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Aimée recordó que el pelo de Sylvie era largo y oscuro cuando la vio de pie al lado del Mercedes.

Madame desenroscó la tapa, lo olió, y volvió a enroscarla.

– Está pasada.

– ¿Estaba describiendo el pelo de Eugénie? -Aimée dejó la pregunta en el aire.

– Rojo, bien sûr -dijo ella-. Y corto como el suyo.

Aimée agarró el mantel. Rojo. ¿Llevaba Sylvie puesta una peluca? ¿O era esta otra persona?

– Estoy confundida -confesó Aimée-. ¿Vivía Eugénie en el número 20?

– Todo el mundo se había mudado -respondió madame-. Sólo quedaba ella.

Si Sylvie vivía una doble vida, podría ser un lugar de encuentro para ella y Philippe. Sin embargo, dudaba de que esa zona de Belleville fuera de su agrado.

– ¿Por qué matarían a alguien aquí?

– Buena pregunta -dijo la anciana, y colocó de golpe la barra encima de la mesa, la atacó con un cuchillo para cortar carne, y cortó rebanadas desiguales-. No la había visto antes. Nadie la había visto.

– ¿A quién?

– A la mujer que murió. Que Dios la tenga en su gloria.

– Madame, ¡me dijo que nunca había visto a la mujer asesinada!

– No tenía por qué -dijo ella-. ¡Pero aquí la gente no conduce un Mercedes!

Lo que decía la mujer tenía mucho sentido, pensó Aimée.

Madame abrió el cajón de cubertería de plata, y sacó una cuchara de mango largo para servir. Entre la cubertería, Aimée pudo ver la inconfundible caja plateada con «Mikimoto», el nombre de la famosa tienda de perlas situada en la place Vendôme, impreso en la parte superior. Intuía que madame Visse no debía poseer perlas caras.

Entonces recordó la perla de extraña forma que había encontrado en el mugriento pasadizo. Cuando Anaïs le dijo que no era de ella, Aimée se la metió en el bolsillo, y se olvidó de esta.

– Me encantan las perlas -le confesó Aimée inclinando la cabeza hacia el cajón-. Veo que a usted también.

Madame miró la caja.

– Sólo las cajas -dijo ella limpiándose las manos en el delantal. Cogió la inconfundible caja rectangular, y la examinó-. Eugénie estaba tirando algunas. Me quedé con esta.

No tenía sentido ser dueña de unas perlas Mikimoto y vivir en Belleville, pensó Aimée, a no ser que fueras una amante adinerada.

Mikimoto estaba en la place Vendôme, cerca de la columna de bronce en espiral hecha con los cañones fundidos que Napoleón se había llevado de Austerlitz. De nuevo, le vino a la cabeza la carnicería de la explosión en la que murió su padre. Apartó esos pensamientos; revivir el pasado no la llevaría añada.

– Las perlas no son baratas, madame -dijo ella-. Eugénie tenía un gusto caro, ¿no cree?

– Guardaba las distancias -le dijo madame Visse.

Madame le indicó la puerta.

– Mi hijo llegará pronto a casa. No le gusta que tenga invitados. Dios decide, querida -dijo-. Que tenga buen día.

Al menos había averiguado que madame Visse conocía a Eugénie, lo que corroboraba el comentario de Elymani. Y además le gustaban las perlas. ¿Pero acaso Sylvie era Eugénie? Eugénie vivía en un edificio listo para la demolición, y tenía gustos caros. Eso si Elymani y madame Visse estaban diciendo la verdad.

De vuelta en la rue Jean Moinon, Aimée llamó al telefonillo de los apartamentos que quedaban. No hubo respuesta. La mayoría tenía ventanas tapiadas. Se imaginó que pronto desaparecerían, y la zona tendría el mismo aspecto que la guardería cercana: de hormigón, achaparrada y fea.

No hubo suerte cuando lo intentó varias veces en los timbres del callejón.

Aimée probó de nuevo a llamar a Anaïs para ver qué tal estaba, pero la persona que contestó al teléfono no respondió a su pregunta, y le dijo que no se podía molestar a Anaïs. ¿Por qué no había cogido Vivienne el teléfono?, se preguntó.

