Vortegirn se hallaba en Dorobernia cuando tuvo lugar el desembarco y, con el miedo en el alma, se encaminó hacia el lugar donde se encontraban los invasores. Ni Horsa ni Hengist ocultaron que eran paganos y que creían en Wotan, un dios falso similar al Mercurio de los antiguos romanos. Sin embargo, Vortegirn no pensó en expulsarlos de Britannia, sino que incluso concibió la idea de utilizar a los recién llegados contra los pictos y contra un posible retorno de las legiones romanas. Conscientes de que eran afortunados, Horsa y Hengist se sumaron al ejército del Regissimus y cruzaron el río Humber. Las crónicas afirman que la batalla fue encarnizada y que, al final, tras mucho esfuerzo, los pictos fueron derrotados y no tuvieron otro remedio que retirarse. La verdad es que los barbari se percataron de que los enemigos que les salían al paso eran demasiado poderosos y optaron por regresar a sus hogares para disfrutar de los expolios que habían ocasionado. El origen de las leyendas floridas sobre la terrible batalla se originó en Vortegirn. A esas alturas, ya estaba demasiado vinculado a los invasores que procedían del otro lado del mar y ahora se veía obligado a entregarles para que no sometieran a los britanni a nuevas exacciones. Para cubrir que sólo. era un cobarde que en lugar de combatir a los invasores había decidido apaciguarlos, difundió la historia de que habían sido unos aliados valiosísimos frente a un enemigo peligroso. Ninguno de los dos extremos era cierto, pero ¿quién se hubiera atrevido a desmentir al déspota?
Naturalmente, Hengist captó fácilmente la debilidad de Vortegirn y semejante circunstancia no le inspiró compasión. Por el contrario, azuzó su codicia y le dio la seguridad de que podría obtener lo que deseara del Regissimus Britanniarum. Así, obtuvo de Vortegirn permiso para traer a más hombres de una tierra lejana llamada Sajonia y cuando aquellos recién llegados aparecieron en las costas, Hengist volvió a dirigirse al Regissimus. Ahora le pidió tierras y castillos para los sajones y Vortegirn comprendió que su situación era mucho peor que cuando Hengist y su hermano habían llegado a las costas de Britannia. Le dijo entonces que el hecho de que fueran paganos y extranjeros le impedía concederles esas mercedes.
Hengist fingió apenarse enormemente, pero no tardó en decir con el gesto más humilde que se conformaría con que le diera el terreno que se pudiera abarcar con una correa. Si Vortegirn hubiera conocido a mi admirado poeta Virgilio -al que, desgraciadamente, temo que no me encontraré en el cielo- se hubiera opuesto a la propuesta del astuto sajón. Sin embargo, no sólo desconocía la Eneida sino que además se dejó engañar por aquella súplica que le pareció modesta. Fue un grave error. Hengist echó mano de una piel de toro y practicó en ella el corte más fino hasta convertirla en una delgada y larguísima correa. Con aquella tira rodeó un lugar escarpado y rocoso, en el que erigió un castillo. Aquel lugar recibió el nombre de Castrum Corrigiae o campamento de la correa, una denominación ciertamamente adecuada. Todo lo anterior -la llegada de los extranjeros, la concesión de mercedes, su ulterior crecimiento- constituía de por sí una desgracia no escasa, pero sólo se trataba del preámbulo de la mayor desdicha.
Entre los recién llegados desde Sajonia, se encontraba una mujer llamada Ronwen que era hija de Hengist. El pagano comprendió que si aquella muchacha se hacía con el corazón de Vortegirn, pronto toda Britannia quedaría sometida de manera que se esforzó para lograr que se produjera semejante eventualidad. Un día, cuando Vortegirn celebraba un banquete, apareció Ronwen con una copa de oro en las manos. Caminó entre los presentes arrancando de todos los rostros miradas de admiración y deseo, y, finalmente, llegó a la altura del Regissimus. Entonces, se hincó de hinojos ante él y le dijo:
– Lauerd king, wasseil.
Vortegirn desconocía la lengua de los sajones y, seguramente, no tenía el menor deseo de aprenderla, pero la visión de la mujer ya había causado su efecto en lo más profundo de su corazón y se apresuró a ordenar a su intérprete que le tradujera aquellas palabras. El hombre se apresuró a decir a Vortegirn que la muchacha le había llamado «señor rey» y que había brindado a su salud. Lo que correspondía hacer ahora era responder pronunciando la palabra «Drincheil».
Vortegirn se sintió muy halagado, en parte, porque en lo más profundo de su corazón ansiaba convertirse en un rex, como los que tenían los barbari, totalmente independiente de Roma y situado por encima de un Regissimus por muy autónoma que pudiera ser su conducta. Por añadidura, la mujer le agradaba hasta el último palmo de su ser. Así que no dudó un instante en seguir el consejo del traductor. Pronunció la palabra sajona, ordenó a Ronwen que bebiese y luego, tras tomar la copa de sus manos, la besó y bebió a su vez. Por supuesto, Vortegirn no lo sabía, pero con su comportamiento acababa de inaugurar una costumbre que todavía existe entre nosotros, la de que alguien grite «Wasseil» para invitar a beber y otro le obedezca después de decir «Drincheil». Ya es bastante malo que se consuman bebidas fermentadas como lo hacían aquellos sajones, pero peor es lo que sucedió a continuación. La voluntad de Vortegirn quedó domeñada como sólo pudiera haberlo conseguido una fuerza demoníaca y antes de que acabara la cena suplicó -sí, suplicó- de Hengist que le otorgara la mano de su hija.
La pretensión de Vortegirn constituía un gravísimo pecado. Aunque era malvado, nunca había renunciado a su fe cristiana ni tampoco perdido la oportunidad de volverse de sus malos caminos. Ahora, sin embargo, se zambulló totalmente en el abismo tenebroso de la perdición. No le importó la idea de casarse con una pagana aun a sabiendas de que quien se une con una mujer se convierte en un solo cuerpo con ella y a través de los abrazos ambas almas se comunican de una manera que no podemos explicar, pero que resulta innegable. Hengist comprendió de sobra lo que podía conseguir con aquel enlace y no dudó ni un instante en acceder al deseo -no era otra cosa- de Vortegirn. Aquella misma noche se celebró el matrimonio y el Regissimus pudo gozar del cuerpo de la hermosa pagana. Sin duda, quedó satisfecho porque, aunque no abandonó la iglesia, inclinó su corazón a las prácticas de su esposa. En tan sólo unas semanas, las imágenes que adoraban los barbari se multiplicaron por la tierra de los britanni y comenzaron a aparecer por la corte personas que se jactaban de adivinar el porvenir recurriendo a ritos expresamente prohibidos en el Libro Santo.