– Merci. -Aimée sonrió-. Quizá la próxima vez.
Se detuvo a atarse los cordones de las botas, mientras Morbier seguía caminando.
Debajo del impermeable que llevaba sobre los hombros, se le notaba el corsé ortopédico de color carne.
– ¿Cómo está el bebé?-le preguntó a una prostituta de piel color miel que estaba en la celda de enfrente peinándose la peluca rubia.
– Merci bien, commissaire-dijo con una sonrisa-. ¡Pronto va a hacer la primera comunión! Le enviaré una invitación.
– Nom de Dieu, cómo pasa el tiempo -exclamó Morbier con nostalgia mientras caminaba con rigidez hacia el vestíbulo.
– No le había visto desde Mouna -le dijo el flic de puesta en libertad.
Aimée no oyó su respuesta.
– ¿Quién es Mouna? -le preguntó de pie al lado del mostrador.
Morbier no contestó.
Aimée se lo quedó mirando.
– ¿Qué ocurre?
– Mouna me ayudó -dijo él finalmente con un gesto de dolor, y apartó la mirada-. A partir de aquí ya puedes tú sola. Llego tarde a fisioterapia.
Por su mirada, parecía que la conocía muy bien.
– ¿Sigues siendo amigo de ella? -le preguntó.
– Mouna murió.
Se puso colorado.
Sorprendida, Aimée hizo una pausa. Nunca lo había visto reaccionar así.
– ¿Qué ocurrió, Morbier?
– Quedó atrapada en un fuego cruzado en los disturbios de 1992.
– Lo siento -dijo ella, y observó la expresión de su rostro.
– Mouna no fue la única -continuó-. Las cosas se pusieron feas.
Para que Morbier lo mencionara, debió de haber sido difícil.
El la y Morbier se quedaron en la rayada entrada de madera del commissariat du quartier, en la estrecha rue Ramponeau.
Aimée titubeó: no sabía cómo responder a esa nueva faceta de Morbier.
– Nunca has hablado de ella -le dijo con voz tímida.
– Eso no es lo único que me guardo para mí -le dijo con tono de fastidio-. Que no te vea detrás de unos barrotes otra vez. ¿Qué…? -Las palabras se le quedaron atragantadas.
– ¿… Qué diría papá? -terminó ella por él-. Diría que sacarme de aquí es responsabilidad de mi padrino.
– Leduc, aléjate de Belleville. El vigésimo arrondissement no es tu territorio -le aconsejó él-. ¿Y cómo es que te dio por conducir un ciclomotor por el metro, usarlo para robar en el cajero, y abandonarlo a la vuelta de la esquina?
Aimée le dio una patada a un adoquín suelto del bordillo. No era culpa suya que el sin techo usara la moto para robar.
– Morbier, el metro era inevitable, pero nunca robé…
– Déjalo. No quiero oírlo -le dijo él tapándose los oídos-. Los peces gordos aquí juegan sucio. Tienen sus propias reglas.
– Esto concierne a la esposa de un ministro.
– Tiens!-exclamó Morbier poniendo los ojos en blanco-. Contigo todo tiene que ver con la política. Deja que los mayores se ocupen de eso, Leduc -continuó él-. Sigue con tu ordenador. Vete a casa.
– No es tan fácil -replicó ella.
– Te debía una -dijo él-. Como no llegué a tiempo cuando hacías amigos en aquel tejado del Marais.
Se refería al caso del noviembre anterior en el que una anciana judía fue asesinada en el Marais. Morbier miró su reloj, un viejo Heublin de su graduación de la Police Nationale. Su padre lo guardaba en el cajón.
– Estamos en paz.
– Morbier, deja que te explique…
– Leduc, ya eres grande -la interrumpió él-. Quiero cobrar toda la pensión cuando me retire. Tu comprends?
Discutir con él no llevaría a ninguna parte.
