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– ¿Así que es así cómo recibes a alguien que, después de un largo vuelo, te trae unas reliquias egipcias de incalculable valor?

Aimée respiró profundamente.

– Sólo a las que no avisan -le dijo ella, y apoyó la escoba contra la moldura de la puerta-. ¿Te he dado la llave?

– Tu socio René tiene una copia -le dijo él-. Quizá deberías revisar tus mensajes. -Siguió acercándose a ella. Sus oscuras patillas le llegaban al mentón.

– He estado un poco liada -le explicó esta, y se dio cuenta de que todavía estaba descalza y llevaba el abrigo de piel falsa puesto.

– Huele a podrido-dijo Yves arrugando la nariz.

– A tartare de rata -dijo ella-. Alguien está intentando asustarme.

– ¿Asustarte? -le preguntó él-. Aimée, ¿qué ocurre?

Casi le cuenta lo de la explosión y lo de la rata. Pero dudó. Era peligroso para su alma. Sólo traía problemas.

Yves buscó en su mirada y le olió el aliento.

– ¿Lo bastante ocupada como para tomarte algo a la vuelta de la esquina?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Por qué no viniste a El Cairo?

– Écoute, Yves -le dijo ella cerrando el abrigo-. Hay partes de París que son como el tercer mundo para mí.

Pero no era totalmente cierto. Tenía que ver con el compromiso. Su incapacidad para comprometerse hacía imposible visitar otro continente.

– Et voilá.

Frunció la boca.

– Sólo soy otra muesca en tu estuche del pintalabios.

– Si recuerdo bien, te fuiste tú, Yves. No yo -dijo ella-. Y ahora entras en mi vida y perturbas mi concentración.

– Quizá tenga que perturbarla más.

– No he sabido de ti en años -le dijo mientras se daba friegas en las piernas en el helado pasillo-. De repente apareces. No te debo ninguna explicación.

Yves se dio la vuelta. Tenía más que decir, pero no le apetecía hablarle a su espalda.

– Al igual que tú, he estado ocupado -le explicó él, y se volvió para acercarse a ella. Olía al fresco aroma de sus toallas recién lavadas-. Las guerras civiles y los campamentos de las guerrillas del interior no me dejan mucho tiempo para la cháchara.

– ¿Para la cháchara?

Se había ocupado de una rata muerta, y encontraba una viva en su apartamento.

– No tengo excusa -reconoció él-. ¿Me perdonas?

– ¿Es eso lo único que puedes decir?

– Lo siento -dijo él.

– ¿Cuánto lo sientes?

Aimée no podía creer que hubiera dicho eso.

– Deja que te lo demuestre -le respondió él, con una tímida sonrisa-. Después de todo, tengo mucho que compensar.

Ella se pasó los dedos por el pelo. Los sacó pegajosos.

– Necesito un baño. ¿Quieres quitarme el aceite de motor de la espalda?

– Un buen lugar para empezar.

La abrazó, y le vio las manchas de sangre y los arañazos en las piernas. -Supongo que me lo vas a contar.

– Más tarde -dijo ella con una media sonrisa-. Será mejor que recuperemos el tiempo perdido primero.

Martes por la mañana

Unos golpes en la puerta y los ladridos de Miles Davis despertaron a Aimée con un sobresalto.

Estaba sola.

Había una hoja de papiro clavada en la almohada con un «Te cargué el teléfono… intenta no meterte en líos, Yves» escrito en ella.

Se había acostado con él otra vez. En ocasiones, se sorprendía a sí misma.

Los golpes se hicieron más fuertes. Se puso una camisa de ante con botones en el cuello, cogió unos pantalones negros de terciopelo del armario, se metió el móvil en el bolsillo, y se dirigió trastabillando y descalza a la puerta.

– ¿Mademoiselle Leduc? -dijo un flic lampiño y de paisano.

