La luz de la luna iluminaba parte de loa adoquines mojados por la lluvia y las húmedas paredes de dentro. Botellas verdes y vacías de Ricard desparramadas por lo que parecía ser la parte principal del viejo taller.
Ayudó a Anaïs a sentarse.
– Deja que busque una salida por la parte de atrás -le dijo Aimée-. Tú descansa.
A la izquierda de Aimée, unas tuberías retorcidas y una red de cables eléctricos desgastados trepaban por el interior del edificio hasta lo que quedaba del tejado negro.
A través del agujero de arriba se podía ver la oscura cúpula del cielo, y un resplandor amarillo recortaba los tejados de Belleville. Aimée avanzó dando traspiés sobre el resbaladizo hormigón, se le enganchó el tacón y salió dando tumbos. Se agarró a algo oxidado que se descascarilló en sus manos. Se puso derecha, y dio otro paso. Resbaló y perdió el equilibrio, pero sujetó la linterna, que apuntó su haz de luz hacia delante.
Enfrente de ella, había una pared de piedra de un metro y medio o un metro ochenta de alto. Unos irregulares fragmentos de cristal, como dientes sonrientes, coronaban la parte alta.
No había ninguna salida.
Aimée intentó no dejarse llevar por el pánico.
Cuando volvía junto a Anaïs, reparó en el asa del bolso de cuero blando de Dior que llevaba enredado al hombro. La última vez que Aimée vio a Anaïs también iba de Dior, radiante y bajando las escaleras de Saint-Séverin del brazo de su nuevo marido, Philippe, mientras las campanas de la catedral sonaban en la plaza de la rive gauche. Aimée recordó haber bailado con Martine y su padre en la recepción alumbrada por velas en el Crillon, y a Anaïs riéndose mientras Philippe bebía champán de su zapato de seda.
Aimée sacudió a Anaïs por el hombro.
– Por favor, Anaïs, dime qué está pasando -quiso saber Aimée-. ¿Esos hombres intentaban matarte?
A Anaïs le dieron arcadas, se giró, y vomitó encima de las botellas de Ricard vacías que había en la fonderie. La reacción retardada preocupó a Aimée: ¿se había dado cuenta en ese momento de eso, o tenía lesiones internas?
Anaïs se limpió la mandíbula con la manga de la chaqueta y asintió. Entonces, se echó a llorar.
– Ojalá lo hubiera sabido -dijo ella.
Aimée sacó su teléfono para pedir ayuda, pero se había quedado sin batería. Estaban atrapadas.
– Nom de Dieu! -exclamó Anaïs-. Esa pute de Sylvie, es por su culpa…
Anaïs se atragantó.
– ¿Cómo… quién es ella?
– La cerda con la que se acostaba mi marido -le explicó Anaïs cogiendo aire. Se enderezó, y empezó a respirar profundamente por la nariz-. Con regularidad. Sylvie Coudray. Lo dejaron. Pero creo que ella lo chantajeaba.
Anaïs comenzó a llorar otra vez.
– Philippe es un pelele.
Aimée le limpió la boca, y le apartó el pelo. Se arrodilló a su lado, e intentó ignorar el hedor.
– ¿Qué te dio Sylvie?
– ¿Quién sabe? -alegó ella con los ojos como platos del miedo.
Metió la mano en el bolso. Cuando la sacó, tenía algo de metal, del tamaño de una brocha de maquillaje, y se lo pasó a Aimée.
Aimée reconoció la mano de latón con cinco dedos e inscripciones en árabe: una mano de Fátima de la que colgaban abalorios azules y un tercer ojo; era un talismán para protegerse contra el mal de ojo.
A lo lejos se oían sirenas; el niinoo niinoo se acercaba cada vez más. Aimée se imaginó que provenía del bulevar. Les llegó el sonido de más golpes desde algún lugar fuera del edificio. Más alto y con más fuerza. A Aimée casi se le cae la mano del sobresalto.
– ¡Abran! -gritó una voz.
Aimée metió el talismán de nuevo en el bolso de Anaïs.
– Tenemos que salir de aquí -dijo Anaïs.
Aimée posó una mano sobre Anaïs.
– Esto es un infierno -dijo Anaïs, mientras se tapaba los oídos con las manos salpicadas de sangre, y se balanceaba adelante y atrás-. Me tienes que ayudar… esto es tan desagradable -dijo tragando saliva y agarrando el brazo de Aimée.
