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Su último pensamientos consciente fue el de un olor a éter cuando un trapo húmedo le cubrió la cara, lo que le recordó a cuando le extrajeron las anginas.

Tiempo después, no sabía cuánto, la cabeza de Bernard comenzó a desarrugarse, como si cada capa empapelada de tejido de la conciencia se soltara con un esfuerzo. Abrió los ojos, y se dio cuenta de que, casi pegadas a su nariz, unas burbujas plateadas subían a la superficie. Estaba frente a un acuario que borbotaba, y tenía la espalda apoyada en una pared. Respiraba, pero no podía llenar los pulmones con aire suficiente.

Ante él, en el suelo, una figura encapuchada y vestida de negro, con cartuchos de dinamita alrededor de la cintura, jugaba con una niña de leotardos rosas a construir con Lego. El rostro encapuchado miró hacia arriba.

– Bienvenido al colegio, monsieur Berge -dijo el hombre sin que se le moviera el pasamontañas negro-. Merci por el documento; sin embargo, han surgido nuevos problemas, y nos gustaría que nos ayudara a solucionarlos.

Bernard se dio cuenta de que sus resuellos y jadeos querían decir que estaba hiperventilando.

– ¡No puedo respirar!

– Calmez-vous; nos gustaría pedirle algunos privilegios cuando esté más tranquille-le dijo Rachid, que gritó algo en árabe a otro encapuchado que llevaba un mono negro y que salía de un vano con una ametralladora colgada sobre el pecho.

– Liberaremos a los tres niños más pequeños para mostrar nuestra buena fe, monsieur Berge. Pero usted debe quedarse aquí y ayudarnos a conseguir nuestras peticiones.

Bernard asintió.

– Estoy autorizado…

– Ahora mismo está autorizado para escuchar -lo interrumpió.

* * *

En el exterior de Café Tlemcen, la llovizna se había convertido en un chaparrón. El viento agitaba las hojas y las pequeñas ramas con fuerza, y se quedaban enganchadas en el pelo de Aimée. Dejó la antena de radio sobre la mesa, y estiró su abrigo mojado encima de unas sillas. René y Gaston apiñaron los planos de la école maternelle en la mesa redonda del café.

– Aimée, tenemos una noticia buena. La école maternelle tiene ordenador -dijo René-. ¿Preparada para oír la mala?

Aimée refunfuñó.

– El ordenador no funciona -dijo René.

Que un ordenador no funcionara no era el fin del mundo; los dos lo sabían.

– Pero eso no nos ha detenido en el pasado, René -dijo ella-. Es sólo un poco de trabajo y algo de tiempo.

– Tiempo es algo que no tenemos -dijo él en tono más bajo.

Ella oyó el cambió en su voz y se preocupó.

– Tiens, ¿ha ocurrido algo más?

– Se puede decir que sí-respondió él-. ¡Han conectado el sistema de seguridad del edifico a la bomba humana! Mira este mapa, Aimée.

Mientras la cortina de lluvia empañaba las ventanas del café, ella examinaba el mapa de la estructura del edificio. Las únicas entradas o salidas de los planos del edificio estaban conectadas al sistema central. ¿Cómo iba a entrar?

Aimée se detuvo y señaló con el dedo varias equis que había al lado del antiguo alcantarillado.

– ¿Puedes descifrar eso, René? -le preguntó ella.

Él asintió.

– Son unos viejos socavones -contestó él, y miró más de cerca los planos-. Tapiados.

– ¿Que van adónde? -preguntó ella.

– A un afluente del canal cercano -contestó él-. El bulevar Richard Lenoir es la continuación pavimentada del canal Saint Martin.

Aimée reprimió su emoción, que iba in crescendo.

– ¿Alguna idea de cuándo se tapiaron?

René examinó los planos.

– Diría que lo hicieron cuando se pavimentó el canal. Deja que lo compruebe.

Le dio a varias teclas del portátil cercano. Aimée lo miraba mientras en la pantalla aparecía una cuadrícula del siglo XIX superpuesta a un mapa de Belleville contemporáneo. Aimée lo observaba paralizada.

