Alguien le dijo una vez que los budistas creían que si ayudabas a una persona, te hacías responsable de ella. Pero ella no era budista. Sólo odiaba el hecho de que alguien pudiera hacer saltar por los aires a una mujer y salirse con la suya, además de poner a la madre de una niña pequeña en peligro. Y no sabía para qué ni por qué.
En la tienda contigua a la floristería, compró un paraguas y entró en el café más cercano. Fue al baño, se lavó la cara y las manos, para quitarse el olor de la celda: una mezcla de sudor, miedo y moho. Se sentía renovada después de una humeante taza de café au lait, y subió al autobús que iba al apartamento de la rue Jean Moinon.
El frío viento que azotaba la parte baja de Belleville no le resultó grato. Ni tampoco el gris del cielo.
A través de la ventana del autobús, vio la tienda con una mano de Fátima en el escaparate. Se puso de pie, la imagen de la pequeña mano de metal con las piedras y las inscripciones en árabe para espantar los malos espíritus acaparó su atención.
Era como la de Sylvie, la que le había dado a Anaïs.
Esperanzada, Aimée bajó del autobús y entró en la tienda. Quizás encontrase una respuesta acerca de la mano de Sylvie.
La abarrotada tienda estaba iluminada por unos tubos fluorescentes.
El corazón le dio un vuelco.
Cientos de manos de Fátima llenaban la pared trasera. Colgaban allí como iconos, burlándose de ella.
El dueño estaba sentado en el suelo. Comía de un plato de cuscús que compartía con otros hombres, que parecieron molestos por su aparición.
Aimée sacó la mano de su bolso.
El dueño se levantó, se limpió las manos en una toalla mojada, y se metió detrás del mostrador.
– Disculpe la interrupción, monsieur-se disculpó ella-. ¿Reconoce usted esta mano de Fátima?
El se encogió de hombros.
– Se parece a las que yo tengo -le contestó.
– Quizás esta tenga algo característico. ¿Podría echarle un vistazo?
La giro en su palma, y realizó un gesto hacia la pared.
– Son iguales.
– Quizá recuerda a la mujer que la compró… de pelo negro.
– La gente las compra mucho -le explicó él-. Las venden la mitad de las tiendas del bulevar.
Sus esperanzas de averiguar más acerca de Sylvie se habían desvanecido.
Aimée le dio las gracias, y salió a la lluvia.
Cruzó la place Sainte-Marthe, la pequeña plaza en pendiente con lúgubres edificios del siglo XVIII. El viento atravesaba susurrante los árboles en ciernes.
Un grupo de hombres se apiñaba cerca del café con contraventanas, fumando y bromeando en árabe.
Unos carteles en azul y dorado, pegados en escaparates abandonados, proclamaban: «Libertad para los sans-papiers. Uníos a la huelga de hambre de Hamid en protesta ante la política de Inmigración». Detrás de la place Sainte-Marthe descollaban las altísimas e irregulares viviendas de protección oficial de los setenta.
Recorrió el mismo trayecto que había hecho con Anaïs. El cortante viento de abril penetraba su chaqueta. No sentía las orejas. Cuando entró en la rue Moinon, se metió las manos en los bolsillos. Deseó haber cogido unos guantes.
De la explosión quedaban trozos de un parachoques de metal ahumado y un apoyabrazos de cuero carbonizado. Habían retirado casi todo del lugar donde Sylvie Coudray había saltado por los aires en una bola blanca de fuego y llamas. Lo único que seguía allí era el residuo aceitoso y ennegrecido que cubría los adoquines. Pero después de una primavera húmeda eso también desaparecería.
Un conserje de piel oscura y pelo rizado barría la entrada lateral del Hôpital St. Louis cercana al apartamento.
