Sé discreta, habían sido las instrucciones de Eugénie. No confíes en nadie.
En la cima del parc de Belleville, el contorno de París, atenuado por la niebla, pasó desapercibo para Youssefa. Se paseó por la rue Piat, que coronaba el parque. No había señal de Eugénie. El miedo se apoderó de ella.
Tres horas más tarde, el terror se convirtió en desesperación. Llevaba sólo cinco días en París. Su único contacto, Eugénie, había desaparecido. El vínculo se había roto… ella sería la siguiente.
Martes por la tarde
Dentro de la iglesia, Bernard se detuvo debajo de unas ventanas divididas con parteluz que atrapaban y refractaban la luz verde. Los ojos de la gente brillaban con la llama de las velas derretidas. El murmullo de las conversaciones resonaba en los pilares abovedados que sostenían la nave.
Una mujer que llevaba un turbante amarillo, hecho con tela de Mali, comprobó las credenciales de Bernard en la puerta del húmedo vestíbulo. Debajo del brazo llevaba una copia manoseada de The Wretched of the Earth, de Frantz Fanon. Más allá de donde estaba ella, Bernard vio colchones colocados a lo largo de los muros de piedra góticos.
«Mustafa Hamid nos representa», dijo ella. Con el otro brazo señaló la zona de los bancos de madera donde jugaban los niños y los hombres yacían sobre los colchones. «Hablamos como uno. Como franceses, no como beurs», continuó ella, usando la palabra con la que se referían a la segunda generación de norteafricanos nacidos en Francia. Beur, literalmente «mantequilla», se utilizaba en el verlan, el lenguaje desarrollado en las casas de protección oficial de la periferia.
Ya no había remedio, pensó él. El ministro tenía un avión esperando a estos inmigrantes de ascendencia argelina y africana, y sin papeles.
Debajo de la nave, las irregulares baldosas de mosaico estaban cubiertas de pisadas de barro. Los cuadros de santos con marco de cristal reflejaban las crepitantes velas votivas y los quemadores de gas azules con enormes ollas que hervían a fuego lento. El aroma de la cera derretida y el sudor de tantos cuerpos flotaban sobre los bancos.
Consternado, Bernard se dio cuenta de que la iglesia se había convertido por necesidad en una guardería y en un camping para los huelguistas. Si la prensa francesa describía esa escena, la causa tendría consecuencias negativas para esa gente. Incluso como católico no practicante, sabía que la santidad de la Iglesia tocaba la fibra sensible de los cristianos, católicos disidentes la mayoría de ellos. Y el verdadero objetivo de los huelguistas se tambalearía.
Sintió que alguien tiraba con insistencia de la pernera de su pantalón, y miró hacia abajo. Un niño pequeño con ojos saltones y mocos en la nariz, que no le llegaba ni a la rodilla, intentaba ponerse derecho. Llevaba el pañal suelto, y su pequeño pecho respiraba con dificultad debajo de su cortísima camiseta. Estaba manchada de comida, y no abrigaba mucho en esa húmeda iglesia, pensó Bernard, que sintió cómo salía frío de la piedra. El pequeño lo soltó, dio unos pasos tambaleantes, y entonces se cayó sentado con una sonrisa de sorpresa en el rostro.
– Son los primeros pasos de Akim, monsieur -le explicó una mujer vestida con un chador.
Al menos él creía que esas palabras brotaban de detrás de la máscara negra. Se giró y vio a una mujer joven de ojos oscuros, que llevaba un pañuelo en la cabeza, y se dirigía a él.
– Hablo por su madre, que no puede dirigirse a usted si su marido no está presente -dijo ella agachándose y ayudando a Akim.
Akim sonrió, y señaló a Bernard.
Una salva de palabras en árabe salió de repente de detrás del chador. La mujer joven asintió.
– Su madre pregunta, monsieur, si por favor la podría ayudar. Akim nació en París, pero su padre y ella no. Son refugiados políticos de un régimen opresivo.
La mujer habló de nuevo, y la joven se inclinó hacia delante para escuchar.
– Si los obligan a volver, acabarán en la cárcel y Akim en un orfanato. El niño -se atascaba con el francés-, ¿cómo se dice?… un coeur fragile, un corazón frágil.
Bernard deseó poder volver por donde había venido, fingir que nunca había oído esa historia, y sentirse a salvo detrás de su mesa de despacho estilo regencia que daba al Elíseo. Pero no podía. Se quedó clavado en el sitio.
Akim se acercó a gatas a la pierna de Bernard, y comenzó de nuevo el laborioso proceso de ponerse en pie.
– Monsieur, a Amnistía Internacional no le permiten visitar las cárceles de su país -le explicó ella alzando la vista; sus pupilas reflejaban la parpadeante luz de las velas votivas-. Su madre le ruega que los ayuden. Akim es el único hijo que ha sobrevivido a la primera infancia.
Bernard no podía evitar a Akim, que estaba aferrado a sus perneras. Quizá podría ayudar, pensó él, a buscarle un hogar infantil decente con instalaciones médicas. Y fue entonces cuando vio que, detrás de la madre, se había formado una hilera, que ocupaba todo el largo de la iglesia desde la nave.
– ¿Qué es esto? -preguntó él.
– Todos ellos quieren contar su historia -dijo la joven-. La familia de Akim es… comment?-Buscaba las palabras-. ¿Cómo se dice? ¿La punta del iceberg?
Bernard quería decirle que de todas formas no importaba. Todo el mundo tenía que marcharse. Deseó estar hecho de la piedra que había bajo sus pies.
– Mademoiselle, represento al Ministerio del Interior. Yo no soy el que hace los decretos; estoy aquí para hablar con Mustafa Hamid-le explicó él, intentando decirlo en tono sincero-. Tenemos mucho que discutir.
Oyó el quejido del pequeño Akim cuando le indicaron dónde estaba Hamid. De repente, Bernard se vio transportado a su infancia: cuando con dificultad, y hundido hasta la rodilla, caminaba por las vigas carbonizadas del souk, y el viento le soplaba arena en la cara, y olía a carne quemada. Con los pies pesados y cansados, el barco que a lo lejos esperaba en el puerto, el color acero del cielo, y el viento que silbaba a través del alambre de espino.
– Bonjour, directeur Berge -dijo Walid, un hombre de barba, que lo sacó de sus pensamientos-. Venga por aquí. Mustafa Hamid desea presentar unas reivindicaciones al ministerio. Razonables y justas.
– Estoy aquí para abrir las negociaciones -dijo Bernard.
– Cumpla nuestras condiciones -dijo él-. Estoy seguro de que nos ahorraremos el tiempo, el estrés, y el poder policial.
Martes por la tarde
– Ningún fiambre desde el sábado -le dijo el encargado del depósito a Aimée, reprimiendo un bostezo.
– ¿Está seguro? -le preguntó ella-. ¿Le importaría comprobarlo de nuevo?
La miró de arriba abajo, deteniéndose en sus largas piernas, y entonces recorrió con su rollizo dedo el libro de registros.
– Inténtelo en el laboratorio. A veces van más lentos con las Yvettes si nos hemos encontrado con una md.
– ¿Qué quiere decir eso?
Parecía como si él estuviera esperando a que ella le preguntara.
– Muerte destacada.
Cuando llegó al laboratorio de la policía, se encontró con las puertas talladas cerradas con candado, y un pequeño cartel que decía que las instalaciones habían sido trasladadas por reconversión. Eso significaba que tendría que caminar más.