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– Merlín… -me dijo apretándome la mano-. Tiene… tiene que curarme… esa amiga tuya. Si lo hace… si lo hace, podré arreglar todo…

No respondí a sus palabras. Siempre me ha repugnado mentir y ni siquiera en aquellas circunstancias me veía capaz de hacerlo.

– … sé… sé que hay cosas que he hecho mal… -intentó proseguir-. Es mi… culpa mucho de lo que ha sucedido… pero si me cura… podré arreglar todo. Dios… Dios no puede abandonarme…

Guardé silencio. Demasiadas veces en mi vida había escuchado a los hombres clamando para que Dios no los abandonara o quejándose porque lo había hecho, cuando lo cierto es que eran ellos los que se habían apartado de Dios mucho tiempo atrás.

Aparté el sudor de su frente y le acerqué un sorbo de agua a los labios. En circunstancias normales, no lo hubiera hecho jamás, pero Artorius estaba a punto de morir y aquella leve sensación de frescor no podía hacerle más daño. Bebió golosamente aquellas gotas. Sí, debía de arderle la boca, la garganta, el pecho.

– Pídele a Dios perdón por mis pecados -me suplicó de repente con los ojos ya vidriosos-. Todo… todo lo hice por Britannia…

Estaba seguro de que no mentía. Era cierto que no pocas veces su actuación había distado mucho de ser la más adecuada, pero ¿quién hubiera podido dudar que amaba a Britannia, que a ella había sacrificado todo? Y, a cambio, ¿qué había recibido? Ni siquiera contaba con un hijo que pudiera llorarlo cuando muriera.

– Él lo sabe -le dije intentando que no se me quebrara la voz-. Él lo sabe y tan sólo desea perdonarte.

Artorius, un Artorius que ya no me veía, me sonrió. Fue la suya una sonrisa juvenil, casi de adolescente, que, por un instante, me trajo recuerdos de aquellos meses en que recorrimos Britannia a caballo para fortalecer las defensas contra los barbari, de aquella visita suya a mi studium ya vacío, de aquellos primeros meses en la capital donde se administraba justicia para todos… ¡Qué cercano era todo y, a la vez, qué distante!

– Dubricius… -musitó mi nombre, el real, el que no correspondía a un halcón prodigioso, el que no arrancaba de leyendas, el que me había dado mi madre o quizá un padre al que nunca había conocido, el que Vivian había pronunciado como nadie y entonces supe que Artorius había partido definitivamente al encuentro de su Creador.

Nos hallábamos apenas a doscientos cincuenta pasos de Avalon cuando cerré los párpados de Artorius y comencé a musitar una oración por su alma. En ese momento, hubiera podido dar la orden de regresar al punto de la costa del que habíamos partido. Sin embargo, no me costó mucho llegar a la conclusión de que el cadáver de Artorius tendría más garantías de ser sepultado dignamente y de librarse de una profanación en la isla de las manzanas.

Mentiría si dijera que me sorprendió ver en la playa a Vivian. Estaba de pie, con la rizada cabellera rubia cayéndole en cascada sobre unos hombros desnudos. El color púrpura de su vestido resaltaba su belleza singular, una belleza que me pareció en ese momento mayor que nunca. Era obvio que, a pesar de no haber sido advertida, a pesar de no haber recibido mensaje alguno, sabía todo y que consideraba que había llegado el momento de zanjar una historia que se había prolongado durante décadas. También yo lo veía así.

– Por fin regresas a mí, Dubricius, conocido ahora como Merlín -me dijo con aquel tono de voz tan especial nada más salté de la nave.

– Vivian -le dije-. Vengo a suplicarte que des sepultura a Artorius. Aquí nadie vendrá a buscar su cadáver.

– Lo haré con mucho gusto -me respondió con una sonrisa que apenas lograba ocultar la sensación de triunfo que la embargaba.

