Roberge miró por la ventana, sus ojos reflejaban tristeza.
– Tiens. Normalmente no realizo tasaciones ni encargos por dinero -dijo él-. Cuando una pieza exquisita se cruza en mi camino, me produce un verdadero placer esculpirla y labrarla para ensalzar su belleza. Con las perlas Biwa hacer resaltar su singularidad es sencillo. -Hizo una pausa-. No es difícil conseguirlo.
Su esquivez gálica empezaba a resultarle molesta.
– ¿Por qué no me dice su nombre?
Silencio. Ella seguía mirándolo fijamente.
– Yo sólo me centro en el trabajo. -Negó con la cabeza-. Soy un artesano. Cuando la pieza me habla, yo escucho.
Aimée llegó a la conclusión de que pocos clientes discutirían la sentencia de Roberge después de ese discurso, apasionado pero pronunciado con una honestidad que pocas veces había oído.
– ¿Está intentando protegerla, monsieur?-le preguntó Aimée-. Me temo que ya no le importa.
Fuera, las largas sombras proyectadas por la columna atravesaban la plaza.
– Llegó un día con un embrollo de perlas sueltas -le explicó él finalmente-. Eran cuatro, el número de la mala suerte para los japoneses. Sospechaba cuál era su origen. Pero cuando las examiné, lo supe.
– ¿Supo qué, monsieur?
También quería preguntarle por qué ese número de la mala suerte significaba algo, pero se mordió la lengua. Quizás estaba tratando de contárselo de una manera enrevesada.
– Les maudites son las últimas perlas naturales que han sacado del lago Biwa -dijo él. Dejó la lupa sobre la mesa-. Ya no hay más. Al menos que nosotros sepamos. Ahora las cultivan en unas piscifactorías cercanas. Pero no es lo mismo. Los expertos lo saben.
– ¿Por qué el término maudites?
Roberge frunció el ceño.
– Se podría decir que la suerte abandona a aquellos que las poseen. Cambia la fortuna.
Como el diamante Hope, pensó ella. Muchos creían que a los dueños les perseguía una maldición. Aimée hizo una pausa; se le ocurrió otro enfoque: ¿habían matado a Sylvie por la perla?
– ¿Me va a ayudar? -le preguntó ella.
Roberge se encogió de hombros.
Aimée se echó hacia delante, y lo miró fijamente.
– La numerología japonesa tiene sus propias reglas. -Esbozó una ligera sonrisa-. Mademoiselle, el alma humana no es una ciencia exacta como lo es la criminología.
Ella se puso de pie.
– ¿Así que está diciendo que la gente rica es supersticiosa?
– Mucho más que la mayoría -respondió él-. Y Sylvie Coudray pertenecía a esa categoría.
¡Por fin! Sin perder ni un segundo, Aimée se volvió a sentar.
– Hábleme de Sylvie.
– Nunca le pedí información sobre su cuenta bancaria -dijo él-. Ni le pregunté cuál era su profesión.
– Según mi cliente, era la profesión más antigua del mundo -dijo Aimée-. Pero supongo que eso podría decirse de una parte de su clientela.
– Mis servicios no exigen una justificación -dijo él-. Pero Sylvie amaba las cosas buenas. Especialmente las perlas. Y en contraste con su perfecta piel… -Dejó la frase en el aire.
¿Había deseado Roberge en secreto a Sylvie? ¿O habían intimado?
– Tenía buen corazón -continuó.
Una puta con un corazón de oro… ¡qué cliché!
– Vino hace varios años con un hilo de perlas negras -dijo Roberge-. Eran de la clase de perlas que he visto sólo una vez. Después de enseñarle mis credenciales, me dejó que las volviera a ensartar. Un honor.
– Mencionó a una mujer, ¿a Eugénie? ¿O quizá vino con ella?
– Siempre venía sola -dijo él-. Sylvie apreciaba la belleza de una manera excepcional. Algo que muy poca gente puede hacer. La echaré de menos.
