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Por supuesto, los britanni debían haber protestado ante aquellos abusos y defendido su fe cristiana. No lo hicieron. Tenían temor de que se les acusara de fanáticos, de carentes de comprensión, de falta de hospitalidad, y en apenas unos años -muy pocos- vieron cómo aquellos recién llegados se apoderaban, poco a poco, de sus calles y de sus campos. A decir verdad, se trataba únicamente del principio. De hecho, Vortegirn no sólo consintió que los sajones siguieran expoliando Britannia síno que cuando su hijo Vortimer intentó enfrentarse con ellos no dudó en permitir que Ronwen, su esposa sajona, lo envenenara. Pero el apoyo que recibía de los extranjeros y las pasiones que despertaba su cónyuge en todo su ser no trajeron la paz al corazón del rey. Por el contrario, cada vez se sentía más desdichado e incluso se despertaba por las noches aullando como si fuera una fiera herida o como si un demonio cruel lo poseyera. Concibió entonces la idea de erigir una torre en la que pudiera encerrarse totalmente seguro, en la que dispusiera de protección total, en la que lograra recuperar un sosiego que había escapado de su vida desde antes de la muerte de aquel monje que se había llamado Constante y que un día había dado el equivocado paso de convertirse en Regissimus.

Como si en ello le fuera la vida, Vortegirn reunió a los artesanos más competentes, seleccionó personalmente los mejores materiales y se dispuso a emprender aquel proyecto atrevido y cargado de asustada soberbia. Sin embargo, a pesar de su empeño, el Regissimus no logró levantar la torre y entonces, por razones que nunca hubiera podido yo imaginar, pensó en mí.

Quid domini faciant, audent cum talia fures… el texto de esta Bucólica de mi apreciado Virgilio resulta difícil de contradecir. Si los subordinados cometen iniquidades, ¿qué no se atreverán a hacer sus amos? Sé que el déspota, por regla general, se excusa diciendo que no sabía nada de las tropelías cometidas por los que se hallan a sus órdenes. Quizá sea así en algún caso, pero la experiencia me dice que, por regla general, las órdenes parten de él y que los esbirros se comportan de manera intolerablemente vil porque saben que eso mismo es lo que agradará sobremanera a su superior. Cuando el jefe de un municipio es corrupto y arranca los árboles por docenas en lugar de plantarlos, cuando el soldado roba a manos llenas, cuando el juez no esclarece la realidad sino que parece complacerse en cubrirla con velos sucesivos, cuando los escribas no registran la verdad sino que urden mentiras… ah, cuando todo eso sucede, es que hay un déspota colocado en las alturas. No sólo eso. Es que además podemos temer de él las peores vilezas porque más fuerte, porque cuenta con mucho más poder que los que se someten a él y porque no impide lo que sucede ante sus ojos. Sí, cuando los «entes subordinados se comportan mal, podemos dar por seguro que el que está por encima de todos -salvo de Dios- es un ser inicuo.

IV

En otro tiempo, en el más que dudoso caso de que Vortegirn hubiera concebido la idea de levantar una torre, se hubiera limitado a convocar a los artesanos y a suplicar las oraciones de los que servían a Dios en los templos. Sin embargo, aquella época había concluido definitivamente después de que tomara a una esposa pagana. A partir de ese momento, había comenzado a llenar la corte de toda la sucia inmundicia propia de los idólatras ignorantes. No había un solo acto que llevara a cabo sin consultar a los adivinos pérfidos de los barbari infieles y no existía una sola empresa que quisiera ejecutar sin solicitar el concurso inicuo de los perversos brujos. Por supuesto, había gente que se sentía apesadumbrada por aquellas conductas, pero nadie se atrevía a decir nada. A fin de cuentas, Ronwen, la esposa del Regissimus, era la primera que impulsaba todo aquello. No era más que una, pero no hizo menos daño que todas las que tuvo Salomón, aquellas que acabaron empujándole por el camino ancho y, en ocasiones, gratificante, que lleva a la perdición.

