– Sea como dices -exclamó Artorius a la vez que desenvainaba la espada- Dios es testigo entre tú y yo.
– Pero, domine… -protestó Caius que no podía entender lo que se proponía el antiguo Regissimus.
Artorius no se dejó disuadir. Mientras movía el arma con una sutil oscilación de la muñeca derecha, miró al veterano que le había acompañado durante años y le dijo:
– Dale tu espada a Medrautus.
Las cejas del legionario se arquearon como si en aquel momento hubiera podido contemplar al ser más prodigioso y peregrino que pudiera existir bajo la capa del cielo.
– Domine, ese miserable no tiene ningún derecho… -balbució-… esta… esta espada…
– ¿Voy a tener que prestarle la mía? -cortó Artorius.
Caius bajó la mirada avergonzado por su pasajera y bienintencionada insubordinación. Luego cubrió la distancia que le separaba de Medrautus y, como si fuera un reptil repulsivo, lanzó su espada contra el suelo.
Observé la manera en que Medrautus clavó la vista en aquella hoja a medias hundida en el suelo. Tengo para mí que en esos momentos hubiera deseado volverse atrás, retroceder en el tiempo, regresar a una época en la que la idea de ser el Regissimus Britanniarum no pasaba de ser un sueño infantil. ¿Le hubiera sido posible arrepentirse? Seguramente, para alguien tan impregnado de soberbia como Medrautus tal eventualidad no resultaba aceptable, pero ahora aquel orgullo podía costarle muy caro. Por su propio deseo, había adoptado una decisión disparatada y ahora, llegado a ese punto, tan sólo le quedaba seguir adelante sucediera lo que sucediese.
Sin dejar de mirar a Artorius, Medrautus se frotó las manos como si deseara fortalecerlas. Luego arrancó la espada del suelo y, de una carrera rápida e inesperada, se encontró a la altura de Artorius. Un combatiente menos experimentado quizá se hubiera visto sorprendido por aquella embestida, pero no fue el caso de Artorius. En realidad, se limitó a levantar su hoja y con un gesto trazado con facilidad detuvo la estocada de Medrautus y la desvió. Lo hizo deslizando con suavidad el filo de su espada sobre la hoja de su contrario y, al ejecutar aquel movimiento, pareció que se escuchaban las notas de una peregrina melodía musical.
– La espada canta… -musitó a mi lado un eques-. ¿Habéis escuchado cómo canta?
Un coro de vítores respondió entusiasta a aquellas palabras. Medrautus torció el gesto, pero, desde luego, no se dio por vencido. Con agilidad se retiró unos pasos, inhaló una bocanada de aire y volvió a lanzarse sobre Artorius. Esta vez, el antiguo Regissimus no sólo detuvo la estocada del joven. Lo hizo, sí, pero, acto seguido, torció su mano hacia la izquierda empujando la espada de Medrautus en dirección al suelo. Luego con extraordinaria habilidad remontó desde abajo con un giro hacia la derecha y, con fuerza, dio un golpe seco hacia arriba. La espada de Medrautus saltó por los aires, mientras que la hoja de Artorius se colocaba a un par de dedos del cuello del adversario.
Hubiera podido matarlo en aquel momento y así, sin ningún género de dudas, debió creerlo Medrautus porque, lívido como un muerto, cerró los ojos como si esperara que Artorius le asestara el último golpe. No fue así. Artorius subió la espada y la deslizó por la mejilla de Medrautus hasta llegar a su sien. Entonces, con un gesto rápido, la bajó ocasionándole un corte.
No se trató de una herida profunda ni mucho menos grave, pero su significado no podía resultar más obvio. Artorius había tenido en sus manos, sin ningún género de dudas, la posibilidad de arrancarle la vida a Medrautus. Se había conformado con causarle la primera sangre y dejar de manifiesto que le perdonaba la vida. Algunos aplausos, risas y vivas dejaron de manifiesto que los milites habían comprendido a la perfección lo que acababa de hacer el antiguo Regissimus.