Aimée pudo ver en sus ojos que lo haría.
– ¿Dónde consiguió unas piezas así, monsieur? De seguro que usted también se lo preguntó, non?
– Al principio sí. Pero no es asunto mío. Como ya le he dicho -afirmó-. La belleza atrae a la belleza. La esencia de la perla es la esencia de la vida: un coral otrora vivo, osificado y convertido en un grano de arena, envuelto y amado por la ostra y renacido como una perla. La transformación de un objeto irritante, Como Sylvie.
– ¿Como Sylvie? -preguntó ella.
Roberge se ponía poético cuando hablaba de perlas, pero Aimée no veía lo conexión con una amante muy bien pagada. Una amante asesinada, recordó ella.
Roberge no contestó. No le quitaba los ojos de encima a la perla, que todavía permanecía sobre el terciopelo negro; parecía absorto en sus pensamientos.
– Monsieur Roberge, no sé si entiendo lo que quiere decir -le confesó ella, con la intención de hacerle hablar.
– Las perlas son para la geología del océano lo que las gemas son para los estratos ígneos de la tierra.
– ¿Qué tiene eso que ver con Sylvie, monsieur?
– Sólo hablábamos de las perlas. Nuestras conversaciones giraban en torno a ellas -dijo él en tono melancólico.
– ¿Por qué le recuerda Sylvie a las perlas?
– Una mujer extraordinaria es así-dijo él, y se encogió de hombros-. ¿Qué más puedo decir?
Sonó el interfono que había encima de su mesa.
– Ha llegado su cita, monsieur Roberge -anunció la voz de la sucinta recepcionista.
Aimée se marchó. Dudaba de que a Sylvie la mataran por las perlas, pero la experiencia le había enseñado que no podía descartar nada. Particularmente, se preguntaba por qué había pasado en Belleville.
Cuando atravesaba la place Vendôme en el camino de vuelta, se sentía diferente. Como si estuviera buscando justicia como lo haría su padre, pero a su manera. Paso a paso, todos ellos dolorosos. Y por primera vez en mucho tiempo, recordó la risa de su padre sin llorar.
Había estado perdida en la oscuridad, sin saber qué hacer, hasta que vio el informe de la policía acerca de la explosión. Era hora de buscar respuestas. Su próxima parada sería el depósito de cadáveres.
Martes por la tarde
Youssefa tiró del chador negro que le cubría la cabeza. La larga pieza de lana era caliente y pesaba. Le resultaba irónico que, después de haberlo llevado en raras ocasiones en Orán, se lo pusiera casi todos los días en París. Pero era perfecto para pasar desapercibida. Era una pena que no pudiera disimular su cojera.
Rezaba para que Eugénie apareciera esa vez. Tenía que hacerlo. Todo despendía de eso. Una y otra vez repasó en su cabeza las instrucciones de Eugénie: encontrarse el lunes en la gruta que había en el pare des Buttes Chaumont. Pero Eugénie no había ido. El plan B era quedar en la cima del parc de Belleville a la misma hora el martes.
Si Eugénie tuviera móvil, pensó ella. Pero no confiaba en ellos. Decía que los canales cifrados no eran seguros; France Télécom sólo quería que todos creyeran que lo eran.
Youssefa tiritaba en la entrada mientras escudriñaba la rue Crespin du Gast. En Francia hacía tanto frío. ¿Cuándo iba a brillar el sol? Esperó a que pasara la anciana y su terrier de pelo recortado. Entonces recorrió la estrecha calle agarrando el paquete con fuerza.
Con la cabeza gacha, pasó al lado de los manifestantes apostados delante de la iglesia.
«El afl se manifiesta por tus derechos, mon amie», dijo un joven de rastas poniéndole un folleto en la mano. «Coge uno. Ven a nuestra vigilia.»
Corrió a toda prisa, temerosa de tocarlo. De donde ella venía, a ese tipo de manifestantes les habrían segado la vida como se hace con el trigo antes de que pase la cosechadora.