– ¿Preparados? -preguntó a su familia, recogiendo sus armas y empujando las flechas utilizadas de vuelta al carcaj. Nunca dejaba ni un arma ni una flecha atrás, cuidadosa de que su fórmula no cayera en manos de los vampiros, o peor, en las de Xavier, su enemigo mortal.
Ivory extendió los brazos y la manada saltó junta, formando el largo abrigo en el aire mientras cambiaban, cubriendo su cuerpo, la capucha sobre la cabeza y la piel fluyendo y rodeándola de calor y cariño. Nunca estaba sola cuando viajaba con la manada. No importaba a dónde fuera, cuántos días o semanas viajara, ellos viajaban con ella, evitando que se volviera loca. Había aprendido a estar sola y tenía la cautela natural del lobo hacia los extraños. No tenía amigos, sólo enemigos, y estaba cómoda así.
Atravesando a zancadas la nieve, ondeó la mano y permitió que el escudo se desintegrara. La manada natural de lobos se arremolinó a su alrededor, zigzagueando entre sus piernas y olfateando su abrigo y botas, saludándola como a un miembro de la manada. El alfa marcó cada arbusto y árbol en la vecindad para cubrir las marcas de olor de Rajá. Ivory puso los ojos en blanco ante el despliegue de dominación.
– Los machos son iguales en todo el mundo, no importa la especie -dijo en voz alta y comprobó a los lobos uno por uno, asegurándose de que el vampiro no había dañado a ninguno de ellos.
– Bien. Vamos a alimentaros antes de alba. Tengo que viajar y la noche está desvaneciéndose -dijo a la manada. Agarrando el morro del alfa, lo miró a los ojos. Encuentra y conduce una presa hacia mí y la derribaré para ti. Aunque deprisa, no tengo mucho tiempo.
Aunque hablaba con su propia manada todo el tiempo y ellos la comprendían, con una manada salvaje era más fácil transmitir la orden en imágenes, en vez de palabras. Agregó una sensación de urgencia al mismo tiempo. Necesitaba empezar el viaje de vuelta a su guarida. Normalmente volaría, cada una de sus armas estaba hecha de algo natural que podía cambiar con ella, para transportar su arsenal en distancias largas. Pero primero tenía que ayudar a la manada a encontrar alimento. No quería perderlos durante el invierno, y se avecinaba otra tormenta.
La manada de lobos se fundió, una vez más desvaneciéndose en el bosque para buscar una presa. Ella se colgó del hombro la ballesta y empezó a caminar a través de la tierra virgen en dirección a su casa. Sólo haría unos pocos kilómetros antes de que la manada tirara algo en su camino, pero estaría mucho más cerca de casa… y de la seguridad.
Comprendía poco acerca del estilo de vida moderno. Había estado enterrada bajo el suelo durante tanto tiempo, el mundo era irreconocible cuando se alzó. Supo, con el tiempo, que el hijo del Príncipe, Mikhail, había reemplazado a éste como gobernante de los Cárpatos y su segundo al mando, como siempre, era un Daratrazanoff. Sabía poco más de ellos, pero incluso el mundo Cárpato había cambiado drásticamente.
Había tan pocos de su especie, la raza se acercaba a la extinción, y ¿quién sabía? Quizá fuera para mejor. Tal vez su tiempo ya había pasado. Tan pocas mujeres y niños habían nacido durante los últimos siglos que la raza estaba casi aniquilada. Ella ya no era parte de ese mundo más de lo que lo era del mundo moderno humano de hoy en día. Sabía poco de tecnología, aparte de por los libros que leía, y no tenía el concepto de cómo sería vivir en una casa o en una aldea, pueblo, o… que Dios lo prohibiera… una ciudad.
Apresuró sus pasos, y otra vez miró al cielo. Daría a la manada de lobos otros veinte minutos para jugar antes de volar. Como fuera, ella estaba tentando a la suerte. No quería ser atrapada fuera a la luz del alba. Había pasado tanto de su vida bajo la superficie que no había desarrollado resistencia al sol como habían hecho muchos de su raza, capaces de permanecer fuera en las horas tempranas de la mañana. En el momento en que el sol comenzaba a subir podía sentir su quemazón.