– Hemos terminado, sobrino -dijo Artorius mientras retiraba la espada del rostro de Medrautus.
Pero su rival no estaba de acuerdo con aquel juicio. Con gesto rápido retrocedió unos pasos, se inclinó y cogió la espada que yacía en medio del fango.
– Sólo hemos empezado -escupió más que dijo Medrautus antes de volver a lanzarse sobre Artorius.
Lo que entonces contemplamos atónitos centenares de testigos fue cómo aquel jovenzuelo torpe acababa de transformarse en un hábil spatarius. Artorius apenas tuvo tiempo de contener la primera estocada, pero, esta vez, no logró desarticular la embestida. Por el contrario, con dificultad creciente, consiguió parar dos, tres, cuatro golpes de Medrautus. ¿Qué había sucedido? Sé que muchos dirán -la gente es muy crédula- que el joven se valió de la magia para poder experimentar aquel cambio. Quizá, al principio, se había mostrado más torpe de lo que era para calibrar cómo era Artorius con una espada en la mano. Puede ser incluso que la sensación de derrota irreversible le imprimiera una audacia y una fuerza de las que hasta entonces no había dado señal. Fuera como fuese, aquella muestra de audacia estaba dando su fruto.
Un grito general subrayó el hecho de que Artorius había resbalado y caído sobre su costado. Sólo su enorme experiencia le salvó de verse atravesado de parte a parte por Medrautus cuando se encontraba en esa tesitura. Y entonces, con inesperada habilidad, mientras Medrautus cogía con las dos manos la espada para intentar ensartarlo, el pie derecho de Artorius golpeó su empeine, mientras el izquierdo le asestaba un talonazo en la rodilla.
El conspirador se vio lanzado contra el suelo y antes de que pudiera levantar su rostro del fango espeso, Artorius saltó sobre él y, asiéndole del cabello, tiró de su cabeza hacia atrás. Medrautus boqueó intentando evitar el sofoco que el barro le causaba al taponarle la nariz y llenarle la boca, pero Artorius no se lo consintió. Con un gesto vigoroso, volvió a lanzar su cráneo hacia el suelo y contra él lo apretó por unos instantes. Un gemido, acompañado por un angustioso golpe de tos, brotó de la garganta de Medrautus cuando Artorius levantó por segunda vez su rostro. Pero el Regissimus no estaba satisfecho. Nuevamente, estrelló la cara embarrada de Medrautus contra el suelo y, nuevamente, la alzó convertida ya en una masa de sangre, fango y babas.
– Acaba con él, domine -le instó Caius.
– Sí, mátalo… -se hizo eco uno de los legionarios y entonces, como si alguien hubiera lanzado una antorcha sobre un montón de leña, docenas de voces comenzaron a gritar pidiendo la muerte de Medrautus.
Pero Artorius estaba demasiado inmerso en aquel combate como para escuchar a nadie. Soltó la cabellera de Medrautus en un gesto de desprecio y asco, y se puso en pie con un movimiento rápido y ágil. Por un momento, contempló al joven que yacía en el suelo respirando con dificultad y escupiendo flemas parduscas. En su mirada, se mezclaban el pesar, el dolor y la amargura. Como si todo lo que acababa de suceder, estuviera irremisiblemente contaminado por algo que lo enturbiara privándolo de cualquier atisbo de bondad o nobleza.
Se apartó un par de pasos y recogió del suelo aquella espada de la que se decía -¿exagerando?- que cantaba durante el combate. Nuevamente, sus hombres le suplicaron que diera muerte al traidor, que quitara la vida al miserable, que matara al canalla. Pero Artorius no los escuchaba. Lanzó una última mirada a Medrautus y se dispuso a abandonar el lugar. Fue en ese momento, justo en ese momento, cuando su mirada se cruzó con la mía. Por un instante, parpadeó como si no pudiera creer que me encontrara allí y luego una sonrisa, esa sonrisa alegre y risueña que había contemplado tantas veces durante los años anteriores, iluminó su rostro sudoroso.