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– Monsieur Elymani, ¿vive ella en el número 20? -le preguntó Aimée-. Es lo único que quiero saber.

– Mire, estoy trabajando -dijo él mientras se agachaba para coger unas hojas y meterlas en una bolsa de plástico-. Necesito este trabajo.

– Monsieur Elymani, ¿quién es Eugénie? -quiso saber ella-. Por favor, estoy confusa.

Elymani negó con la cabeza.

– Va y viene mucha gente -le dijo él, y con un gesto le enseñó la puerta-. Me confundo.

De acuerdo, pensó ella. Cállate cuando te convenga. Ya seguiría más tarde. A menudo ocurría que los testigos que no hablaban, al final ayudaban.

– ¿Puedo hablar con usted después del trabajo? -le preguntó ella, y le entregó su tarjeta.

– No cuente con ello -le dijo.

– Por favor, sólo cinco minutos.

– Mire, tengo dos trabajos -masculló él, y miró al hombre que por segunda vez le hacía señas-. Y me siento afortunado de que sea así.

Aimée decidió cortar por lo sano. Se dio la vuelta, caminó hacia la entrada del 20 bis, y estudió la placa con el nombre. Por el rabillo del ojo, vio que Elymani estaba hablando con el hombre, y tiraba su tarjeta en la bolsa de la basura.

Pasó los dedos por el nombre «E. Grandet». Las preguntas le hervían en la cabeza. ¿Por qué insistiría Sylvie en quedar allí con Anaïs? ¿Había confundido Elymani a Sylvie con Eugénie?

Era una pena que el edificio no tuviera un conserje al que preguntarle. Eran una raza que en París ya estaba desapareciendo, especialmente en Belleville.

Estaba en la puerta de al lado cuando una mujer joven con un carrito salía de repente del portal. Tenía unas bolsas de red vacías enroscadas en los manillares del cochecito.

– Disculpe -le dijo Aimée-. Estoy investigando la muerte de una vecina suya. ¿La conocía?

El balbuceo del bebé se hizo más agudo, y la boca de la mujer se torció en una moue de disgusto.

– Trabajo en el turno de noche -le contestó ella mirando su reloj-. Mi marido también. No conozco ni veo a nadie.

El cielo se oscureció, y una ligera llovizna golpeó sus paraguas.

– Lo siento, tengo que llevar al bebé a la guardería, para darle un respiro a mi suegra. Hable con ella; está todo el tiempo en casa. Bellemère, una flic quiere hablar contigo.

Marcó los cuatro dígitos, la puerta hizo clic, y le indicó a Aimée con un gesto que entrara.

– La primera puerta a la derecha.

Y se fue.

En una esquina del vestíbulo, que era parecido al de la puerta de al lado, había montones de circulares y fajos de periódicos. Aimée metió su paraguas en un cubo con los demás, y subió pesadamente las escaleras. Una mujer corpulenta, que llevaba su pelo canoso recogido en una redecilla, sacudía una alfombra pequeña en el rellano. El sordo y rítmico zis zas levantaba nubes de polvo. Del interior del apartamento, Aimée oyó el tema musical de Dallas que retumbaba en la televisión.

– Bonjour, madame.

Aimée sonrió, y sacó su identificación. Sintió cómo el frío de sus botas húmedas le subía por las piernas.

– Usted no parece una flic -comentó la anciana mirándola de arriba abajo.

– Ya veo que es usted muy perspicaz, madame-le dijo Aimée mientras subía lentamente las escaleras hacia la puerta para averiguar qué se veía desde su apartamento-. Soy investigadora privada. ¿Madame…?

– Madame Visse -contestó ella, arrastrando las eses y subiendo su tono de voz-. Dios tiene unos elegidos, que le ayudan cuando hay una emergencia.

Aimée asintió. La anciana no parecía estar muy bien de la cabeza.

– ¿Puedo entrar? -preguntó.

