El cuerpo de Anaïs era ya casi como un peso muerto. Vio que se le cerraban los ojos, y se quedaba sin fuerzas.
Aimée la puso debajo de un alero ondulado atestado de viejas bicicletas y ciclomotores. Estaban atrapadas en un aparcamiento lleno de barro.
No podía dejar a Anaïs allí. Intentó pensar, pero le dolían los hombros, tenía las piernas llenas de cortes de cristales, y se preguntaba qué demonios hacía con la esposa de un ministro a quien la perseguían unos hombres que, probablemente, habían colocado una bomba debajo del coche de la amante de él.
¿Qué podía hacer?
La parte superior de la valla metálica tenía alambre de espino. Pero sólo un candado Bricard sujetaba la verja. Se colocó el bolso de Anaïs alrededor de su cuerpo, y buscó su bolsa de maquillaje en la mochila. Encontró las pinzas suecas de acero inoxidable. En menos de dos minutos había abierto el candado, y amortiguó el sonido metálico con la manga de su jersey. Después se limpió el sudor de la frente con la otra manga, e inspeccionó las motos que había desparramadas alrededor de Anaïs.
De ninguna manera iba a poder darle a los pedales, conducir y agarrar a Anaïs. Estaba exhausta. Se fijó en un ciclomotor Motoguzzi abollado aunque servible al lado de una lata de aceite. Era como el suyo, pero mucho más viejo. Y con muchos más caballos. Algo que sabía sobre los ciclomotores era que podían funcionar con los gases varios kilómetros, y si la bujía estaba bien todavía podrían lograr escapar.
Después de desenroscar la bujía, sopló para quitarle el carbono, raspó la corrosión de la punta de encendido con sus pinzas, y la volvió a enroscar. Sacudió la moto de un lado a otro para agitar el gas, sacó el estárter, y rezó. Empezó a pedalear. Silencio. Siguió pedaleando, y finalmente eso se vio recompensado por una tos. Bien, pensó ella. Este tipo de moto italiana caprichosa cumpliría con paciencia y mimos. Con mucho más estímulo, la tos se convirtió en un fuerte zumbido. Ayudó a Anaïs a subir, y pasó la pierna con el torniquete por encima de la parte trasera del asiento del ciclomotor. Anaïs parpadeó, y abrió los ojos de par en par. Empujó a Aimée del hombro e intentó apearse.
– ¡No! -gritó-. No puedo hacerlo.
– ¿Tienes una idea mejor? -le preguntó Aimée.
A lo lejos, se oía cómo se acercaba el sonido de una sirena.
– Odio las motocicletas -se quejó ella.
– Bien, esto es un ciclomotor -le dijo Aimée, que aceleró el motor y metió primera-. ¡Sujétate!
Anaïs se agarró a la cintura de Aimée.
– Pase lo que pase -le avisó Aimée-, ¡no te sueltes!
Aimée llegó a la rue Sainte-Marthe cuando la ambulancia del samu entraba en la rue Jean Moinon. Qué extraño. ¿Por qué no habían llegado primero los bomberos?
Un coche blanco y negro de la flic patrullaba desde la rue de Sambre-et-Meuse, y bloqueaba el atajo al Goncourt metro.
– Vamos a pedirles que nos ayuden, Anaïs.
– Non, nada debe vincularme a Philippe -le explicó.
A Aimée el corazón le dio un vuelco cuando Anaïs la agarró con dedos de acero.
Mantuvo una velocidad constante, por miedo a que ir más rápido levantara sospechas. Los flics giraron en la otra dirección. Ella se metió en la place Sainte-Marthe, una pequeña plaza empapada por la lluvia, y con su único café cerrado por la tarde.
Se fijó en que un Renault Twingo oscuro giraba después de ella en el otro extremo de la plaza. Cuando apareció el letrero art nouveau de color cardenillo del metro, el coche ya se había acercado lentamente por detrás de ellas.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, el coche la adelantó. Aimée condujo cerca de la entrada de metro más cercana, y el coche le interrumpió el paso. Las puertas se abrieron de golpe, y salieron dos hombres fornidos.
