Mientras aplacaba una sed que me abrasaba la garganta, no se me ocurrió reparar en lo que aquel oficial acababa de decir sobre mi futuro inmediato.
Tam multae scelerum facies… Sí, Virgilio, al que no me encontraré en el más allá, lo dejó claramente establecido. Las facetas del crimen son muy numerosas. A primera vista, creemos que aquel pecado es un suceso aislado sin relación con nada más que la debilidad o la perversión del que lo ha perpetrado. Sin embargo, sí bien se observa, encontramos que nada se produce de manera casual o aislada. Tras el ladrón que priva de los bienes obtenidos por el trabajo a la gente honrada, nos encontramos con una familia que nunca se preocupó de investigar el origen de aquellas cosas que el niño traía a casa; tras el violador que privó de su virtud a una doncella inocente, descubrimos un padre que vertió durante años las palabras más groseras sobre la mujer; tras el infeliz que peca contra la naturaleza vemos a los compañeros que lo motejaron con un nombre horrible a lo largo de sus primeros años; tras la prostituta que vende su cuerpo con singular desparpajo, aparecen los malos consejos de una mujer que le dio cómo obtener de los hombres cualquier cosa recurriendo al comercio del propio cuerpo. Todos ellos son culpables -de eso no puede haber discusión- pero no resulta muy trabajoso descubrir las actas ocultas de su transgresión y es que hasta el tirano tocado por la genialidad no podría imponer su despotismo sin el apoyo servil de millares de miserables.
V
Un número extraordinario de ovejas amarillas y lanosas salía de la población camino del campo; de las casas, que me parecieron increíblemente numerosas, brotaban chorros de humo blanquecino hasta el punto de oscurecer el firmamento; y un campanario, sin punto de comparación con el que yo conocía en la iglesia de san Pedro, señalaba que allí el templo dedicado al único Dios verdadero tenía unas dimensiones nunca imaginadas por mí. Todo me parecía inmensamente grande, desmesurado, gigantesco. ¿Quién había podido alzar una ciudad semejante? Sin duda, sólo un rey o un mago.
– No te detengas, estúpido -me gritó con aspereza uno de los soldados arrancándome de mi estupor.
Durante un buen rato, seguimos caminando por las calles interminables de aquella pasmosa población. Me costaba creer que por ellas pudiera transitar tanta gente y, sobre todo, que no chocaran entre sí, que no se golpearan o que no se sintieran tan.asustados como yo. A decir verdad, la sensación que me daba toda aquella barahúnda era que para ellos resultaba natural, tanto que no veían nada sorprendente en aquella masa de animales, ele personas y de objetos -¡Dios santo, cuántos objetos distintos que yo nunca había visto!- que abarrotaban las innumerables callejuelas y plazas. Las mujeres me parecían ataviadas de una manera desusada, los hombres más fuertes y grandes de lo que nunca había visto y… bueno, hasta algunos clérigos con los que nos cruzamos se me antojaron situados en una situación muy superior a la del pobre presbítero que atendía la iglesia del apóstol Pedro. Y así, sin dejar de mirar hacia uno y otro lado, llegamos hasta un hombre que no era inferior en su extravío a Salomón en sus últimos años.
Ahora ha pasado mucho tiempo y no tengo duda alguna de que existe algo de diabólico en todo poder humano. La prueba está en cómo la mayoría se siente hipnotizada ante su presencia. Un hombre pequeño, feo y débil es contemplado como un varón adornado de las mayores virtudes. Las mujeres lo encuentran hermoso, los clérigos lo ven piadoso y los campesinos se inclinan ante su presencia admirable. Y lo hacen de corazón, convencidos, sin sombra de duda en sus almas. Sin embargo, no por eso deja de tener un aspecto deplorable que, si se tratara de un artesano o un labrador, sólo provocaría desprecio. ¿Puede alguien discutir que esa transformación ante los ojos humanos únicamente es capaz de realizarla el Príncipe de las tinieblas? Por supuesto, sé sobradamente que el poder resulta tan indispensable que sólo un loco lo podría negar. ¿Quién mantendría la tranquilidad en los caminos, quién castigaría a los ladrones y a los asesinos, quién protegería a las viudas y a los huérfanos si no existiera una espada dispuesta a enfrentarse con los malhechores? A buen seguro nadie podría hacerlo en el mundo en que vivimos, pero esa circunstancia no debe impulsarnos a negar lo que es obvio, lo que ve cualquiera que sea capaz de conservar un poco de sensatez, pero no nos desviemos.
