– Pero mire a Berge -protestó Aimée-. El procedimiento habitual no lo pondría…
– ¿Dentro? -la interrumpió él-. ¡Claro que no! Pero el secuestrador pone las reglas, ya que Berge fue responsable de las deportaciones.
A Aimée le costó hacérselo entender.
– El afl no haría esto -le explicó ella-. Una facción radical ha tomado el mando. La razón real es la pérdida de financiación para la misión humanitaria.
– Estás fuera -volvió a decirle él. Le hizo un gesto con la cabeza a un agente de las crs, que escoltó a Aimée hasta la barricada.
Se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo podían dejarla fuera? No confiaba ni en la raid, ni en Guittard, ni en los tiradores. «De gatillo fácil» cobró un nuevo significado con tiradores altamente cualificados que se morían por eliminar rápidamente a los sospechosos. Las bombas y la toma de rehenes se habían convertido en algo habitual en París.
Derrotada, bajó por la rue de l'Ermitage. Se desplomó en el suelo, ajena a las miradas de los transeúntes. Si algo ocurría y no hacía nada, nunca se lo perdonaría. Anaïs había dicho que sabía cómo hacerlo… ¿pero hacer qué?
Tenía que sacarlos de allí.
Aimée se fijó en el aceite de color rosa perla que bajaba por las grietas de los adoquines, y formaba charcos en el suelo. Miró su reloj por la fuerza de la costumbre. Su reloj parado de Tintín.
Se levantó, llamó a René desde el teléfono más cercano, y le pidió que cogiera el equipo y la esperara en el café de Gaston, a cuatro manzanas de allí. Y entonces comenzó a correr.
– ¿Podemos usar tu local como cuartel general, por así decirlo, Gaston? -le preguntó Aimée-. Tengo un plan para desactivar la bomba.
– Si me dejas ver cómo usáis uno de esos -dijo Gaston, y señaló los portátiles que René empezaba a desembalar sobre la mesa con marcas de vasos.
– Te enseñaré incluso -le dijo René con una amplia sonrisa. Miró a su alrededor-. Primero necesitamos una toma para que veas cómo funcionan los protectores de sobretensión. Te lo mostraré inmediatamente.
Aimée se metió el móvil nuevo, que René le había dado, en la cinturilla.
Había algo que no tenía sentido.
– Tengo una terrible sensación -le dijo ella después de contarle su conversación con Philippe-. No negó nada, parecía simplemente abatido.
– ¿Entonces crees que es otra forma de chantajearlo? -le preguntó René.
– Su hija está allí, René -contestó ella-. Y su esposa.
– Pero ¿cómo? -preguntó Gaston-. ¿No lo ha reivindicado el afl?
– Mafoud y el afl son gente corriente, que imprimen panfletos, reparten comida y cuidan de los hijos de los huelguistas -dijo ella-. La toma de rehenes no es su estilo. Aunque el tal Rachid diga lo contrario.
René le dio a «guardar» en su portátil y levantó la vista.
– Rachid podría ser una bomba de relojería. ¿Y si se ve más acorralado y decide llevar la causa más lejos?
– ¿Acorralado…? -Gaston se estremeció.
Aimée podía ver que al hombre no le gustaba lo que eso implicaría. A ella tampoco.
– Es posible, René -contestó ella-, pero yo diría que es listo y que posee algún tipo de entrenamiento con explosivos. -Hizo una pausa-. Tiene a unos doscientos policías, entre ellos tiradores y agentes de brigada de la raid, a la espera, y no parece demasiado nervioso.
– Tienes razón, Aimée -dijo Gaston. Se apoyó en la barra de cinc, y la limpió con un trapo húmedo-. Quizá se adiestró en el ejército.
A través de las ventanas del café, se veía a la lluvia brillar en un cartel lleno de mugre, con «Biére de froment» escrito con letras de imprenta, que crujía con el viento. El trío árabe se movieron a otro portal para hacer negocios mientras un ciclista pasaba por delante.
Aimée asintió.