Ella torció en el último minuto para alejarse de ellos, pero una figura grande como un oso bloqueó el mojado pavimento. Delante de ellas había un quiosco de periódicos, cerrado con candado, y las escaleras del metro.
Aimée examinó la intersección, y vio unos coches detenidos delante del semáforo en rojo y entradas del metro en las otras esquinas. Delante había un Crédit Lyonnais enfrente de un Crédit Agricole, con un café ruinoso que todavía anunciaba carreras de caballos y una tienda FNAC Télècom al otro lado.
– Anaïs, agárrate fuerte.
– ¡No, Aimée! -gritó Anaïs.
– ¿Quieres pasar la noche con estos mecs? -le preguntó Aimée-. ¿O en el Comissariat de Police?
– On y va -gimoteó Anaïs, clavándole las uñas en el estómago.
Aimée rodeó el quiosco, zigzagueó por la estrecha calle, y bajó por las escaleras del metro, mientras pitaba y gritaba: «¡Apártense!». Los matones no se dieron cuenta hasta que pasó un minuto de que el ciclomotor había bajado por las escaleras, y fueron tras ellas.
Los viajeros que salían gritaban y se pegaban a la barandilla cuando bajaron dando tumbos y bamboleándose. Aimée frenó.
¡Gracias a Dios que Anaïs era una mujer pequeña! Aun así, le dolían las muñecas de frenar tan fuerte con los manillares. Fueron a parar a la taquilla, y su avance se vio bloqueado por los plásticos y barricadas de unas obras. Un hombre de uniforme gritó desde dentro de la taquilla, negó con la cabeza, y golpeó el cristal. El olor a goma quemada de los frenos del ciclomotor y el humo negro llenaron el aire.
Estaban reparando los torniquetes por la noche, vaya suerte la de ellas, ya que el metro llevaba menos viajeros que de costumbre. Aunque Aimée también se percató de que serían presa de los matones si no llegaban al andén, se deshacían del ciclomotor, y entraban en un tren rápidamente.
Unos obreros con mono azul taladraban y daban martillazos bajo luces deslumbrantes. Varios de ellos dejaron lo que estaban haciendo para reírse disimuladamente y silbar. Se callaron cuando vieron las manchas de sangre de Anaïs y su mirada aterrorizada.
– Tiens, esta sección está cerrada-dijo uno de los obreros-. Vayan por la otra entrada.
– El salop de su novio le ha pegado -improvisó Aimée.
– No se permiten los ciclomotores, mesdemoiselles.
– Nos está siguiendo, y ha jurado que la matará -siguió ella-. Necesitamos ayuda.
Un hombre grande y con barba dejó su taladradora y se puso de pie.
– ¿Nos deja pasar? -le pidió ella-. ¡Por favor!
El dio un paso adelante, apartó los plásticos a un lado con un gesto teatral, e inclinó la cabeza.
– Entrez, mesdemoiselles, cortesía de la ratp. Por favor, adelante.
– Todavía existe la caballerosidad. Merci -le agradeció ella.
Aceleró el motor, y pasó como una bala por la obra. La recibió un aire caliente mezclado con polvo de hormigón. El ciclomotor se bamboleó cuando pasó por un charco, y la rueda trasera casi se quedó encajada. Pasaron a gran velocidad por el túnel revestido de azulejos y por delante de carteles de Canal 2 hasta llegar a una bifurcación.
Se detuvo. Tenía dos opciones delante de ella: un tren en dirección a Châtelet o uno en dirección a Mairie des Lilas. ¿Cuál llegaría primero?
En el metro nocturno no pasaban muchos trenes. Aimée pensó que, cogieran el tren que cogieran, los hombres se separarían y cada uno tomaría un andén. Aunque ella y Anaïs pudieran entrar en uno de ellos, las seguirían sin ningún problema. ¡Si tan sólo Anaïs pudiera caminar, o si pudiera con ella!
De cualquier modo, no llegarían muy lejos.
A la derecha había un hombre sentado con las piernas cruzadas sobre un saco de dormir. Su cabeza rapada brillaba bajo la luz del techo. Las miró con expresión divertida, mientras apuntaba el cuenco de la limosna.