Dentro, el grupo se desplegó en abanico, y Aimée atravesó un comedor vacío; en las mesas había copas de vino medio vacías y los platos de comida todavía estaban calientes. Entró en la cocina, que tenía encimeras de acero inoxidable, y una ventana de lamas.
La zona de los fogones estaba llena de humo y olor a cebolla quemada, lo cual hizo toser a Aimée. En unas ollas de cobre hervía un caldo a fuego lento, pero la culpable era una sartén grande en la que chisporroteaban trozos de cebollas que se deterioraban rápidamente. Con cuidado de no quemarse con el mango, apagó el fuego, y levantó la sartén con la ayuda de una toalla y la metió en el fregadero con agua. La sartén empezó a crepitar y a despedir humo, pero ella ya había pasado por delante de un tajo lleno de verduras picadas y ajo machacado.
Salió a un oscuro pasillo de la parte de atrás. Con el edificio a su espalda, en la parte opuesta había lo que parecía ser un teatro antiguo. Oyó que se cerraban las puertas detrás de ella, y se dio cuenta de que pronto entrarían los de las crs.
Este teatro compartía la mitad de la parte de atrás del edificio del centro de ancianos. Aimée dudó; el sargento no les había ordenado que subieran al siguiente nivel. Sin embargo, supuso que la única forma de llegar al colegio sería entrar en el ático del teatro y buscar el tejado.
Sus tacones sonaban sobre el mármol cuando se encaminó hacia el entresuelo. Aparte de ese sonido, lo único que se oía eran los viejos candelabros de pared, que zumbaban como insectos y bordeaban el grande entresuelo. Subió por la amplia escalera de mármol. Unos pasillos oscuros y desiertos salían de la entreplanta, apenas iluminados por la araña que había en el centro.
Oyó un ruido sordo, y después un tintineo de cristal. Anduvo de puntillas por el mármol, pero se detuvo cuando cesó el sonido.
Aimée vio el destello en el alto espejo ahumado. Se giró y sintió el frío metal de una ametralladora en la sien, y se quedó inmóvil.
– Mademoiselle, parece que se ha perdido -dijo una figura vestida con el mono negro de la raid y con gafas de visión nocturna, que le hacían parecer una mosca gigante-. Las fuerzas de las crs controlan el cuadrante inferior. No lo de aquí arriba.
El hombre dio un paso atrás y con el arma señaló hacia la escalera.
– Bien sûr-dijo ella cuando recobró la calma, y dio un paso adelante-. Pero como di clases en este teatro hace años, y estoy familiarizada con la distribución…
– Nosotros nos ocuparemos de eso ahora, ¿de acuerdo? -la interrumpió él-.Vite.'
Y de nuevo apuntó hacia las escaleras.
El corazón de Bernard Berge latía con tanta fuerza que pensó que el equipo de la raid que lo flanqueaba se daría cuenta, a pesar de los cascos gruesos y de todo lo que llevaban en la cabeza. Una vocecita gritaba en su cabeza «¿por qué yo?», mientras Sardou, a través de los auriculares de Bernard, repetía las instrucciones. La rue Olivier Metra, desierta salvo por las fuerzas de las crs que estaban estacionadas detrás de las columnas, brillaba bajo la débil luz del sol de abril.
– ¿Entiende, Berge? -volvió a decir Sardou-. Llévelo a una ventana.
Bernard asintió, y se preguntó de nuevo si su madre se ablandaría y lo enterraría aunque su cuerpo quedara irreconocible después de la explosión.
El grupo desapareció cuando Bernard se aproximaba a la desierta garita del conserje que estaba al lado de la entrada del colegio. Delante de él surgía el patio de la école maternelle, bordeado de macetas de geranios rojos y lleno de triciclos. En lo alto de los tres lados se vislumbraban ventanas con los postigos echados y tragaluces en los tejados inclinados en mansarda. ¡El fanático podría estar detrás de cualquiera de ellos! Un silencio inquietante se cernía sobre el patio. Respiró profundamente y dio un paso vacilante antes de agarrase a la pared de piedra caliza. Le temblaban las manos.
