapidez con que hubiera fulminado a un enemigo de un certero espadazo en el cráneo.

No hice el menor comentario, pero sentí una punzada de pesar al darme cuenta de que el rumor esparcido por el mercader de Londinium constituía una pieza acertada de información. Al menos en parte.