– Merci, Morbier -le dijo dándole un beso en cada mejilla.
Se mezcló entre la multitud del bulevar de Belleville. En la entrada del metro, la fría lluvia primaveral mojaba sus pantalones de terciopelo negro y las gotas de agua se posaban en sus pestañas. Vaciló, de pie bajo la llovizna, mientras los trabajadores la esquivaban, como una isla mojada en un mar de paraguas.
Lo inteligente sería dejar Belleville, acompañar a Anaïs a un abogado, y poner en práctica la propuesta de trabajo de la Electricité de France. Y ella era inteligente. Tenía un negocio que atender y un socio brillante que, más que ayudar, cargaba con las responsabilidades.
Pero cada vez que cerraba los ojos veía la bola de fuego, sentía cómo los trozos de carne caían encima de ella, oía cómo la sangre chisporroteaba en una puerta de coche. Le temblaban las manos, aunque no tanto como la noche anterior. Y no podía sacarse de la cabeza la voz de Simone ni la pálida cara de horror de Anaïs.
Aimée entró en una cabina de teléfono en la avenue du Père Lachaise para ahorrar batería en su móvil. A su izquierda, el cartel de una floristería encima de unas cestas de violetas prometía arreglos funerarios de buen gusto.
– Résidence de Froissart -respondió una voz de mujer.
– Madame, por favor-dijo Aimée-. ¿Eres Vivienne?
– ¿Quién llama?
– Aimée Leduc -contestó ella-. Ayudé a madame ayer por la noche.
Una pausa. De fondo, se oía el sonido metálico de unas cacerolas. La voz sonaba diferente, no era la de Vivienne.
– ¿Cómo se siente madame?
– Madame no está disponible -respondió.
Podía entender que Anaïs no se sintiera bien, pero no iba a rendirse con tanta facilidad.
– ¿No está disponible?
– Puede dejar un mensaje.
– ¿Ha ido el doctor?
– Tendrá que hablar con le ministre sobre eso -le dijo ella.
Lo más probable era que Anaïs hubiera dormido y se hubiera recuperado. Pero el tono cauteloso la preocupó. Oyó el sonido de un timbre.
– ¿Puedo hablar con monsieur le ministre?
– No está aquí -contestó la mujer-. Pardonnez-moi, alguien está llamando a la puerta.
Antes de que Aimée pudiera pedirle que le dijera a Anaïs que la llamara, la mujer colgó. Se quedó mirando fijamente la gris rue Père Lachaise, donde la lluvia golpeaba los toldos de las tiendas. Reparó en que en una de las ventanas había un gato, que parecía seco y bien alimentado. Intentó llamar otra vez, pero la línea estaba ocupada.
Frustrada, Aimée marcó el número de Martine en Le Figaro.
– Mais Martine está en una reunión con la junta-le comunicó Roxanne, la asistente de Martine.
– Por favor, es importante -le dijo Aimée-. Tengo que hablar con ella.
– Martine te dejó un mensaje -dijo Roxanne.
– ¿Cuál?
– Lo tengo escrito -dijo Roxanne en tono de disculpa-. Siento ser tan enigmática, pero Martine me hizo repetir esto: «Comienza donde te dijo Anaïs; hay mucho más en el pot-au-feu aparte de las verduras». Dijo que lo entenderías.
¿Entender?
Aimée le dio las gracias y colgó.
No le gustaba. Nada de nada. No sabía qué hacer, después de jurar que seguiría con su trabajo corporativo y crearía su empresa de seguridad informática.
El cirujano plástico que la había reconstruido después del caso del Marais le había dicho que tuviera cuidado, que la próxima vez podría no tener tanta suerte. Los puntos se habían curado muy bien. Tenía que admitir que había hecho un buen trabajo; no se notaba. Le había ofrecido aumentarle los labios gratis. «Como las modelos alemanas», había dicho. Pero ella había nacido con labios finos, y así se iría al otro mundo.