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– ¡Merlín! -gritó mientras levantaba la diestra en un saludo jovial-. ¿Qué te ha traído a este lugar de diversión?

Sonreí a mi vez y estaba a punto de contestar cuando vi que la cara de Artorius se contraía en un gesto de dolor, de un dolor inmenso, irreparable y mortal.

Omnia vincit Amor… Como muy bien dejó escrito Virgilio, el Amor vence todas las cosas. No se trata únicamente de que el Amor tiene una fuerza especial que le lleva a sortear los obstáculos más difíciles, aunque haya mucha verdad en ese pensamiento. No. Tampoco debe equivocarse el Amor con las meras pulsiones de nuestro ser o con el juego de nuestras pasiones. Creo que si Virgilio acierta es en la medida en que se hace eco de esa verdad que expresó como nadie el apóstol de los gentiles escribiendo a los corintios. Ese amor -a diferencia de otros- es sufrido, es benigno, no tiene envidia, no presume, no cae en la vanidad, no hace nada que no deba, no busca lo suyo, no se irrita, no es resentido, no se alegra de la injusticia, sino de la verdad. El Amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Ese Amor -y aquí es donde Virgilio no andaba tan desencaminado- acaba venciendo todo porque, a decir verdad, su origen real se encuentra en el único Todopoderoso.

VIII

– Merlín… -susurró con un hilo de voz-. ¿Podría ella curarme?

No entendí lo que Artorius me preguntaba y pensé, profundamente apenado, que había empezado a delirar. Mojé nuevamente el paño que tenía en la mano y lo deposité sobre su frente pálida. Procurando que no lo advirtiera, eché un vistazo a su costado izquierdo. La hemorragia apenas había cesado, pero no me cabía duda de que sus órganos internos -¿cuántos? ¿cuáles?- estaban dañados, quizá de manera irreparable. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto la espalda a Medrautus? ¿Por qué no se había dado cuenta de que intentaría matarlo a traición? ¿Por qué había pensado que le agradecería el haberle perdonado la vida? Habían bastado apenas unos instantes para que aquel jovenzuelo de cejas de forma extraña se pusiera en pie, echara mano de su espada y se la clavara a Artorius aprovechando que estaba de espaldas hablando conmigo. Había sabido dónde asestar el golpe. En un costado. En el lugar donde la armadura era incompleta y sus mallas podían ser atravesadas por un arma bien utilizada.

¿De qué valía ahora que Betavir, con la rapidez del rayo, se hubiera precipitado sobre Medrautus rebanándole el cuello? ¿Qué utilidad presentaba que, de manera inmediata, Caius, derramando lágrimas de rabia, hubiera decapitado a aquel traidor valiéndose de la primera espada que logró arrebatar a un miles? ¿De qué servía que los equites que habían impuesto la ley y el orden a lo largo y a lo ancho de Britannia hubieran descuartizado aquel cuerpo, para quemarlo y dispersar sus cenizas al viento negándole un entierro digno? De nada. Ni siquiera de un consuelo pasajero porque todos sabíamos que la herida que había ocasionado Medrautus a Artorius era mortal.

Apresuradamente, los hombres lo llevaron a su tienda con la esperanza de que Merlín, el que podía volar por encima de las crestas montañosas convertido en raro halcón, el que podía nadar en la profundidad de los ríos transformado en extraño pez, el que podía realizar prodigios sin cuento que arrancaban de sus arcanos conocimientos, lo curara. Pero yo sabía -sin asomo alguno de duda- que no disponía de poder para mantener el alma en el interior de aquel cuerpo herido. Lo único que estaba en mi mano era quedarme a su lado e intentar que sus últimos momentos transcurrieran en paz. Y ahora, Artorius, el antiguo Regissimus que había decidido proclamarse imperator, había comenzado a pronunciar palabras cuya coherencia no conseguía descubrir.

– Merlín… Merlín… -insistió-. Ella… ella… Vivian… ¿podría curarme?