Sus ojos claros y su expresión flemática contrastaba con la de su compañero, mayor y más grueso, que paseaba por el frío rellano con cara amargada. Respiraba pesadamente. Los dos iban de traje (barato).

El corazón le latía con fuerza. Puede que fuera un mal sueño. Quería cerrarle la puerta en las narices, volver a la cama.

– ¿Es usted mademoiselle Leduc?

– Creo que sí, pero después del café lo sabré con seguridad -le dijo ella mientras se rascaba la cabeza-. ¿Y ustedes caballeros…?

– Sargento Martaud del vigésimo arrondissement-le explicó él-. Y, por supuesto, no nos importará acomodarla en el commissariat de police.

Se le atragantaron las palabras. La inundó una sensación de desazón. El talismán sobresalía de su mochila, que estaba a plena vista sobre la mesa de mármol con patas de garra. Aimée alargó la mano, y la metió disimuladamente debajo del abrigo azul de piel falsa que estaba encima de la silla.

El sargento se abrió la chaqueta del traje con gran efecto. En un movimiento fluido, sacó su placa de un bolsillo del chaleco, enseñó su fotografía, y la volvió a guardar. Aimée se imaginó que lo ensayaba delante del espejo antes de trabajar.

– Identificarse es importante -le dijo el sargento Martaud.

– Sargento Martaud, soy bastante maniática con el café. -Aimée esbozó una sonrisa-. Mi colega me dice que casi obsesiva, así que necesitará una orden para llevarme a Belleville sin mi café de costumbre.

Su compañero de rostro amargo le devolvió la sonrisa y agitó un papel delante de ella.

– De hecho, mademoiselle, da la casualidad de que he traído una conmigo.

Martes al mediodía

Bernard se encontraba delante de la iglesia de Notre-Dame de la Croix. Unos manifestantes que coreaban una consigna y vestían telas de dibujos chillones de Malí intentaron bloquearle el paso. Los hombres, tuaregs norteafricanos que se llamaban «los hombres azules» por sus tradicionales velos y turbantes añiles, marchaban con mujeres con chadores negros y con corpulentas monjas de hábito.

Con los brazos cruzados, Bernard esperaba a que el negociador comprobara las concesiones a los solicitantes de asilo. La noche anterior un grupo que había organizado una vigilia con velas le había impedido la entrada. Se había sentido aliviado cuando el ministro le informó de que la reunión con el líder se había pospuesto. Pero cuando el coche lo recogió esa mañana, sintió el mismo temor. Aunque peor.

Por el camino, había oído que en la radio alertaban a la ciudad sobre las repercusiones que tendría la decisión del ministro de finalmente hacer cumplir las leyes anti-inmigración del año anterior. ¿Había inclinado la balanza la reciente y abrumadora cifra de desempleo de Francia?

La tensión también crecía por todo el Mediterráneo, desde Argelia, donde una guerra civil no declarada todavía bullía después de que los militares cancelaran las elecciones de 1992. El control de los militares sobre las fuertes facciones fundamentalistas era escaso, en el mejor de los casos.

Bernard se preguntó de nuevo por qué era él y no su jefe el que estaba bajo la lluvia esperando para negociar. Bernard había dormido por primera vez en días, pero no había sido un sueño reparador, sino irregular e interrumpido. Su ojo izquierdo había comenzado a contraerse nerviosamente, un signo de fatiga extrema.

– Sabemos que Mustafa Hamid, el líder de L’Alliance de la Fédération de Libération, cedió ante la presión interna de tomar la iglesia -dijo el negociador de afilada nariz, estudiando a Bernard-. Él fue el que organizó a los sans-papiers, pero es un líder pacifista desde hace mucho tiempo.

Notre-Dame de la Croix se alzaba ante ellos, una anomalía de bóvedas de piedra y ventanas con hojas de plomo en el quartier de inmigrantes musulmanes. El aire que los rodeaba traía especias y música árabe.