Sé que se han contado muchas cosas sobre Vortegirn y que abundan las descripciones sobre él. He oído decir que sus ojos eran como los de una serpiente venenosa y que sus cabellos se parecían a las hierbas ponzoñosas que se arremolinan en el fondo de negros lagos poblados por terribles demonios. He oído decir que su aliento era semejante al del azufre inextinguible en el que se ven atormentados los réprobos y que sus manos terminaban en uñas retorcidas como las raíces de los árboles añosos. He oído decir, en fin, que su voz marchitaba las flores que pudiera haber en su cercanía y que de entre sus labios emergía una neblina capaz de matar al que estuviera cerca. Todo eso -y mucho más- lo he oído decir, pero nada es cierto. Lo sé porque yo estuve delante de Vortegirn y tuve oportunidad de hablar con él.
Era un hombre alto aunque, quizá, al ser yo todavía un niño es posible que lo recuerde con más apostura de la que tenía en realidad. Sus cabellos, dorados y con algunas canas en las sienes, parecían salir de un casco de cuero y metal que se ajustaba a su cabeza como si lo hubieran confeccionado a medida. Su rostro se prolongaba en una barba larga y blanquecina, pero en ella no había nada que no pudiera encontrarse en otros hombres. Recuerdo especialmente sus ojos porque poseían un hermoso tono azul aunque las bolsas que tenía bajo los párpados inferiores los afearan un poco. Con todo, lo que más me impresionó fue un medallón verde y opaco que le colgaba del cuello. No es que esperara que llevara una cruz u otro tipo de abalorio. Se trataba simplemente de que aquella piedra oscura parecía contar con una vida propia, como si fuera un animal dormido, pero poderoso, que gustara de reposar sobre su pecho.
– ¿Éste es el niño? -preguntó mientras me miraba, porque ¡le de decir que nada más llegar al castra, el oficial y los soldados ¡los condujeron hasta su presencia con una rapidez que me sorprendió.
– Sí, mi señor -respondió el oficial.
Un silencio espeso y marcadamente incómodo se extendió por la sala mientras Vortegirn se levantaba de su trono y daba tilos pasos hacia mí. Apenas necesitó un par de zancadas para colocarse a mi altura. Entonces acercó la mano a mi rostro y me obligó a volverlo a uno y otro lado mientras me pasaba los dedos por las orejas. Tenía las manos grandes y, sobre todo, heladas, pero no percibí nada extraño en ellas.
– Levanta los brazos -me dijo y yo dirigí una mirada hacia mi madre que me indicó con la cabeza que debía obedecer.
Palpó bajo mis axilas de manera rápida, como si estuviera más que acostumbrado a realizar ese tipo de exámenes. Luego se volvió hacia un lado e hizo una seña con el dedo índice. Fue entonces cuando los vi por primera vez. Hasta ese momento, habían estado ocultos entre las sombras espesas que llenaban casi por completo la estancia, pero ahora emergieron como si procedieran de algún lugar lejano y desconocido. Eran dos. Lo recuerdo muy bien. Uno de ellos, el más bajo, llevaba una indumentaria gris. De estatura media, sobre su cabeza se agrupaban algunos cabellos grises y ralos, que se prolongaban en una barbita del mismo color. Tenía los ojos muy claros, como acuosos, y la piel blanca, casi translúcida. El otro era más alto y llevaba la cara pulcramente afeitada. Su pelo, también grisáceo, estaba peinado de una manera peculiar. Ignoraba yo entonces que usaba los rizos presumidos y coquetos de los romanos, porque nunca antes había tenido ocasión de verlos.