Hacía tiempo que me subía a la memoria la mujer que, muchos años atrás, había trastornado mi vida, pero, de repente, al escuchar ahora su nombre un océano violento de sensaciones incontrolables se desató en mi interior. Me vi así sometido a una sucesión vertiginosa de imágenes en las que aparecían sus labios y su risa, sus caricias y sus enfados, sus senos y sus manos. Cerré los ojos intentado conjurar una incontrolable sensación de mareo que había empezado a apoderarse de mí. Sólo la súplica, ahora insistente, de Artorius me obligó a salir de la protección que me brindaban mis párpados.

– Merlín… -proseguía trabajosamente-. Me… me han contado cosas tremendas de esa mujer…

Hizo una pausa y percibí que una sombra de pesar se agazapaba tras sus pupilas oscuras.

– Fue entonces cuando ordené que descubrieran lo que había sido tu…

»… vida -dijo en tono de sincera disculpa-. Debes… debes perdonarme por eso, Merlín.

– Olvídalo -respondí oprimiéndole la mano-. No tiene importancia.

– Por… por supuesto que la tiene… -insistió con una voz que salía a golpes irregulares de voz- tú… tú eres el mejor amigo que he tenido nunca…

Al escuchar aquellas palabras, sentí un nudo en la garganta. Sí, quizá ésa era la clave para entender lo que había sucedido durante todos aquellos años. Artorius y yo habíamos sido, sobre todo, amigos. Era cierto que, en ocasiones, habíamos mantenido puntos de vista distintos, que no habíamos visto las cosas de igual manera, que se había producido un doloroso distanciamiento. Sin embargo, esa amistad me había impulsado a ser siempre sincero con él, a decirle la verdad, a no ocultarle nada. Pero ahora sentía, con el corazón desgarrado, que no había servido de mucho.

– Sé que es muy poderosa, Merlín -continuó-. Por favor, te lo suplico… pídele que me cure…

¡Curarle! Vivian era capaz de adivinar quizá el futuro -¿acaso no había acertado en todo?- pero yo no creía que tuviera poder ni ciencia para sanar aquella herida por la que, instante a instante, se escapaba la vida de Artorius.

– Llévame a su isla, Merlín -musitó mientras me apretaba la mano-. A esa isla que está llena de manzanos…

Ni negué ni afirmé. ¿De qué hubiera servido?

– Cuando me cure -continuó-. Mi mujer me dará… me dará hijos… Muchos… hijos…

Cedí. No por convicción, sino por amistad. Colocamos a Artorius en un carromato y nos dirigimos todo lo deprisa que pudimos hacia la costa frente a la cual se encuentra la isla de Avalon. Le había colocado un emplasto en la herida del costado y contaba con detener algún tiempo más la hemorragia, aunque no con evitar su muerte. Tampoco me parecía seguro que Artorius alentara aún cuando llegáramos a la orilla del mar y, sin embargo, sobrevivió.

Estábamos subiéndolo a bordo de la embarcación, cuando fuimos alcanzados por un par de equites. Los había enviado Caius para comunicar a Artorius que el limes se estaba desintegrando como un pedazo de sal arrojado en el interior de un guiso.

– Tenemos que hablar con él -me insistió uno que llevaba las insignias de optio-. El asunto es de enorme urgencia. Los scoti, los picti, los angli… incluso barbari que proceden de Hibernia están asaltando las fronteras del reino y el imperator debe saberlo.

Hizo una pausa y con un gesto que me pareció digno de lástima, añadió:

– La única esperanza que nos queda es que regrese y se enfrente con los barbari. ¿Qué podemos hacer nosotros sin él?

Los despedí asegurándoles que Artorius haría todo lo que estuviera en sus manos. Bien sabía yo que eso y nada eran lo mismo porque, en esos momentos, había perdido la conciencia y su rostro se encontraba mortalmente pálido.

De manera sorprendente e inexplicable, volvió en sí cuando ya habíamos zarpado. El aspecto de Artorius era ya el de un moribundo con un pie al otro lado del umbral de la muerte, pero debo reconocer que se esforzaba por mantener una envidiable presencia de ánimo.