Bernard Berge rezó para que se obrara un milagro, como había hecho de pequeño en el barco que salía de Argel. Había rezado para que la ciudad en llamas volviera a estar intacta y que todo hubiera sido un sueño. Ahora rogaba despertar y ver que eso también era un sueño. Pero sabía que no iba a ocurrir.
– Muévase -siseó alguien detrás de él. Oyó un chasquido metálico: estaban amartillando sus armas-. Nosotros lo cubrimos.
Hizo que sus piernas se movieran y se dirigieran al centro del patio. Cerró los ojos y puso los brazos en alto.
– Soy Bernard Berge -dijo-. Del ministerio.
Silencio.
Abrió un ojo. Una cosa roja ondeaba detrás de una ventana de la planta baja. Y entonces algo asomó brevemente su pequeña cabeza.
– Monsieur Rachid, estoy autorizado para revocar las órdenes de expulsión.
De la garita salió el graznido de un loro. Bernard se sobresaltó. Alzó la vista. Las ventanas parecían observarlo con la mirada perdida.
– En el bolsillo. Quiero enseñárselo… ¿puedo entrar?
La única respuesta fue el agudo graznido del animal.
Vio que una pequeña mano se agitaba desde la ventana, y después desapreció.
– Monsieur Rachid, voy a entrar, y voy a hacerlo con los brazos en alto para que los vea.
Se centró en mover los pies hacia la ventana. Antes de que pudiera llegar a la puerta, esta se abrió, y un niño con jersey rojo y pantalones cortos chocó contra sus piernas.
– ¡Corre! -le exhortó Bernard, que seguía con los brazos levantados,
– Loulou -sollozaba el pequeño-. No me puedo ir sin Loulou.
– No te preocupes, iré a buscarla -le dijo Bernard.
– ¡Loulou es chico! -exclamó el niño.
– Date prisa -le dijo Bernard, impaciente, y lo apartó de sus piernas-. ¡Hazlo que te digo!
El pequeño corrió y tropezó con los adoquines. Cayó al suelo, llorando, al lado de la pared.
– ¡No puedo dejar a Loulou!
– ¡Sigue! -gruñó él, y miró hacia arriba para escudriñar las ventanas.
El pequeño se levantó y se tambaleó, pero pudo llegar a la garita del conserje. Por el rabillo del ojo, Bernard alcanzó a distinguir que el agente de la raid cogía al muchacho.
Entró en la larga clase lentamente, y pasó por delante de unas paredes blancas cubiertas de acuarelas de los niños, una mesa con arena llena de palas de madera y una jaula vacía de conejo que tenía «Loulou» garabateado en un cartel con lápiz de color. Merde!, pensó Bernard. ¡El pequeño iba a poner a todo el mundo en peligro por un conejo!
Atravesó un cuarto de baño de azulejos amarillos, en el que había taburetes delante de los lavabos y diminutos inodoros, y entró en una habitación oscura llena de cunas para la siesta. ¿Hacia dónde debería ir?
Se arrodilló, y a tientas pasó entre las cunas en dirección a una puerta de doble hoja. Algo húmedo y viscoso se le pegó a los dedos, y el miedo lo inundó. No quería mirar.
Gracias a la luz que pasaba por debajo de la puerta pudo ver que tenía sangre en las manos. Bernard lanzó un grito ahogado. La imagen de su hermano pequeño, André, apreció ante él, con su carita flotando en el pozo del pueblo. Bernard no intentó limpiarse las manos. Sabía que nunca podría quitarse la sangre.
– ¡Buen intento, Leduc! -dijo Sardou-. Estás fuera.
El hombre de la raid la había escoltado hasta el centro de mando. La sensación desalentadora que tenía se acentuó cuando vio a unos padres que esperaban llorando en los alrededores.
– La unidad antibombas han establecido el procedimiento a seguir -dijo Sardou-. No pondremos a nadie en peligro.