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– ¿Cómo se llama su pájaro, monsieur Denet? -le preguntó ella-. Me encantan las ninfas. La gente dice que se me dan bien.

Denet se detuvo, interesado, con la mano apoyada en el pomo.

– Blanca -dijo él-. En español. Mi esposa es de Madrid.

– Blanca es un pájaro encantador, monsieur Denet -dijo ella-. Muy sano. Es obvio que está muy bien cuidada. ¿Me permite pasar? Las corrientes de aire del pasillo no son buenas para ella.

Denet se encogió de hombros, y entonces le hizo un gesto para que entrara. Reprimió un bostezo.

– Lo siento, pero tengo que echarme la siesta. Empiezo a trabajar a las diez en punto.

– ¿Y eso, monsieur?

– Para que los vecinos de Belleville tengan sus croissants, baguettes, et pain au levain a primera hora en la boulangerie, mademoiselle.

No era de extrañar que tuviera aspecto de cansado. Toda la noche horneando.

– Eh bien, monsieur, es una pregunta muy simple. -Aimée entró lentamente en el recibidor-. Usted trabaja las horas de un panadero y duerme las primeras horas de la noche. ¿Cómo vio lo que pasaba en el patio al que creo que da su comedor?

– Eh, ¿para quién dijo que trabajaba? -preguntó él.

Le enseñó su identificación, con la foto tan poco favorecedora.

– ¿Oyó usted la explosión, monsieur Denet?

– ¡Esa gente! -exclamó él, y señaló lo que Aimée se imaginó que sería la ventana trasera de los Visse-. Me despertaron los chillidos del bebé, y la señora estuvo rezando toda la noche. Se asegura de que la oigo rezar por mi alma. Mi pecadora alma.

Aimée reprimió una sonrisa, extendió un brazo, y contuvo su aprensión cuando el pájaro se le agarró a la muñeca con sus afiladas garras. Cuando Blanca saltó a la manga de Aimée, el rostro de Denet denotaba admiración.

– Blanca nunca hace eso con nadie -dijo él en un tono de voz melancólico-. Sólo con mi mujer y conmigo.

– Unos ruiseñores tienen su nido en el peral que hay delante de la ventana de mi habitación -le explicó ella, mientras le acariciaba las plumas-. Ya comen de mi mano. ¿Por qué no me enseña las vistas, monsieur?

Denet la llevó adentro. Su casa era un apartamento, parecido a una cápsula, que había sido remodelado en los años setenta, y daba a los patios traseros de la rue Jean Moinon. Casi toda la pared de la zona del comedor estaba ocupada por varios ventanales.

– Hay demasiada luz para mi gusto -dijo él señalando las claraboyas y los ventanales-. No puedo dormir de día. Mi salud se está empezando a resentir, trabajando toda la noche delante de los hornos. Sólo Blanca disfruta de un ambiente tan caluroso.

Muchos parisinos matarían por un apartamento moderno y lleno de luz, pensó ella. Con una calefacción que funcionaba, y un montón de enchufes y armarios.

Su apartamento de Île Saint-Louis tenía un sistema eléctrico caprichoso, unas tuberías arcaicas, y un parqué combado del siglo XVII que daba al Sena.

– Cuénteme qué ocurrió, monsieur-dijo ella, mientras Blanca subía y bajaba por su brazo.

Las garras del pájaro, que eran como pinzas, perforaron la manga de lana azul de Aimée; y su cresta blanca de plumas se rizaba cada vez que la acariciaba. El ojo de Blanca, de un color rosa como el de las palomas, le recordó al traje de Anaïs después de la explosión: salpicado de sangre. La sangre de Sylvie/ Eugénie.

– Le gusta a Blanca -dijo Denet, y se dejó caer en una silla cromada y tubular que había al lado de una mesa con la superficie de cristal.

Bien, pensó ella, esperando que el pájaro no se le orinara encima.

