– Sólo estás intentando gustarle -le dijo ella.
– Comprueba lo del Duplo -le dijo René. Le echó un vistazo al fax-. Interesante explosivo.
Ella también se lo había preguntado.
– ¿Por qué usar Duplo? -preguntó Aimée.
– ¿En vez del explosivo del bloque del Este, que es más fácil de conseguir? ¿El Semtex? Buena pregunta -contestó René-. Dicen que es el que les gusta a los fundamentalistas.
Aimée abrió los ojos de par en par, sorprendida por lo que sabía René.
– ¿Ya han culpado los flics a los fundamentalistas? -quiso saber ella-. Es el procedimiento habitual.
Cada vez que había un atentado, todos los medios de comunicación al mismo tiempo se referían a él como un incidente árabe. El racismo inherente la daba asco.
Se acercó a la ventana ovalada que daba a la rue du Louvre, y dedicar así un tiempo para reflexionar. La verdad podía estar en algún lugar entre lo uno y lo otro. Si los fundamentalistas querían matar a Anaïs, la esposa de un ministro, habían hecho una chapuza. ¿Pero por qué? No habían identificado a la víctima, no habían mencionado el nombre de Anaïs, y ningún grupo había reivindicado el atentado.
– Digamos que o los fundamentalistas no quieren que se les vincule con esto -dijo ella-, o no han sido ellos.
– La vida es un cúmulo de posibilidades -dijo René-. Pero diría lo último. Los mañosos y los criminales usan material comercial como Duplo.
– Mira esto -dijo Aimée señalando el último párrafo del informe-. Se encontraron rastros de una placa base que indican que era de fabricación suiza: un interruptor electrónico hecho en Berna. Iban en serio.
– Las horas no cuadran, Aimée -señaló René, ladeando la cabeza-. Dejaste el café de Gaston alrededor de las siete y cuarto, y te dio tiempo a llegar allí a pie, intentar que te abrieran la puerta, subir la calle, y volver al 20 bis. -Hizo una pausa y señaló el informe-. Según esto, la explosión ocurrió a las ocho en punto. Los primeros en llegar a la escena fueron los pompiers, después el samu a las ocho y veinte, y a continuación la brigada antibombas, que apareció a las ocho y treinta y cinco. Esta brigada llevó a cabo el proceso de documentación y recuperación; los análisis químicos comenzaron dos horas después.
– Attends, René -le pidió Aimée, que cogió un rotulador negro, pegó a la pared con cinta adhesiva una hoja de papel continuo, apuntó «7.15», y trazó una gruesa flecha.
– Sigue -dijo ella.
– ¿No me dijiste que cuando llegaron los flics saltaste como un conejo por encima de una tapia? -le preguntó René.
El ruidoso y agitado embate de un león marino sería una descripción más adecuada. Pero se la guardó para ella.
– Bueno, oí sirenas y que gritaban: «¡Abran la puerta!».
Dejó de escribir, y se quedó con el rotulador en el aire. Cuando ella y Anaïs entraban en la rue Sainte-Marthe, recordó haber visto a la furgoneta del samu, y pensar lo rápido que habían llamado a la ambulancia. Serían las ocho y diez como mucho.
– Según este informe -dijo René-, un inquilino llamado Jules Denet, que vive a una calle de allí, dijo que después de la explosión oyó ruidos sospechosos en el patio.
René golpeó el papel con sus dedos rechonchos.
Volvió a la furgoneta del samu, y asintió.
– Entonces había dos furgonetas -dijo ella-. La otra llegó a las ocho y veinte.
– Es bastante coincidencia que respondiera otra furgoneta y que no lo recogieran en el informe, o que no se comunicara con la otra. Así que si no eran ni la ambulancia ni los flics… ¿quiénes eran? -preguntó René.