Aimée le limpió la falda y la ayudó a levantarse.
– Philippe es ministro. ¡No puedo dejar que me encuentren aquí!
Se le doblaron las rodillas.
– ¿Puedes caminar? -le preguntó Aimée.
Anaïs asintió.
Desde el pasadizo llegaron sonidos de metal y pasos.
Aimée echó un vistazo al patio. Estaban rodeadas por el edificio en forma de «u» y la pared de piedra.
Detrás de ellas, la puerta de madera del pasadizo se cerró de golpe. Los pasos se oían más cerca. Aimée se figuró que la única salida sería por encima del muro de piedra coronado por fragmentos de cristal.
Aimée ayudó a Anaïs a llegar al muro, y entonces ahuecó las manos.
– Súbete. Ten cuidado con los cristales.
Aimée se estremeció cuando Anaïs le clavó un tacón en la mano. Cuando la levantó, Anaïs lanzó un quejido. Aimée cogió impulso y pasó el delgado cuerpo de Anaïs por encima del muro. Para ser una mujer pequeña, pesaba bastante.
– Sigue -susurró Aimée-. Déjate caer al otro lado.
Oyó cómo la madera se astillaba, y se imaginó que Anaïs había caído.
– Corre hacia el bulevar. Pase lo que pase, llega al metro -le dijo Aimée. Volver al coche sería imposible.
Aimée trepó, y se agarró a la piedra saliente. Subía lentamente e intentaba encontrar puntos de apoyo para los pies, temiendo cortarse con el cristal si se quedaba atascada. Estaba agarrando la cornisa con la yema de los dedos, cuando oyó voces. Tenía que moverse y olvidarse del dolor.
Después de estirar la pierna hasta donde pudo y de arañar el tacón con la piedra, golpeó algo plano y se aupó.
Respiró profundamente, y acabó al otro lado del muro del patio de aquel edificio. Aterrizó de pie. Anaïs no estaba. Aimée se dirigió corriendo a unas plazas de garaje abandonadas, pero aminoró la marcha para evitar chocar contra algo y alertar a los vecinos. Unas bicicletas oxidadas y unos parachoques que antes habían sido cromados estaban apilados próximos unos de otros.
– Aquí -susurró Anaïs.
Aimée entrecerró los ojos, y vio a Anaïs agachada y de rodillas en el lodo, detrás del descolorido cartel de neumáticos Pirelli.
– Vámonos -le exhortó Aimée.
Anaïs empezó a gatear, mientras dejaba escapar débiles quejidos. Cuando Aimée llegó adonde estaba ella para ayudarla, se dio cuenta de que Anaïs tenía las piernas destrozadas por los cristales.
– Intenté caminar, pero las piernas no me respondían -le explicó ella, con el rostro pálido a la luz de la luna.
Aimée volvió a mirar, y vio que del muslo de Anaïs salía sangre, que le estaba empapando la falda. Si no paraba la hemorragia, Anaïs se desmayaría. No podía llegar hasta allí con ella y abandonarla. Aimée echó un vistazo rápido a su alrededor. ¿Por qué Anaïs no llevaba un fular de seda alrededor del cuello como casi todas las parisinas? Cogió lo primero que vio: la cámara desinflada de un neumático, y con ella le hizo un torniquete en la pierna. Lo apretó, y eso detuvo la hemorragia.
Anaïs esbozó una leve sonrisa.
– Perdóname, Aimée, por haberte metido en esto.
– Estás siendo muy valiente -le dijo Aimée, mientras la levantaba y pasaba un brazo alrededor de ella. Le apartó el pelo de los ojos-. Sé que duele. Intenta caminar; llegaremos al metro. No está lejos.
– ¡Pero mírame! ¿Qué va a pensar la gente? -preguntó Anaïs señalando su pierna y su traje salpicado de sangre.
Tiene razón, pensó Aimée. Pero ¿qué podían hacer?
Aimée la llevó medio a rastras, cargó con ella durante varios metros por las plazas abandonadas, llenas de charcos y de lodo, por delante del garaje semitechado. No podía seguir así todo el camino hasta el metro, y dudaba que encontraran un taxi allí. Sin mencionar las miradas curiosas de los vecinos. A los flics no les parecería muy bien que escaparan de una explosión.