– Me mudaré a un hotel si no consigo dormir -le dijo él.

– ¿Le habló a la policía sobre algún ruido?

– Lo siento, mademoiselle, aunque hubiese visto algo, no me gustan los chismes.

Jules Denet, con su rostro cetrino y su panza, no parecía ir en sintonía con sus muebles. Ni con su apartamento. Era un verdadero residente del Belleville populaire, que pertenecía a la clase obrera socialista, y más al siglo anterior que a ese.

Aimée deseó poder ofrecerle un sitio en su oscuro, frío y cavernoso apartamento. Quizá se sentiría así más cómodo, y cooperaría más.

– Le gustaría mi apartamento, monsieur Denet -le dijo ella-. Es oscuro y silencioso, y no hace calor. -Sonrió-. Pero puede que a Blanca no.

La mirada de Denet se suavizó. Por un momento, Aimée creyó que se abriría. Seguro que se sentía solo. Y entonces sus ojos se endurecieron.

– Mal asunto -dijo él, con los labios apretados en un fina línea.

– Las preguntas rutinarias, monsieur, son parte de mi trabajo -le explicó ella-. Me han contratado para que averigüe la verdad. No para inventarme una teoría como hacen a menudo los flics para que sus estadísticas sigan siendo altas.

Denet asintió; lo entendía. La gente de la clase obrera era conocida por desconfiar de los flics.

– Siento no poder ayudarla.

C'est dommage, pensó ella. Una verdadera lástima.

Y un callejón sin salida.

Aparte de volver a interrogar a la devota madame Visse y a Elymani, el bedel que tenía dos trabajos y que no quería formar parte de su investigación, no sabía hacia dónde seguir. Lo intentó con una pregunta más.

– Qué lástima, monsieur-dijo ella-. Supongo que no me puede decir nada sobre Eugénie.

– Ah, la pelirroja… -comenzó a decir Denet.

A Aimée le dio un vuelco el corazón. Con Blanca todavía en el brazo, se sentó, e intentó contener la emoción.

– Eugénie vivía enfrente, en el 20 bis, ¿no es así?

– Eugénie me dijo que ver mucha telé era malo para la vista -dijo él.

No era lo que Aimée esperaba oír, pero asintió.

– ¿Cómo sabía eso Eugénie, monsieur?

– El verano pasado, ya sabe lo tarde que se hace de noche, intenté de todo para tapar la luz. Pero no podía dormir. Y el bebe tenía cólicos, y lloraba todo el tiempo…

Aimée se echó hacia delante, y apoyó el brazo sobre la mesa. Blanca estaba feliz de que no dejara de acariciarla. Escuchaba y asentía de vez en cuando.

– Así que veía la télé, algo que mi difunta esposa y yo nunca hacíamos. Siempre teníamos tanto de qué hablar… -Hizo una pausa y se miró su enormes manos-. Ayer hizo un año de su fallecimiento.

– Désolée, monsieur Denet -le dijo ella.

Jules Denet, un viudo solitario afligido por el insomnio… Aimée quería que terminara su historia.

– Hasta que llegó Eugénie… Era un ángel -dijo él extendiendo los dedos encima de la mesa de café.

A Aimée la respuesta se le quedó atascada en la garganta. Respiró profundamente.

– Eugénie parecía muy considerada, monsieur Denet.

Denet tenía la mirada perdida.

– Le hablé de la boulangerie -continuó él-. Echando la vista atrás, si se aburría, no lo decía, sólo que era mejor que esperar a su novio.

– ¿Su novio?

– No lo vi nunca -le explicó él-. Parece ser que estaba casado. ¡Ya sabe qué clase de hombres hay!

Aimée asintió, aunque no estaba segura de que su concepto fuera igual al de él.

Le resultaba difícil imaginarse a Philippe de Froissart, un aristócrata convertido al socialismo, citándose con Sylvie/Eugénie en un edificio ruinoso como ese. ¿Por qué no iban a un hotel?