Del sobresalto, a Aimée casi se le cae el bolso de Hermes.
– Sólo lo llevas a los funerales -dijo René.
Dudaba de que se celebrara uno por Sylvie Coudray: no habría nada que enterrar.
– Tengo una cita con un experto en perlas -le explicó ella-. Te veo luego.
Martes por la tarde
De pie en la rue du Louvre, Aimée respiró profundamente varias veces. Se dijo que podía hacerlo, y comenzó a caminar las diez manzanas.
Era el momento.
Habían pasado cinco años desde la última vez que subió por la rue Saint-Honoré hacia la place Vendôme. Se concentró en poner un pie delante del otro, mientras planeaba qué diría. Pero, como si fuera ayer, vio la media sonrisa de su padre, oyó su suave voz que decía: «Attends, Aimée, déjame ver. No me gustaría que ocurriera nada emocionante».
Pero ocurrió.
La bomba explotó y se convirtió en una abrasadora bola de metal, que hizo que él y la furgoneta de vigilancia atravesaran la valla y se estrellaran contra la base de la columna. La onda expansiva la empujó hacia atrás con el tirador de la puerta de la furgoneta en la mano, todavía en llamas.
Los escombros llovían sobre la columna. Fragmentos de cristal, trozos quemados de goma y carne, como la explosión que mató a Sylvie.
Aimée giró la cabeza; todavía no podía mirar. A toda prisa, se dirigió a Mikimoto. Entró en un vestíbulo de techo altos y cubierto de puertas con espejo. Se alegraba de no estar fuera, de haberse alejado de los recuerdos dolorosos, y de ir con un propósito. Cuál era la conexión ente Sylvie y Eugénie era lo que esperaba averiguar en Mikimoto.
– Mademoiselle, ¿tiene cita? -le preguntó la rubia recepcionista, con el pelo perfectamente peinado, que miraba a Aimée de arriba abajo.
Aimée se alisó la falda, y sonrió.
– Con monsieur Roberge a las dos en punto -dijo ella.
– Deje que lo confirme -dijo la recepcionista, que tomó aire, dando a entender que no admitía discusión alguna y, al mismo tiempo, dejaba ver lo ocupada que estaba. Con sus brillantes uñas pintadas de color coral tecleaba y consultaba la pantalla del ordenador.
Aimée se preguntó por qué no lo miraba en una agenda. Incluso en esa parte de París, dudaba de que tantos jeques y multimillonarios se agolparan en la puerta para comprar perlas únicas.
Su idea de ir a comprar joyas era regatear en los puestos de antigüedades del mercadillo de la Porte de Vanves. Hurgó en su bolso de Hermes, y tocó la perla que había metido en la pequeña bolsa de plástico. Su superficie era desigual y fría.
– Puede subir -dijo la recepcionista.
Aimée tomó las escaleras a la oficina de Roberge, en el piso superior.
– Bonjour, mademoiselle.
Pierre Roberge se levantó, y le dio la bienvenida. Era un hombre alto, y tenía sus huesudos hombros caídos, lo cual le daba un aspecto encorvado. Aimée calculó que tendría unos sesenta y tantos años, y que llevaba un buen peluquín. Él sonrió y le indicó con un gesto que se sentara. La lujosa alfombra Aubusson amortiguaba sus pasos. Los ventanales con ribete dorado de la oficina de Roberge tenían vistas al hotel Ritz y a la estatua de color cardenillo que coronaba la columna de Vendôme.
– Gracias por atenderme, monsieur Roberge, con tan poca antelación.
Abajo, una flota de Mercedes con chófer esperaba en la discreta entrada de un banco, tanto que no tenía nombre en la fachada. Aimée se cambió de posición en la pequeña silla dorada para no mirar.
– Para ser honesto, mademoiselle Leduc, me intrigó su llamada -dijo Roberge encajando la lupa de joyero en el ojo. Ajustó la fina lámpara halógena, y se puso un par de guantes blancos.
Ella colocó la perla con forma extraña, gruesa y de aspecto tumescente, sobre la bandeja de terciopelo negro.