– ¿Recordáis que el año pasado unos jóvenes marroquíes con pasaporte francés, y adiestrados en Afganistán, fueron enviados primero a luchar en Bosnia, y después sus jefes les ordenaron ir a Marruecos, a matar a unos cuantos turistas, porque eso desestabilizaría el país?
René y Gaston asintieron.
Aimée se quedó mirando la foto desgastada que estaba metida en el marco del espejo, y pensó en todas las cosas que no tenían sentido. ¿O sí lo tenían? ¿No habían enviado a Berge al lugar con la autoridad de garantizar permisos de residencia a los inmigrantes?
– Sigue -le dijo René que, junto con Gaston, miraban fijamente a Aimée.
– Parece algo similar, son casi los mismos fundamentos disparatados -dijo ella-. Creo que les han pagado por hacerlo. -Se encogió de hombros-. Es una simple corazonada.
René frunció el ceño.
– Confío en tu intuición, Aimée.
– La batalla de Tlemcen da fe de ello -dijo Gaston, que cogió un pañuelo de papel. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
– ¿Qué te ocurre, Gaston? -le preguntó Aimée.
– Un problema médico -le contestó él-. Los conductos lagrimales se dilatan y lloro a la mínima. -Le guiñó un ojo-. Consigo medio kilo más de melón en el mercado.
– Hay otra cosa -dijo ella-. ¿Y si no está solo?
– Por supuesto que no lo está -contestó René-. Profesoras, niños…
– Tiene que comer y defecar, ¿no es así? -dijo Aimée.
– Hará que alguien pruebe su comida -dijo Gaston-. Se llevará a uno de ellos al baño.
– Es verdad, Gaston -asintió ella-. Lo más importante es que se cansará. Por supuesto, dependerá del tiempo que los retenga, pero tendrá que dormir.
– ¿Adónde quieres llegar, Aimée? -le preguntó René.
– Tiene un cómplice -respondió ella-. Y a menos que sea una misión suicida, cuenta con una ruta de escape.
René asintió.
– Pongámonos manos a la obra.
Bernard Berge se quedó mirando sus manos manchadas de sangre: la sangre de los pequeños. Unas moscas azules volaban sobre unos trozos de color rojo oscuro que había en las escaleras de mármol. Viscosos y manchados, emitían el hedor dulzón de la carne podrida. Bernard soltó un grito ahogado y apartó la vista.
Vio la aterciopelada oreja gris metida en la gruesa barandilla. Pobre Loulou. Pero al menos era la sangre de un conejo, no de un niño. Se limpió las manos en el mármol y subió.
– Monsieur Rachid, llevo en el bolsillo el documento de inmigración con la puesta en libertad de todos -dijo con la voz quebrada-. En cuanto libere a los niños, las crs escoltará a todo el mundo al lugar donde tramitarán su permiso de residencia, ¡se lo prometo!
Los pasos de Bernard resonaron en el mármol. No oyó nada, sólo el zumbido lejano de las moscas.
– Por favor, estamos cumpliendo sus peticiones, Rachid. -Siguió hablando mientras subía las otrora magníficas escaleras, ahora cubiertas de lápiz de color y carteles que decían «Grupo de "Gusanos de seda a mariposas" todos los viernes», «"Gacelas en movimiento" de mademoiselle Mireille los martes por la mañana».
Bernard se detuvo en el descansillo. ¿Dónde estaban los niños? Le dolían los brazos de tenerlos en alto; la sangre le había bajado por las mangas blancas de su camisa, pero tenía miedo de bajarlos. El vestíbulo daba a un pasillo de techo altos, que se estrechaba en otro ala. Se detuvo. Unos sonidos apagados provenían de detrás de un puerta en la que ponía «Sala de arte». ¿Debería entrar?
Dudó antes de girar el rajado pomo de porcelana. De repente, alguien lo agarró por detrás.
– Rachid -farfulló él-. Habla conmigo.
Unos brazos fuertes le habían cogido de los hombros, tenía los ojos tapados, y le llegó a sus oídos el sonido de un fuerte desgarrón. Alguien le puso una cinta adhesiva sobre la boca. Oyó palabras guturales en árabe, glotales y duras.