Sonó el teléfono. Bernard dudó si contestar o no. Al final, lo cogió.
– Le ministre Guittard lamenta comunicar que las órdenes de inmigración no pueden ser ignoradas por más tiempo. -Era la suave voz de Lucien Nedelec, el subsecretario-. A su departamento, directeur Berge, le han ordenado que confirme la política de deportación. Por favor, proceda.
Hubo una larga pausa.
– Entiendo -dijo Bernard.
El atardecer de color melocotón ya había bañado el Sena al otro lado de la ventana de Bernard cuando sonó su interfono una hora más tarde.
– ¿Hago pasar al caporal, directeur? -le preguntó su secretaria-. No tiene cita.
Al palacio del Elíseo se le debió haber ocurrido un plan y querían su aportación.
– Dígales que enseguida voy.
¿Lo servirían en bandeja al país y a los medios, como el perfecto chivo expiatorio por la controvertida política? Ya había sido acusado por su madre. ¿Podría ir a peor?
Se abrochó el cuello de la camisa, se volvió a hacer el nudo de la corbata, y se puso la chaqueta.
El grupo paramilitar de la raid esperaba en el pasillo abovedado.
– Directeur Berge, acompáñenos, por favor -le pidió un hombre de mirada fija vestido con el equipo antidisturbios.
Bernard, con la cabeza levantada, asintió.
– Después de usted, monsieur.
Bernard los siguió por pasillos cubiertos de alfombras del siglo XVIII y paredes de espejos que daban a una amplia escalera y un altísimo techo de más de nueve metros. Siempre había pensado que se parecía más a un museo que a un ministerio en activo. En la place Beauvau lo metieron en un Renault negro que los estaba esperando. Una vez dentro, el hombre de la mirada fija señaló el brumoso noreste de París.
– Lo vamos a escoltar hacia allí.
– ¿No vamos al palacio del Elíseo? -preguntó él.
– Lo esperan en la iglesia -contestó.
– ¿Quién? -preguntó Bernard, perplejo.
– Los que están en huelga de hambre en Notre-Dame de la Croix.
– ¿No hay allí negociadores entrenados? -dijo Bernard, con la voz quebrada. Sabía que una multitud de sans-papiers había tomado la iglesia de Belleville. Algunos de ellos estaban en huelga de hambre en protesta por la deportación.
– Parece ser que han solicitado su presencia.
– ¿Solicitado mi presencia? -preguntó Bernard.
– Usted es especial -contestó él, e hizo un gesto con la cabeza al conductor que se unió al tráfico.
Tenía razón, pensó Bernard tristemente. Las cosas podían ponerse peor.
Lunes a primera hora de la noche
– Anaïs, ¿dónde estás? -gritó Aimée. Al menos ya podía oírse a sí misma. El intenso calor la forzó a moverse, a olvidarse del recuerdo de su padre.
Avanzó a gatas por los adoquines, y finalmente se puso de pie. Alguien estaba llorando; oyó gritos a lo lejos. Sentía su cuerpo como si alguien lo hubiera golpeado con un bate. Durante mucho tiempo y con fuerza.
– Aquí, Aimée -gimió Anaïs.
Estaba tirada en la acera, atrapada debajo de un cartel de «Appartement à louer», arrancada de un edificio adyacente. Ese cartel de alquiler probablemente le había salvado la vida, pensó Aimée.
Aimée le buscó el pulso. Era débil, pero regular. Aimée la cogió de los hombros y la sacudió. Gimió. La cadena de oro se desprendió de su cuello, con los eslabones manchados de barro y torcidos. Su chaqueta de Dior, rosa como el ojo de una paloma, estaba salpicada de trozos de carne sanguinolentos, y su rubio pelo estaba enmarañado y apelmazado por la sangre. Había fragmentos de vinilo negro esparcidos por la calle.
– ¿Me puedes oír, Anaïs? -le preguntó ella, en un tono de voz tranquilizador, mientras apartaba el cartel. Se arrodilló y le quitó las gafas de sol. Por suerte, le habían protegido los ojos de la explosión.