Por supuesto, quizás tenía algo que ver con que a su piel le llevaba mucho tiempo renovarse, arrancada de su cuerpo como había sido hasta que no quedó nada más que huesos y una masa de tejido crudo. A veces, cuando se despertaba todavía sentía las hojas atravesando huesos y órganos mientras la cortaban en pedazos pequeños y la dispersaban por la pradera, abandonada para ser comida por los lobos. Recordaba el sonido de sus risas ásperas mientras llevaban a cabo las órdenes dadas por su peor enemigo… Xavier.
El viento comenzó a ganar fuerza y oscuras nubes vagaron sobre su cabeza, anunciando la tormenta que llegaba. Buscó el abrigo de los árboles y se guareció, cerrando los ojos para buscar a la manada de lobos. Habían descubierto una cierva, delgada y consumida por el invierno, cojeando un poco por una herida en su cuerpo viejo. Persiguiéndola, la manada se había turnado, dirigiéndola hacia Ivory.
Ella susurró suavemente, pidiendo el perdón de la cierva, explicando la necesidad de alimentar a la manada mientras levantaba el arma y esperaba. Los minutos pasaron. El hielo se agrietó con un fuerte crujido perturbando el silencio. Duros alientos explotaban de sus pulmones en un rápido chorro de vaho mientras el venado se abría camino entre los árboles y corría por el suelo helado.
Detrás del gamo corría un lobo, silencioso, mortal, hambriento, moviéndose a través de la extensión de hielo sobre sus grandes patas. Rodeándolos, la manada llegó desde varios ángulos, manteniendo al gamo corriendo directamente hacia Ivory. Habían cazado de esta manera más de una vez, trayéndole la presa a ella en momentos desesperados.
Ivory esperó hasta que tuvo un disparo mortal, no queriendo que la cierva sufriera antes de liberar la flecha y derribar al animal. Antes de que el alfa pudiera acercarse al cadáver, gruñendo a los otros para que esperaran a que él estuviera lleno, ella corrió y recuperó la flecha, alejándose rápidamente, sin querer utilizar energía para controlar a una manada hambrienta cuando había un banquete ante ellos.
Aumentando la velocidad hasta correr, Ivory saltó al cielo, cambiando, los lobos se deslizaron sobre su piel hasta convertirse en feroces tatuajes mientras pasaban como un rayo entre las nubes con ella. Ella siempre sentía la alegría de viajar de esta manera, como si una carga fuera levantada de sus hombros cada vez que tomaba el aire. Arremolinadas nubes oscuras le ayudaron a aliviar la luz de su piel mientras se movía rápidamente hacia su casa. Quizá eso era lo que la hacía sentirse menos cargada… que volvía a casa, donde se sentía a salvo y segura.
Nunca había aprendido a relajarse y tranquilizarse en tierra, donde sus enemigos podían venir a por ella desde cualquier dirección. Mantenía en secreto su guarida sin dejar huellas cerca de la entrada, así nadie tenía la oportunidad de rastrearla. Su extraordinario sistema de advertencia y protección nunca sería detectado, de eso estaba segura. La entrada no estaba protegida con el hechizo acostumbrado, así que si un Cárpato o un vampiro encontraba su guarida, no sabrían si estaba ocupado o siquiera si existía. Había aprendido muchos años atrás que era en los niveles más bajos de la tierra donde sus enemigos se encontraban más cómodos y los evitaba.
A diez kilómetros de su guarida tomó la tierra, aterrizando, todavía corriendo, rozando la superficie, con los brazos extendidos para que sus lobos pudieran cazar. Todos necesitaban sangre y con los siete esparcidos, se toparían con un cazador o una cabaña. Si no, ella entraría en la aldea más cercana y traería bastante para sostener a la manada. Era muy cuidadosa de no cazar cerca de casa, no a menos que no hubiera absolutamente más remedio que hacerlo.