Roberge se echó hacia delante, y la examinó de cerca.
– Mikimoto es conocida por sus perlas cultivadas, mademoiselle-dijo él-. A diferencia de estas.
– Monsieur Roberge, me han dicho que usted es un experto en perlas. Aprecio su amabilidad-dijo ella-. Espero no haberle hecho perder el tiempo.
La cortesía le impidió decir que así era, aunque lo pensara.
El hombre giró la perla, luminiscente bajo la luz, en su mano enguantada.
Aimée estudió los cuadros enmarcados de paisajes de la Provenza que rodeaban la sala. Parecían impresionistas, menos conocidos pero originales. Se imaginó que todo lo que había en la oficina era auténtico excepto su historia.
– Les maudites-murmuró él.
Las malditas.
¿Qué quería decir con eso?
– Comment?-preguntó Aimée.
– Perdóneme -dijo él.
Se dio cuenta de que la voz de Roberge se había tornado tensa, su tono más sucinto.
– Es el término que utilizamos -le explicó Roberge-. ¿Le puedo preguntar dónde consiguió esta perla?
Molesta, Aimée se preguntó por qué le estaba haciendo preguntas. Pero sonrió, y cruzó las piernas.
– Todo a su tiempo, monsieur Roberge -le contestó ella-. Me gustaría saber su opinión. Dígame primero qué piensa.
– Para serle sincero, mademoiselle-dijo tocando la perla una vez más antes de volverla a colocar sobre el terciopelo negro-, su valor disminuyó cuando separaron la pieza de su engaste.
Aimée ocultó su sorpresa, y asintió.
– ¿Y el engaste…?
– Bueno, usted es la ladrona -le interrumpió él-, debería saberlo.
– ¡Un momento, monsieur! -exclamó ella, alarmada-. Yo no la he robado.
– Seguridad se ocupará de usted -le informó él, y cogió el teléfono.
Asustada, Aimée se levantó y puso su mano encima de la de él.
– ¿Por qué cree usted que es robada?
No respondió.
Vio que los ojos de él parpadeaban de miedo, pero Aimée no apartó la mano de la suya.
– Usted sabe a quién pertenece la perla, ¿verdad, monsieur Roberge?
– Soy un hombre mayor -dijo él. Pestañeaba tanto que la lupa cayó sobre el terciopelo-. No me amenace.
– Dígame a quién pertenece, monsieur Roberge -le instó ella sentada en el escritorio-. Y entonces quitaré la mano, y le diré quién soy en realidad.
Parecía indeciso.
Lo soltó, hurgó en su bolso, y sacó su identificación.
– Soy investigadora privada, monsieur Roberge.
El le echó un vistazo con la mandíbula en tensión. Quizá no le agradaba la tan poco favorecedora foto.
– Por lo que he descubierto hasta ahora, monsieur, mi próxima parada será el depósito de cadáveres.
– ¿Qué quiere decir?
Ella se levantó, y caminó hacia el ventanal; aunque después de dirigir la mirada hacia la place Vendôme, no tuvo el valor de contarle la verdad.
Cuando recordó la conversación con madame Visse sobre Eugénie, decidió que tenía que estar segura de la identidad de la fallecida.
– Creo que la dueña de la perla podría estar allí -dijo ella, y se volvió hacia él-. Lo que me diga puede que me ayude a eludir ese proceso. La etiqueta que cuelgue de su dedo gordo del pie probablemente pondrá Yvette, que es el nombre con el que los flics identifican a las mujeres desconocidas. A su lado habrán escrito a lápiz un número, que indicará el orden de llegada del cadáver.
– Entonces, ¿está muerta? -quiso saber él.
– Han asesinado a una mujer -le explicó ella-. Me han contratado para que encuentre a su asesino, pero su identidad no está clara. Sólo quiero saber si esta perla era de ella.
– Madame Leduc, me lo podría haber dicho antes. Sin embargo, no estamos obligados a proporcionarle información confidencial.
– Así es -dijo Aimée-. Pero le he dicho quién soy. Ahora le toca a usted.