– ¿Qué clase de mago eres, René? -dijo ella.

– Es sólo un nuevo programa que he encontrado. -Se rió entre dientes-. Lo mejor está por venir.

La nítida resolución resaltaba los estrechos callejones y calles que el varón Haussmann había sustituido en el siglo XIX por los anchos bulevares y avenidas del Belleville de hoy.

– ¡Increíble!

Los ojos de René se iluminaban mientras tecleaba.

– Hay más.

Un sistema subterráneo de arroyos y afluentes del Sena, como ramas de un árbol, se desplegaba en diversos colores.

– Esa gruesa línea azul indica el viejo afluente del canal Saint Martin, y las verdes son los antiguos manantiales de Belleville.

A Aimée el corazón le latía deprisa.

– Si de algún modo pudiéramos entrar, ¿un socavón es navegable?

René se encogió de hombros.

– Como es tierra porosa compuesta de limo de río, ¿quién sabe? El suelo se asentó, para luego hundirse. Hay viejos socavones por todo París, especialmente en el décimo, undécimo, decimonoveno y vigésimo arrondissements. Todo el mundo se olvida de eso.

Aimée se quedó callada.

– Belleville es donde se encuentran todos, ¿verdad?

– Parece que hay un socavón tapiado en el sótano -dijo él-.Que va de la école maternelle a la calle. El embalse de Belleville y las torres de agua están a unas pocas manzanas de allí.

René abrió los ojos de par en par.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo?

– Entramos por el socavón -dijo ella, y tocó el lugar en el mapa de la pantalla-. Encendemos el ordenador, pasamos el cableado de la bomba del sistema de seguridad al ordenador, transferimos la conexión e introducimos el código de bloqueo. -Hizo una pausa y respiró-. Lo único que quedaría sería sacar a los niños del socavón.

– ¡Caramba, Aimée! -exclamó él-. Muy buen razonamiento si funcionara el ordenador. Otra historia es si esta teoría se puede poner en práctica. -Le dio a «imprimir»-. Nadie sabe qué pasa realmente ahí abajo.

Aimée se sacó el móvil de la cinturilla. Intentó que René no viera que le temblaban las manos.

– No es mi estilo ser una rata de alcantarilla. Ni me gustó la última vez en el Marais -le dijo René-. Aunque en aquella ocasión no había niños ni agujeros subterráneos inestables.

Ella estudió el mapa y dejó sus temblorosas manos metidas en los bolsillos.

– Piénsalo, René -dijo Aimée-. Simulamos la conexión del ordenador, engañamos al sistema e introducimos el código de bloqueo.

René frunció el ceño.

– Aimée, me preocupa… no hay garantías de ese modo.

– No hay garantía alguna, René. Pero si inutilizamos el artefacto explosivo, Anaïs y esos niños tendrán una oportunidad. Con los tiradores de la raid, me temo que van a ser carne de ametralladora.

René negó con la cabeza.

– No podemos hacerlo solos.

Su corazón le latía muy deprisa mientras veía cómo el plano subterráneo salía de la impresora de René.

– La cuestión es si pedimos ayuda o lo hacemos solos -quiso saber Aimée.

René puso los ojos en blanco.

– Soy demasiado bajo para esos uniformes de comando. Además, mi fontanero se ha trasladado a Valence. Necesitaríamos dinamita.

– Gaston fue militar, ¿no es así? -dijo ella, y se volvió hacia él-. ¿Eres bueno con el desatascador?

– Fui aprendiz en el Cuerpo de Ingenieros del Ejército -le contestó él-. Antes de pasarme a la inteligencia.

– Perfecto -dijo ella.

– Las bombas te ponen nerviosa, Aimée -le dijo René, con preocupación en su voz-. Dejemos que los mandamases nos den acceso. Entonces tendremos más posibilidades.

Antes de que ella pudiera responder, oyeron un disparo a lo lejos.