Aimée clavó el fax junto a la cronología. Se lo quedó mirando. No sólo no cuadraban las horas, sino que había algo que no tenía sentido. Retrocedió, y abrió la ventana ovalada, por donde entró la tenue luz y el humo de los coches de la rue du Louvre. Caminó hacia la puerta, encendió la luz de la oficina, y volvió a su mesa.
– Sigue una lógica, René -dijo ella-. Digamos que quienquiera que puso la bomba se quedó cerca para activarla, o para asegurarse de que explotaba.
Recuerdo haber oído música árabe justo antes de la explosión. Quizá planeaban hacer saltar por los aire también a Anaïs… ¿estás de acuerdo?
– Sigue -le dijo él.
– Y si usaron la furgoneta del samu como una tapadera, quizá la aparcaron cerca para accionar la bomba -continuó ella-. O querían lo que Sylvie le dio a Anaïs, y contaban con atraparla.
– Pero tú irrumpiste en la escena -la interrumpió René con emoción.
– Exactamente -asintió ella.
Cerró la ventana y miró a René.
– Creo que lo que oyó el vecino fue a Anaïs y a mí. Me pregunto si vería algo más.
René asintió.
– Será mejor que lo averigüe.
Miércoles
Al alba, por orden de la prefectura de París, la policía uniformada barrió Notre-Dame de la Croix. Llevaron a Mustafa Hamid y a los otros nueve huelguistas a las furgonetas del samu, y de allí a hospitales cercanos.
La prefectura emitió un comunicado en el que decía que la redada había sido ordenada por motivos humanitarios, después de haber oído de boca de los doctores que los atendían en la iglesia que el estado de salud de los huelguistas era alarmante. Sin embargo, el director de los servicios de emergencia de París dijo que los huelguistas habían estado tomando té y agua con azúcar y vitaminas.
«No nos consultaron su evacuación», dijo un médico que prefería permanecer en el anonimato. «El bajo nivel de acetona en la orina no se considera un peligro para su vida, sino una característica del equilibrio ácido del cuerpo en esa fase.»
Por la tarde, todavía nadie había abandonado la iglesia. Siete de los huelguistas salieron por su propio pie del hospital, y volvieron a la iglesia para aplaudir a los otros que habían jurado sustituirlos en la huelga de hambre. Mustafa Hamid estaba entre ellos.
Miércoles por la mañana
Aimée se detuvo en la entrada del 34 de la rue Sainte-Marthe. La palabra «Krok», escrita en los colores del arco iris, ocupaba todo el ancho de la puerta. Abrió un hombre de mediana edad, que llevaba una camiseta interior y una cacatúa ninfa, blanca como la nieve, posada en el hombro. La barriga del hombre sobresalía por encima de su apretado pantalón, y parecía algo incómodo.
– Eh, lamento el ruido -se disculpó él rápidamente-. Intentaré que se calme. Está un poco nerviosa, eso es todo.
– ¿Monsieur Jules Denet? -preguntó Aimée.
Evitó sonar decepcionada. Denet parecía el tipo de persona que era dada a recluirse. Qué mal. Su presencia complicaría las cosas. Tenía que entrar en el apartamento de Eugénie, que estaba detrás de su patio trasero.
– Oui -contestó él, y se dispuso a cerrar la puerta-. Como ya le he dicho, intentaré que no haga ruido.
– Monsieur Denet, me ha malinterpretado -le dijo ella mostrándole su identificación-. Soy detective privado. Me iré cuando me conteste a unas preguntas relacionadas con el incidente del que ha informado.
– Creí que era de la asociación de inquilinos -dijo él-. No hay nada más que añadir.
Acarició a la ninfa, que saltó adelante y atrás en su hombro. Denet tenía unas buenas ojeras. Parecía tan nervioso como su pájaro.
– Por favor, dedíqueme sólo unos minutos de su tiempo -le pidió Aimée.
– Mi pájaro está alterado con todo este alboroto. Tengo que tranquilizarla.
Agarró el pomo de la puerta para cerrarla.
Aimée tenía que pensar en algo que le hiciera hablar.