Su escoba de plástico, como esas que usan los barrenderos, había visto tiempos mejores. Las hojas mojadas se amontonaban, negándose a dejar los huecos que había entre los adoquines. Llevaba un jersey de cuello vuelto de lana y unos cascos, cuyos cables se perdían en el bolsillo de su chaqueta azul de trabajo. Parecía no darse cuenta de que Aimée se aproximaba a él.
Algo familiar (¿qué era?), le vino a la cabeza; después desapareció.
– Pardon, monsieur -le dijo ella alzando la voz y poniéndose en su campo de visión.
Él levantó la vista. Su prominente mandíbula iba al mismo tiempo que lo que ella pensó sería el ritmo de la música. Vio que se llamaba «Hassan Elymani», pues así aparecía bordado en rojo en su bolsillo superior.
– Monsieur Elymani, ¿me puede dedicar unos minutos?
Él se quitó los cascos, apoyó la escoba en el interior del codo, y se sacó del bolsillo una sarta de cuentas antiestrés. De un marrón desgastado, se deslizaban entre sus dedos.
– ¿Es usted una flic?-le preguntó él.
– Mi nombre es Aimée Leduc, Soy investigadora privada.
– Tiens, ya no hacen negocios allí-la interrumpió él-. Se han desperdigado. Se lo he dicho a la policía.
Se encogió de hombros.
– Como las nubes en un día de viento.
– No entiendo lo que me está queriendo decir, monsieur Elymani.
– Allí-dijo él.
Señaló más allá del centro de día, hacia el estrecho callejón que salía a la rue du Buisson St. Louis, donde había edificios que iban a ser derribados.
– Voilá. La chusma se junta en las cercanías de la rue Civiale -le dijo, como si eso lo explicara todo.
– Póngame al corriente, monsieur -le pidió ella, mientras echaba un vistazo a la calle.
La ventana de Sylvie Coudray daba, se imaginaba ella, a esos tejados salpicados de chimeneas blancas y negras. Quería saber qué vio él.
– ¿A quién se está refiriendo exactamente?
– Les drogués-le dijo mientras manoseaba las cuentas con sus dedos del color del corcho.
¿Yonquis? Ella sabía que había zonas en las que se agrupaban. Morbier, un commissaire, le había dicho que a menudo los flics dejaban que los yonquis se hicieran con una esquina. «Por eficacia», le había explicado él. «Nosotros los vigilamos, y ellos no se aventuran más lejos para buscar clientela. Las drogas de diseño van y vienen, pero siempre hay adictos que trabajan, pagan las facturas, y que se mantienen a flote.» Le había sorprendido su actitud tolerante. «Es inevitable», continuó él. «Cuando llegan a mi costa, los devuelvo al mar.»
Elymani examinó su vestimenta.
– ¿Va de incógnito?
– Se puede decir que sí -dijo ella viendo que su apariencia podía dar lugar a esa conjetura-. Estoy interesada en Sylvie Coudray -dijo señalando las ventanas del primer piso.
– No soy un hombre que se aventure a decir cosas -dijo él con los ojos entrecerrados-, pero ¿tiene esto que ver con la explosión?
La lluvia había cesado, y unos débiles rayos de sol se filtraban por los arcos del hospital de siglo XVII.
– El asesinato de Sylvie Coudray… -empezó ella.
Los ojos del bedel se entrecerraron aún más.
– ¿A quién se refiere? Dicen que mataron a Eugénie.
– ¿Eugénie?
Aimée hizo una pausa. ¿La había confundido Elymani con otra persona?
– Monsieur, ¿me la podría describir?
Delante, enfrente de ellos, se detuvo un coche.
– Mi horario de trabajo cambia con frecuencia -le explicó Elymani-. No estoy seguro de a quién se refiere.
Un hombre achaparrado que llevaba un ajustado traje cruzado salió del coche y saludó a Elymani.
Elymani se metió de nuevo las cuentas en el bolsillo, y continuó barriendo.
– Discúlpeme, pero ha llegado mi jefe, y todavía no he limpiado los vestuarios.