La segunda vez que vi a los soldados del rey Vortegirn salía de la escuela. En realidad, no pasaba de ocupar una parte de la sacristía diminuta de la iglesia del apóstol Pedro, pero lo importante no es dónde se aprende sino lo que se aprende. Aquel recinto no era más que una dependencia pequeña, húmeda y luía -sí, era especialmente fría- pero no puedo dejar de recordarlo de una manera entrañable. En su medio, acodado con otros niños somnolientos y, en general, con pocos deseos de atender, aprendí a leer, a escribir, a manejarme con los primeros rudimentos del latín e incluso a realizar algunas cuentas. Sé que muchos consideran que la educación no es necesaria y que incluso si se adquiere por las obligaciones ineludibles que derivan de algunos cargos constituye una tarea molesta y difícil. Ésa no fue mi experiencia. El ir viendo cómo unos signos se juntaban adquiriendo el poder de expresar las palabras que pronunciaba a cada instante, el descubrir que esos mismos servían para indicar pesos, medidas y longitudes, el entender inesperadamente lo que se decía en las celebraciones de la iglesia constituyeron experiencias prodigiosas que, en aquel entonces, se hallaban para mí muy cerca de lo mágico. Si un mago podía trasladar una montaña de lugar, ¿acaso no podía yo colocar por escrito esa misma montaña? ¿No podía describirla, medirla, casi casi, pesarla? ¿No podía trasladarla para aquellos que nunca la habían visto? Sí. A decir verdad, podía hacerlo.

Aquel día salía por la puerta de la iglesia cuando los vi. No eran dos como la primera vez, sino seis. Cinco de ellos llevaban unos palos largos rematados en una punta de metal, que resultaban desconocidos para mí; el sexto sólo iba armado con una espada larga que colgaba del arzón de cuatro cuernos. Era la primera vez que lo veía y me llamó poderosamente la atención porque de él colgaban la cantimplora, la sartén, la alforja y varios objetos más que convertían el caballo en una verdadera bestia de carga. Sin embargo, esta vez no fue la sorpresa ni la curiosidad el sentimiento que se apoderó de todo mi ser. Fue la alarma. Me pareció obvio que venían en busca de mi madre y que, a juzgar por el despliegue de fuerzas, no habría posibilidad alguna de que escapara.

Debí lanzar contra el suelo los pobres materiales que llevaba en la mano para correr más deprisa y hallarla. No sirvió de nada. Había avanzado unas decenas de pasos tan sólo cuando sentí un ruido creciente a mi espalda y luego cómo me levantaban por el aire. Quedé así suspendido entre el cielo y la tierra, con mis piernecillas colgando y una sensación de ahogo en torno al cuello y a los hombros.

– Ten cuidado con el muchacho -pude escuchar a la vez que empezaba a patalear-. Nos interesa precisamente él y como le suceda algo podemos pasarlo muy mal.

El soldado que me sujetaba subió el brazo hasta colocarme a la altura de sus ojos.

– Escucha bien esto -dijo mientras me arrojaba su fétido aliento a través de una dentadura repleta de caries-. Todos nosotros estábamos calentitos en el castra y nos sacaron esta mañana de nuestro lugar para venir a buscarte. No sé qué ha visto de especial en ti el Regissimus porque a mí me pareces un mocoso como otro cualquiera, lo que sí puedo decirte es que si intentas escaparte no me importa lo más mínimo lo que suceda después, pero te clavaré con la lanza en el suelo como si fueras un bicho.

Debo reconocer que aquellas palabras me dejaron impresionado. No es que no hubiera recibido alguna reprimenda con anterioridad, pero aquello excedía de cualquiera de mis experiencias previas. Aquel hombre me amenazaba no con darme un azote o propinarme un cachete sino, literalmente, con quitarme la vida y, a decir verdad, no me parecía que estuviera mintiendo.