Desde que descubrió la caja de madame Visse, sentía que todo estaba conectado. Decidió llamar a Mikimoto.

Monsieur Roberge, el tasador de Mikimoto, se negó a responder a sus preguntas, o a dar una tasación por teléfono.

– Es una responsabilidad -dijo él con un suspiro-. Traiga la pieza a la tienda.

Aimée no quería volver a la place Vendôme ni a los recuerdos que ese lugar suponía para ella.

Sin embargo, quedó con él más tarde, recogió el coche de su socio René, y condujo por las sinuosas calles de Belleville. Aparcó al lado de Leduc Detective, en la rue du Louvre.

Los últimos modelos de pantallas de ordenador y escáneres ocupaban las paredes de su oficina art déco. Unas fotografías en color sepia de unas excavaciones en Egipto y unos mapas de África, retocados digitalmente, colgaban al lado de un póster de Faudel, una estrella nacida en Francia y de ascendencia argelina, el favorito de René; y al lado de este estaba Miles Davis, el favorito de ella, de su actuación en el Olympia.

– ¿Qué te ocurrió ayer por la noche? -le preguntó René cuando Aimée apareció de repente por la puerta.

Era un atractivo enano con unos enormes ojos verdes, pelo negro, y perilla; le gustaba que lo compararan con Toulouse-Lautrec. El dobladillo de su impermeable de Burberry, hecho a su medida, había dejado un charco en el parqué debajo del perchero que había junto a la puerta.

– Lo siento, René -se disculpó ella-. Tuve invitados.

– He perfeccionado nuestro escáner de vulnerabilidades de sistemas para la Electricité de France -le explicó él.

Se sentó en su silla ortopédica adaptada, y empezó a teclear con los ojos clavados en la pantalla que parpadeaba delante de él.

– ¿Sabes algo del contrato de prueba de la edf? -preguntó Aimée cogiendo su chaqueta de cuero del perchero.

– Le gustaste al director, le gustaste mucho -dijo él-. Tenía algunas preguntas.

Una pena que no pudiera haber discutido sus servicios con él al haber tenido que irse a toda prisa a socorrer a Anaïs.

– Pero son a los peces gordos de la oficina central a los que tenemos que persuadir -le informó René-. He quedado más tarde con el abogado de la edf.

– ¿Has comprobado el informe de datos? -le preguntó ella-. ¿Has visto algún virus?

– Por ahora el sistema de la edf parece estar limpio. Pero hay un pequeño virus circulando que no tiene muy buena pinta -dijo él-. Creo que he aislado a la madre, ¡que es peor que su retoño!

– Eres el exterminador del terminal. -Aimée sonrió-. El virus tiene los días contados.

René la observó.

– ¿Hay algo más que quieras revelarme?

– Tuve invitados ayer por la noche -dijo ella-. Uno de ellos gracias a ti. Yves.

– ¿Salió todo bien? -le preguntó René, con una sonrisa en la voz.

– Digamos que Yves me hizo olvidar al primero. Una rata. Siento no haber podido ir… Es una larga historia.

Le dio a «guardar».

– ¿Me lo quieres contar?

Ella se lo contó. Bueno, casi todo. Se dejó las manos en los bolsillos para que él no viera que estaba temblando.

René negó con la cabeza.

– No me extraña que parezca como si te hubiera arrollado un camión -le dijo él. René giró la silla hacia ella-. Tú, más que nadie, te pones nerviosa con las cosas que se incendian. ¿Quieres que te ayude?

– Merci, te lo haré saber -respondió Aimée-. Hora de cambiarse.

Se quitó las húmedas botas de gruesos tacones y las colocó al lado de la puerta. En el almacén se puso su traje de Chanel. Era negro, hecho a medida, y corto, el único clásico que tenía. El rostro de su padre se iluminaba cada vez que lo llevaba puesto. «Es perfecto para la parisina que llevas dentro», solía decir él.

– ¿Quién murió? -le preguntó René, que la miró inquisitivo cuando salió.