Últimamente había engordado más de un kilo, y su traje de Chanel notaba la diferencia. Le apretaba la cinturilla, y deseó haberse puesto unos vaqueros y unas zapatillas de deporte tipo bota. También deseó tener un cigarrillo. De camino, comprobó su buzón de voz, pero no había ningún mensaje de Yves.
Una hora después, estaba de nuevo en Belleville: habían ubicado temporalmente el laboratorio al lado de la Bastilla, donde desembocaban los quartiers. Se dio cuenta de que el edificio era el antiguo lycée de su primo Sébastien, diez o más años atrás. De la época medieval y provisto de torreones, el muro circundante se desmoronaba en algunas zonas, dejando la piedra a la vista. Solía encontrarse allí con él después de clase, cuando iban a esgrima juntos.
Había algo atractivo, pensó ella, en la tranquila atmósfera de abandono. Dentro del patio colgaban carteles despegados de tutorías del colegio. Detrás de un cristal cubierto de telarañas estaban los menús semanales del almuerzo. Aimée siempre había preferido comer en casa, al igual que sus amigas, para poder estar así con su abuelo. Pero desde que murió su abuela, él había cogido la costumbre de comer fuera. Todos los días. También se había echado una novia más joven, quien lo alimentaba, se imaginaba Aimée.
En la vacía ventana con malla de la garita del conserje, había un letrero escrito a mano que le indicaba que llamara al timbre. Apretó el botón. El estridente rin rin rebotó en la piedra. Había unas macetas de geranios rojos en germinación apoyadas contra el oxidado estacionamiento para bicicletas.
Nadie. Sólo silencio, roto únicamente por el lejano pitido de un camión que estaba dando marcha atrás. De repente, el chorro de agua de las bouches d'égouts la sobresaltó. Los égoutiers, los alcantarilleros habían desviado el caudal.
Entonces apareció la sombra de un rostro detrás de la ventana. No supo decir si era hombre o mujer.
– Oui?
– ¿Ha sido transferido aquí el personal de criminología? -preguntó Aimée.
– Depende -contestó la persona- de la sección que sea.
– Tiens, estoy buscando a Serge Léaud, el experto en luminol.
– Ajá -dijo la persona, mientras entraba en calor-. El nombre me resulta familiar. Deje que lo busque.
Se encendió la luz de la garita. Dentro había una flic con uniforme azul, con «Police Nationale» cosido en la solapa. En la comisura de la boca asomaba el palo de un chupa-chups.
– Sabe que la mitad del laboratorio se ha trasladado a Bercy -le informó la flic-. Pregúnteme por qué, y le diré que no lo sé. Nadie lo sabe.
Aimée se imaginó que era el embrollo burocrático de siempre entre secciones. Oyó el crujido del papel al pasar las páginas.
– ¿Por qué han traído la otra mitad aquí? -preguntó ella.
– Hoy en día -le respondió la otra, que se había vuelto muy habladora-, gran parte del trabajo es por contrato. Aquí operan varios laboratorios, así que es más fácil mover los fiambres de piso en piso que a través del Sena.
– Interesante -dijo Aimée, deseando que fuera al grano.
Un gato con manchas grises se movía sigiloso detrás de los geranios.
– Según la nueva renseignement, Léaud tiene oficinas en los dos edificios.
Aimée refunfuñó. Había contado con que Serge le enseñara el informe de la explosión de Sylvie. De manera informal, sin jaleo, sin papeleo. Le debía mucho del caso del Marais, donde, gracias a ella, él ascendió varios peldaños en su carrera criminológica.
– ¿Entonces trabaja hoy? -le preguntó ella.
– Está de suerte, está aquí, y allí-la flic se rió con la boca abierta. Tenía la lengua azul-. Y cómo no, también ha programado a la misma hora una investigación en el quai des Orfévres… ¡la Brigada Criminal la fastidia de nuevo!
– Lo buscaré más tarde -dijo ella, exasperada-. Parece que estáis hasta arriba, y la Yvette que estoy buscando…
– Tiene autorización, supongo.
El tono de voz de la flic cambió, se volvió más formal. Se quitó el chupa-chups de la boca.
Aimée tenía que pensar deprisa.
– Me ha autorizado el commissaire Morbier-le dijo ella-. Compruebe el informe sobre la Yvette, víctima de un coche bomba en el 20 bis de la rue Jean Moinon en Belleville.
– Estaría bien -le respondió, y cogió un lápiz y se rascó el cuello con la goma-, pero no lo tengo.
Por supuesto que no. Estaría en la mesa de autopsias o en la oficina del juez de instrucción.
– ¿Quién lo tiene?
– La admisión es lenta -dijo la flic-. La md les llevó todo su tiempo.
– Mire, estoy trabajando en otras investigaciones.
– Enséñeme la autorización, y lo comprobaré.
– Como le he dicho, la autorización va con el informe -replicó Aimée, que intentaba mantener con dificultad la calma.
– Aquí dice que el commissaire Morbier está de baja por invalidez.
– Era de esperar, como diría usted, ¿no? -Aimée sonrió-. Como el paradero de Serge Léaud.
Jugar limpio no había funcionado con ella. Metió la mano en su bolso de Hermes, y buscó el alias que se reservaba para ocasiones especiales.
– Marie-Pierre Lamarck -dijo ella enseñando la identificación que había hecho con el antiguo carné de su padre-. Asuntos Internos.
Marie-Pierre, según las investigaciones informáticas que había llevado a cabo Aimée, había vuelto de baja por maternidad y trabajaba a tiempo muy partido.
La flic estudió la identificación, buscó el nombre, y miró a Aimée.
– Eh, me lo podía haber dicho antes -dijo ella marcando los números en el teléfono.
¿Y aguar la fiesta?, estuvo a punto de añadir Aimée.
– No contesta nadie en la oficina de Léaud.
Después de llegar hasta ahí, y pasar por toda esa farsa, no se iba a rendir ahora.
– Está bien -dijo Aimée-. Dejaré unas cosas para él en su oficina. ¿En qué piso está?
– En el tercero -contestó-. Vaya por las escaleras. El ascensor no funciona.
La puerta de la oficina de Serge, al lado del ascensor tipo jaula, debajo de «Département de Philosophie» estarcida sobre el cristal estaba «Criminologue» pegado con cinta adhesiva. Aimée se arrebujó su chaqueta de cuero mientras esperaba en el helado y húmedo pasillo. Se preguntó por qué la mayoría de las instituciones de enseñanza retenían tan bien el frío.
– Serge podría estar en cualquier lugar -dijo la joven con expresión de agobio, levantando la vista de su microscopio dentro de la sala iluminada por amplias claraboyas. Consultó el horario que tenía en su bata-. Lo tienen corriendo de laboratorio en laboratorio. -Se llevó las manos a la cabeza-. ¡Todo este servicio englobado!
– Lo lamento, pero es importante que hable con él -le dijo Aimée, asintiendo con la cabeza en actitud comprensiva.
– No damos abasto, y Serge tiene que estar en dos sitios a la vez. El trabajo se paraliza cuando eso ocurre.
– Estoy buscando el informe de la víctima del coche bomba -le explicó Aimée.
– Ah, sí, llegaron partes de una Yvette sin reclamar -dijo la ajetreada mujer-. Sólo algunos pedazos, ya me entiende.
Aimée esperaba que la mujer no hubiera notado su estremecimiento.
– Pruebe en el sótano. El olor a formol es inconfundible-dijo la joven, y volvió a mirar por el microscopio-. Si ve a Serge, dígale que tiene una cita a las cuatro con el médecin légiste con relación a los resultados de la autopsia de la md.