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– Prioridad para futura residencia: esa será su propuesta -siguió el negociador-. Si llega tan lejos.

Bernard ya lo entendía: agita la zanahoria de futura residencia delante de los inmigrantes. Eso lo indignó. Una vez que los fanáticos aceptaran salir del país, sabía que nunca más dejarían que volvieran. Esa gente podría ser testaruda, pero no idiota.

– ¿Dónde está le ministre Guittard? -preguntó Bernard.

– Al tanto -respondió el negociador. A la luz de los coches de policía, en su pelo rapado brillaban unas diminutas gotas de lluvia-. Monsieur le ministre espera el avance en las negociaciones.

Tenía sentido. Guittard aguardaría el resultado, y entonces o saldría para llevarse todo el crédito, o se mantendría al margen si tenía lugar una confrontación sangrienta. Al haber sido durante años fonctionnaire de nivel medio, sabía cómo funcionaba el ministro.

– Le ministre Guittard espera que las negociaciones tengan éxito -dijo el hombre, como si fuera una ocurrencia de último momento-. El Comité de Naturalización necesita liderazgo.

He ahí el astuto funcionamiento de un ministro de hoy en día, pensó Bernard. Delegar los trabajos sucios, y ofrecer puestos importantes si se hacían bien. Si era un fracaso, también el fonctionnaire. El año anterior habían desterrado a uno de sus homólogos del ministerio a Costa de Marfil por un altercado similar.

Las palabras de su madre le bailaban en la cabeza cuando entró en la iglesia. «Estos… africanos, estos árabes… sólo son personas, non?… Como nosotros, Bernard.»

Martes al mediodía

Aimée golpeó los barrotes de la celda porque quería hablar con el commissaire. El flic, de uniforme azul, bajó el volumen de la radio que tenía encima de la mesa, se metió el pelo rojo debajo del quepis, y lentamente caminó hacia la celda.

– Para el carro -le dijo el flic-. Todo el mundo está ocupado ahora mismo.

– Monsieur, por favor, déjeme hablar con el commissaire.

– Está atendiendo a los inmigrantes que han tomado asilo en la iglesia -dijo él-. Demasiado liado para interesarse en atenderte en este momento.

– Han cometido un error de lo más extraño-lo interrumpió ella.

– Eres una alborotadora -dijo el flic, y se echó hacia atrás su quepis. Tenía los ojos inyectados de sangre-. Aquí nos gusta la tranquilidad. La paz. Y si no te callas, hay una celda donde la gente como tú puede meditar y reflexionar. Es nuestro alojamiento première classe sin llamadas de teléfono. -Sonrió-. Piénsalo bien, nada de privilegios.

– Mi padre fue flic-dijo ella-. Esas celdas para la meditación desaparecieron tras la gran reforma.

– ¿Te gustaría averiguarlo? -la invitó él.

Le entró ganas de denunciar a ese tirano. Los flics como él eran lo que daban una mala imagen al cuerpo; los que disfrutaban teniendo a sospechosos en prisión preventiva y haciéndolos sudar la gota gorda antes de que los acusaran. En lo que respectaba al procedimiento, ella sabía que podían tenerla retenida hasta setenta y dos horas, como a los drogadictos y a los terroristas sospechosos, con sólo la firma del fiscal. Parecía ser de los que aprovechan el código penal.

Preocupada, tamborileó los barrotes con los dedos ¿Por qué no había llegado Morbier?

– Mi padrino es commissaire del cuarto arrondissement-dijo ella-. Está de camino.

El flic la miró fijamente, sus ojos como duras piedras verdes.

– Si estás pidiendo un tratamiento especial, ya te lo he dicho, te puedo preparar la celda de meditación.

Ella se quedó callada.

El flic sonrió.

– Si cambias de opinión, dímelo. Nos gusta que nuestros clientes estén cómodos.

Volvió todo fanfarrón a su radio. Sólo había dos celdas en ese commissariat, pero actuaba como si dirigiera toda una prisión.

Aimée intentó juntar todas las piezas: la explosión, la historia de Anaïs, la escapada en ciclomotor, y la rata. Se sentó en el catre de madera que colgaba de unas cadenas de metal que había en la pared de ladrillos. En el centro, había una basta manta marrón doblada haciendo un cuadrado perfecto. Ni siquiera había un pissoir, pensó ella. Unos barrotes de acero pegajosos y manchados separados tres centímetros unos de los otros estaban atornillados en el suelo de hormigón que bajaba hacia un sumidero. Tenía los pies mojados, y le rugía el estómago. Su adolescente compañera de celda no hablaba mucho; estaba agachada en una esquina, con un mono negro y marcas de pinchazos en sus huesudos tobillos, babeando y quedándose dormida.

¿Cómo había terminado en una celda con olor a vómito y una yonqui que no podía tener más de dieciséis años?

– ¿No podías haber esperado al menos a que terminara mi partida de póquer? -gruñó Morbier, y aplastó su Gauloise con el pie-. Estoy de baja.

Hizo un gesto con su cabeza de pelo canoso al flic, quien sacó sus llaves. Este examinó la identificación de Morbier, y abrió la celda compartida de Aimée.

– ¿A qué viene tanto revuelo? -quiso saber Morbier.

El nicle entregó el sujetapapeles, y Morbier le echó un vistazo.

– Et alors? -preguntó Morbier-. Presunto robo, imágenes de videovigilancia, obstrucción al personal de la ratp, quejas de los vecinos. No la podéis retener por eso.

– El commissaire dio instrucciones de retenerla -le contestó el flic, manteniéndose firme.

Morbier le pasó el sujetapapeles a Aimée. Ella lo leyó rápidamente.

– ¡Pruebas circunstanciales! Mi tarjeta de visita y unas huellas emborronadas no van a ser suficientes para la police judiciaire-le dijo Aimée devolviéndoselo-. Y lo sabes.

El flic se puso derecho con la mirada dura.

– Las instrucciones de mi commissaire fueron específicas -le dijo.

– El informe afirma que había dos mujeres y un hombre -le recordó Aimée-. ¿Dónde están? No sólo eso, el sargento Martaud no se informó de que soy detective autorizada.

– Tu commissaire debió de haber entendido mal el informe -apuntó Morbier, echando un vistazo a su paquete vacío de Gauloises. Se encogió de hombros-. Es lo que siempre ocurre con los informes de campo: problemas de claridad.

Se le veía en la mirada que el f7icdudaba. Morbier le estaba ofreciendo una salida.

– Déjame que hable con él. -Morbier sonrió-. Tuvimos un caso el año pasado, muy confuso. Seguro que recordará mi colaboración en el Marais.

Ahí estaba, los viejos contactos, hoy por ti mañana por mí. Ahora el flic tenía que ceder o haría quedar mal a su commissaire.

– Confuso, esa era la palabra que estaba buscando -dijo él-. Un informe confuso.

– Déjamela a mí-le pidió Morbier-. Traspapélalo. La próxima vez que tu commissaire venga a mi distrito, le devolveré el favor. Tu comprends?

– Oui, monsieur le commissaire!

El flic asintió, sin mirar a Aimée.

Ella recogió sus objetos personales: una bolsa de Hermes, un hallazgo de mercadillo, su chaqueta de cuero, y sus botines mojados.

La otra pequeña celda que había al torcer el siguiente pasillo estaba llena de chicas de la calle detenidas en una redada.

– ¿Es ése tu souteneur? -le preguntó una de las chicas mientras se ajustaba el liguero y el bustier a la vista de todos-. Deja que te presente al mío. Es más joven, y mucho más guapo. El tuyo parece algo cascado, ¿eh?