– Gracias, Vivian -le dije y comencé a dar órdenes para que bajaran el cuerpo del antiguo Regissimus Britanniae. Todo fue muy rápido. Al cabo de apenas unos instantes, pude contemplar cómo media docena de siervos de la domina de Avalon se adentraba en la isla llevando a hombros el cuerpo exangüe de Artorius. Apenas tardaron unos momentos en perderse de vista y en ese mismo instante me dirigí hacia la nave.

– Pero… pero ¿adónde vas? -me preguntó Vivian con la sorpresa pintada en sus pupilas.

Miré con dulzura aquellos ojos de los que había estado prendido tanto tiempo atrás, pero no respondí a su pregunta.

– No pretenderás marcharte… -indagó más que afirmó-. ¿Acaso… acaso no se ha cumplido todo lo que te dije?

Recordé aquel día en que había arrojado ante mí los inmundos huesecillos de animales que le servían para invocar a los espíritus mánticos. ¿Se habían cumplido sus anuncios? En apariencia, sí. En apariencia, todo parecía fracasado y estéril, inútil y estúpidamente desperdiciado. En apariencia, Vivian no había errado en una sola de sus predicciones. En apariencia, la única posibilidad que restaba para redimir mi existencia no exenta de amarguras y de fracasos consistía en permanecer en Avalon. Pero hasta un niño espabilado sabe que las apariencias engañan, que son ficticias, que no se corresponden con la realidad, sino que la ocultan.

Yo sabía que no era poco lo que quedaba de provecho al examinar toda mi vida y también la de Artorius. Quedaba el aprender de nuestros fracasos, quedaba lo que habíamos enseñado a las nuevas generaciones y quedaba, por encima de todo, la misericordia indescriptible de Dios que, a pesar de nuestros errores, nos permite volver a empezar. Era consciente, por supuesto, de que Roma no regresaría a Britannia de que y, sin lugar a duda alguna, proseguirían los ataques barbari, pero, a la vez, no se me ocultaba la importancia de la ley y del orden; no se me ocultaba la relevancia de la justicia que ha de regir también sobre los reyes; no se me ocultaba que ciertas renuncias son dolorosas, pero indispensables; no se me ocultaba la importancia de respetar la palabra dada; no se me ocultaba la trascendencia de transmitir el conocimiento que no sólo acumula datos sino que forja el carácter.

La alegría que había podido proporcionar a mi madre al saber que poseía un don; la satisfacción que brotó del corazón de Blastus al ver mi exaltación en el castra; la gratitud que desbordaba el corazón de Titius; el aprecio de Artorius y sí, por supuesto, el amor hacia Vivian que había cobijado durante décadas en mi corazón, proporcionaban a mi existencia un sentido mucho más profundo de lo que yo hubiera podido intuir.

– Merlín -insistió con una voz en la que descubrí una súplica más poderosa que ninguna que hubiera contemplado jamás-. No se trata tan sólo del final de Roma… Los barbari han cruzado las fronteras… No tiene sentido que continúes esa lucha. Quédate a mi lado.

Estiré la mano derecha y deslicé amorosamente las yemas de los dedos por el rostro de Vivian. ¡Qué hermosamente suave era aquella mejilla! Se hubiera dicho que el mismo Dios en persona la había cincelado. Me incliné y puse mis labios sobre los suyos y aquel breve contacto me pareció más dulce que la miel que destila del panal e infundió a mi corazón un calor más intenso que el derivado del mejor vino. Sonreía cuando aparté mi rostro del suyo.

– Adiós, Vivian -le dije-. Aún me queda mucho por hacer, pero te querré siempre.

Sé que intentó ocultar el negro pesar que la invadía, pero a través del color prodigioso de sus ojos se filtró un miedo como, quizá, nunca había sufrido.

-Erunt etiam altera bella, atque iterum ad Troiam mittetur Achilles [36]- le recité.

– Tú no eres Aquiles -me espetó conteniendo a duras penas una mezcla insoportable de dolor e indignación.

– No, no lo soy -reconocí-. Ni siquiera soy ese Merlín del que hablan. Mi nombre, como tú bien sabes, es Dubricius.

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[36] Todavía habrá otras guerras y una vez más el gran Aquiles será enviado a Troya.