– Edouard, mi hijo, dice que la gente va a pensar que estoy folie, que me van a encerrar -le explicó ella acompañándola al interior del apartamento-. Pero eso es problema de ellos, ¿eh? Yo sé lo que sé.

Aimée miró a su alrededor, y se fijó en la entrada con forma de caja, en la que había botas para la lluvia, un perchero abarrotado, y una caja aplastada de pañales Pampers.

Entró en la cocina. A la izquierda, una hilera de botes de especias rodeaba una cocina que era como la de un barco. Unas ollas bullían en la cocina, y el vapor empañaba la única ventana que había. El olor a romero y ajo llenaba el aire. El estómago de Aimée respondió con un rugido (sólo había comido un cruasán en todo el día). Un visillo remendado colgaba de la ventana abierta, y ondeaba al viento. A la izquierda, en una habitación oscura llena de estanterías, había juguetes esparcidos por el suelo. Había cajas de cartón apiladas por doquier.

– Mi hijo y mi nuera están casi los primeros en la lista para una casa de protección oficial -le explicó ella haciendo una mueca con su fina boca mientras fruncía el ceño-. Cuando los llamen, ya tienen todo empaquetado.

La mujer siguió cocinando y removiendo el contenido de la olla.

– Madame Visse, ¿conocía usted a la mujer que murió en el atentado con coche bomba? -le preguntó Aimée desde la puerta de la cocina. Quería ver si la ventana de madame Visse daba al patio vecino. La ventana estaba a la izquierda de la placa de la cocina, y sí daba al patio trasero del número 20.

– Edouard se va a poner contentísimo -dijo la anciana levantando la tapa de la olla. Sonrió de manera cómplice-. Yolande no sabría cocinar ni aunque le fuera la vida en ello.

¿Por qué madame Visse ignoraba su pregunta? Sufría un ligero y constante temblor en la mano izquierda. Algo de lo que Aimée no se había percatado antes.

– Huele de maravilla -dijo ella, acercándose sigilosamente a la anciana por la estrecha cocina-. ¿Estaba usted en casa cuando explotó el coche ayer por la noche? -le preguntó en un tono que esperaba sonara despreocupado.

– Estaba rezando el rosario, querida -dijo madame Visse entre suspiros.

– ¿Vio si pasaba algo en el patio la noche pasada?

– Lo único que vi fue a ese idiota al otro lado del patio adiestrando a su ninfa comme d'habitude, como hace todas las noches.

Levantó una tapa y removió una cassoulet que hervía a fuego lento. Controló su temblor.

– ¿Percibió algo fuera de lo normal en la calle? -le preguntó Aimée-. ¿Algún desconocido?

– Parece hambrienta -dijo madame, que llenó un cuenco y se lo puso delante-. Siéntese. Dígame si necesita más hierbas de Provenza. Tengo recetas que puedo compartir con usted.

– Non merci, madame -dijo Aimée declinando su invitación.

Se sentó en un taburete al lado de la estrecha mesa. Se estaba empezando a exasperar. Había sido un día largo. No se encontraba de humor para aguantar a esa mujer.

Estaba segura de que la humeante cassoulet se le derretiría en la boca. Una crujiente baguette asomaba de una panera.

– Pruebe esto -le dijo la anciana, ofreciéndole un poco de estofado.

Aimée negó con la cabeza.

– Sólo tomaré un trozo de baguette.

– Ay, es como Eugénie. Tan educada -dijo ella,

Aimée se incorporó, atenta. Primero Hassan Elymani y ahora esta anciana mencionan a Eugénie.

– También nos parecemos, ¿verdad? -dijo Aimée en lo que esperaba fuera un tono que invitara a la conversación.

Madame Visse arrugó los ojos, y examinó a Aimée desde la cocina.

– Ese no habría sido mi primer comentario. -Volvió a tapar la olla con un sonido metálico-. La cara y los ojos grandes son parecidos, pero el pelo de Eugénie era…

Hizo una pausa y cogió un bote de especias.