Cuando tomó las escaleras que crujían hasta el sótano, se dio cuenta de que sería mejor que ella misma fuera a buscar al médecin légiste.
Abajo, en el frío subterráneo, oyó a un grupo de estudiantes de medicina que en el pasillo charlaban en el argot del humor negro. Los siguió, y vio que estaban realizando una autopsia. Dentro de la sala de azulejos grises, el fuerte desinfectante de pino competía con el tufo a formol. La humedad se mezclaba con el olor que recordaba de cuando tuvo que identificar los restos carbonizados de su padre.
El médecin légiste, que estaba parcialmente calvo, levantó la vista. En sus manos enguantadas sostenía un órgano de color amarillo oscuro, enorme y brillante. Debajo, encima de la artesa de esmalte yacía el pálido cadáver, con la cavidad pectoral abierta, y la piel y los músculos seccionados y separados.
– Hígado hipertrófico y adiposo. Observad su apariencia grasa y pastosa -explicaba él, en un tono de voz claro que resonaba en la sala, a los estudiantes de bata blanca que lo rodeaban-. Vivió la buena vida.
Rieron su comentario por lo bajo.
– En más de un sentido -añadió uno de los estudiantes.
El médecin légiste reparó en la presencia de Aimée, y la saludó con la cabeza.
– Bonjour. Marie-Pierre Lamarck -se presentó ella mostrando su identificación.
– El papeleo no está listo -dijo él-. Este procedimiento me llevará otra hora.
Suponía que ella estaba allí por el cadáver.
– Pas de probléme, pero voy a llevarme el informe de la Yvette que trajeron ayer por la noche.
– Aquí se nos acumula el trabajo -dijo él-. Ese informe será enviado en breve.
– Pero la… -dijo Aimée.
– Escalpelo -la interrumpió él.
Uno de los estudiantes le pasó el bisturí de diamante.
Aimée se percató de que las arterias del cuello estaban bien conservadas para un mejor embalsamamiento. Habían tenido cuidado en ocultar la incisión del escalpelo en su ralo pelo.
Un trabajo muy concienzudo, pensó ella. Más propio, por respeto a los afligidos familiares, de una funeraria privada que de una morgue. O quizás estaba siendo demasiado dura con los depósitos de cadáveres.
Aimée se fijó en la expresión del rostro del cuerpo. Una sonrisa torcida. Se preguntó cuál sería el motivo.
– Muchos de nosotros soñamos con irnos así -le dijo él al ver su mirada-. A este diputado le dio un ataque al corazón en los brazos de su amante. Digamos que fue en el calor de la pasión. Que sea o no un escándalo, a él ya no le importa.
Un coitus interruptus en toda regla, pensó ella.
– La mujer se llevó un susto de muerte -añadió un estudiante, con una sonrisa de oreja a oreja-. Un paramédico tuvo que desengancharlos.
A Aimée no le apetecía saber los detalles.
– ¿Hacen un trabajo tan bueno con las Yvettes? -preguntó ella.
Al segundo de haber pronunciado esas palabras, deseó no haberlo hecho. Avergonzada, bajó la vista. René con frecuencia le remarcaba lo mucho que obstaculizaban sus reacciones.
Por lo visto, no cayeron en la cuenta porque el médecin légiste ignoró su comentario. El sonido metálico y el raspar de los instrumentos de acero inoxidable resonaban en las paredes de azulejos. Aimée cambiaba el peso de su cuerpo, incómoda con sus botas de tacón húmedas. El tufo a formol, la aglomeración de estudiantes de medicina, y la disección de las entrañas del cadáver le producían claustrofobia. Deseó que se diera prisa.
– ¿Y el informe? -preguntó ella.
– No he terminado -dijo su interlocutor, ignorando con un ademán su pregunta-.Tendrá un funeral de Estado con el ataúd abierto -dijo en un tono de voz práctico-. Y la familia digamos que lo quiere digno. -Inspeccionó con el bisturí un órgano de superficie lisa y de un castaño rojizo, y se sorbió la nariz-. Que un residente me pese este bazo.
Una mujer corpulenta, que llevaba la coleta metida en una redecilla, se ofreció como voluntaria.
– Léuad está revisando los inusuales resultados -le dijo él-. Et voilá, entonces el informe será suyo.
– Los inusuales resultados, doctor… ¿me lo puede explicar? -le pidió Aimée.
La cadena de la báscula chirrió con el peso del bazo cuando la estudiante lo colocó encima. Aimée se arrebujó la chaqueta para protegerse del frío glacial de la sala.
– Encontramos rastros de plastique Duplo -le respondió el hombre-. Estaban incrustados en parte de una pierna.
– ¿Plastique Duplo?
– Duplo es el primo inglés del checo Semtex, que es más barato -respondió él-. Tendrá que esperar a ver el informe.
Perpleja, salió al pasillo.
Afuera, al lado del hueco de la escalera, se tropezó con una figura que bajaba.
– Merde!-murmuró esta, tirando el cigarrillo con un movimiento rápido.
– Eres un criminólogo difícil de encontrar -dijo ella mirando fijamente el rostro con barba de Serge Léaud.
– Y quiero que siga siendo así, Aimée -dijo con una media sonrisa-. Estoy haciendo dos trabajos, y sustituyendo a alguien que está de baja.
– Y hace que te sientas realizado. -Sonrió, y miró hacia abajo-. ¿Fumando en el laboratorio?
– Desde que publiqué el artículo sobre el luminol y aquella muestra de sangre de cincuenta años de antigüedad, no he tenido un respiro -dijo él. Todo su rostro, rosado y brillante, lo enmarcaba la barba que comenzaba en su pelo rizado-. He vuelto a fumar. Tiens, mi esposa no deja que me acerque a los gemelos cuando huelo a tabaco.
– A veces los dioses nos castigan dándonos lo que queremos, como decía Oscar Wilde -dijo Aimée-. En tu caso, apareciendo en los boletines policiales de todo el mundo.
– ¿Por qué me da la sensación de que me andas buscando?
– Porque así es -dijo ella tirándole de la manga y llevándolo a una estrechísima ventana del sótano-. Como un mal centime que tiras y que vuelve a ti una y otra vez. Háblame del plastique Duplo.
Sonó el busca de Serge.
– Llego tarde -le dijo leyendo el mensaje-. ¿Para qué lo quieres saber?
– La víctima saltó por los aires delante de mí-le explicó ella-. Me han contratado para averiguar quién lo hizo.
– No lo sabía -dijo él negando con la cabeza-. Sabes que no te puedo contar nada.
– No digas nada -le sugirió ella-. Simplemente dame el informe cuando lo hayas terminado.
– He de presentarme en el quai des Orfèvres -dijo con los ojos en blanco-. Tengo otra investigación en una hora, y le he prometido a mi suegra que iría a recoger a su perro a la peluquería.
– Creo que encontraremos una solución -dijo ella cogiéndolo del brazo-. ¿Cuál es la dirección de tu suegra?
Martes a última hora de la tarde
Bernard estudió a Mustafa Hamid. Observó sus enormes ojos negros, su tez cetrina y la saliva seca que salpicaba su barba. Se percató de sus mejillas hundidas y sus esqueléticos brazos.
El frío y la humedad pedían a gritos el abrigo forrado de invierno de Bernard, no la fina chaqueta de traje que llevaba. Le asombró que Hamid sólo vistiera una simple camisa blanca de algodón hasta las rodillas y unas calzas fruncidas. También llevaba una chéchia, un gorro blanco de ganchillo, y un chal de oración sobre los hombros.