Anaïs parpadeó varias veces. Ya volvía a enfocar la mirada de nuevo.
– ¿Dónde está S-S-Sylvie?
– ¿Sylvie era la que se estaba montando en el Mercedes?
Anaïs asintió.
– Se ha ido, Anaïs -le confesó Aimée cogiéndole la barbilla con la mano para que la mirara a los ojos.
Anaïs pestañeó otra vez, y la miró fijamente. Ya estaba más lúcida.
– Te tiemblan las manos, Aimée -dijo ella.
– Las explosiones hacen que me ponga así-dijo Aimée, consciente del coche en llamas a pocos metros de allí-. Vámonos de aquí.
Anaïs vio que tenía sangre en la falda. Levantó la mirada, más allá de Aimée, y abrió totalmente los ojos, asustada.
– Vuelven -dijo Anaïs.
Aimée escudriñó la calle. La gente miraba por las ventanas. Varios hombres bajaban corriendo la calle.
– ¿Quiénes?
Pero Anaïs ya se había puesto a gatas, tirando de Aimée para entrar por la puerta del número 20 bis, que la explosión había dejado entreabierta.
– ¡Cierra la puerta antes de que nos vean! -dijo jadeando Anaïs.
Sin aliento, Aimée se metió dentro, y cerró la enorme puerta. Delante de ella, brillaba el botón rojo del interruptor automático de la luz. Lo pulsó. Una simple bombilla iluminó el suelo húmedo y los buzones abollados. De todos los buzones, sólo en uno había un nombre: E. Grandet.
A la derecha de la escalera, un estrecho pasadizo con corriente de aire llevaba al patio trasero. Debajo de la escalera de caracol, había periódicos tirados en un montón polvoriento.
– ¿Quiénes son esos hombres? -preguntó Aimée.
– Los que me seguían -contestó Anaïs.
Un griterío llegaba de la calle. ¿Y si los hombres tiraban la puerta abajo? Aimée se quedó inmóvil, sin saber si enfrentarse a los hombres o buscar una salida.
Ahora las voces procedían del otro lado de la enorme puerta. Unos fuertes golpes sacudieron la puerta, como si estuvieran atacando la chapa metálica. El miedo la impulsó a actuar.
– Vámonos -dijo Aimée, y sacó su bolígrafo-linterna.
– Mis piernas… no me responden -jadeó Anaïs.
Aimée la ayudó a ponerse de pie.
– Apóyate en mí -le dijo Aimée.
Juntas recorrieron cojeando el pasadizo que daba a la parte de atrás.
Su fino haz de luz se reflejaba parpadeante en la pared de piedra empapada; el verdín la cubría con parches verdes. Las paredes apestaban a moho y a orina.
Abril en París no era como en la canción, pensó Aimée, y no podía recordar cuándo lo había sido. Algo destellaba en las grietas, donde la piedra se unía a la alcantarilla. Se agachó, y apuntó con su pequeña linterna. Una perla indecentemente grande brillaba en la enorme hendidura.
La cogió, y limpió el limo con la manga.
– Anaïs, ¿se te ha caído esto a ti?
– No es de mi estilo -dijo ella respirando con dificultad.
Aimée metió la perla en el bolsillo trasero. Cuando pasaron lentamente por la puerta de madera carcomida, se alegró de llevar puestas las botas de cuero. Era una pena que tuvieran un tacón de cinco centímetros.
– ¿Quiénes son, Anaïs?
– Sigue andando, Aimée -dijo Anaïs jadeando.
Se dirigieron hacia una vieja fonderie que había en el patio. Las recibió el revoloteo de unas palomas inquietas.
El edificio olía a basura. El pequeño haz de luz de su bolígrafo-linterna mostró varias bolsas de basura de plástico azul. Inusual, pensó ella. El edificio parecía desierto. No sólo eso, sino que además, en París la basura se recogía todo los días.