– Puede que tengas razón, René.
Aimée agarró su abrigo mojado y abrió la puerta del café.
Dos manzanas más tarde, se encontró con una multitud solemne de mujeres en la plaza cerrada con barricadas. Una de las preocupadas madres, cuyo rostro reflejaba el miedo del grupo silencioso que la rodeaba, tenía a un policía antidisturbios del cuello del uniforme.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella-. Díganos qué está pasando.
– Tiens -respondió él-. Los sacaremos pronto de ahí.
Se llevó a la mujer y al resto lejos de allí.
– ¡Acaban de salir tres más!
En el patio del colegio alguien gritó: «¡Tomad el flanco derecho!».
– Mi hijo es asmático -suplicó la mujer-. Necesita su inhalador.
– Déme su nombre, madame-dijo amablemente el agente de las crs. Lo anotó, y repitió el nombre al micrófono que tenía sujeto al cuello de su uniforme.
Aimée oyó que un funcionario les rogaba que le dejaran ofrecerse como rehén para canjearse por uno de los niños. De mediana edad y bien vestido, siguió insistiendo.
Un pequeño grupo de gente, que se imaginaba Aimée serían psicólogos infantiles, permanecían alerta al lado de él. Ella miró hacia arriba, y examinó los tejados en mansarda que bordeaban el teatro, cuando unas balas rebotaron en la barandilla de metal de la plaza. Todo el mundo se tiró al suelo adoquinado. Excepto Aimée. Había visto una cara en la ventana del ático del cuarto piso; y pelo rubio, que después desapareció. ¿Sería Anaïs?
– Encore!
Bernard estaba boquiabierto, sorprendido. Contemplaba cómo la joven profesora, que llevaba una bata manchada de pintura y tenía el rostro colorado, daba vueltas a la manivela de una caja de música, de la que salía una canción infantil. Los niños reían mientras rodeaban una hilera de sillas pequeñas. Cuando la música paraba de repente, todos organizaban un barullo enorme. El niño que se quedaba sin silla se apartaba, riendo, y se unía a los que aplaudían alrededor de las sillas que quedaban, mientras la profesora le daba de nuevo a la manivela.
Alguien le tiró a Bernard una espada de madera al regazo.
– En garde, monsieur! -dijo un niño con cara seria y brillo en su» pequeños y oscuros ojos. Llevaba una capa blanca y escarlata atada debajo del mentón.
– Michel, puede que monsieur esté cansado. Matar dragones y lobos todo el día puede ser agotador -dijo una voz tranquila detrás de él.
Bernard se giró y descubrió a una mujer, de pelo castaño y una bata de tejido vaquero, que entraba en la clase con una bandeja de galletas y unas jarras con zumo, escoltada por un hombre con un pasamontañas negro.
– A table, mes enfants -dijo ella-. Después a dormir la siesta, como siempre.
El primer hombre encapuchado, conectado a una pila de cartuchos de dinamita que había en una cesta de bloques de madera, le hizo un gesto a Bernard para que volviera a su lado. Bernard vio que el hombre movía las manos, y se fijó en que el artefacto explosivo debía de ser uno por control remoto.
– ¿Está ayudando al cazador? -le preguntó el niño de la capa.
– Alors, Michel, atrapar al lobo es un trabajo duro -la profesora miró a Bernard y asintió-. ¡Nuestro cazador necesita ayuda!
Bernard asintió también como si matara lobos y dragones a diario. Así que las profesoras habían convertido todo en un juego, pensó él. Qué listas. Además también era una buena forma de evitar el pánico y asegurar la cooperación.
Una niña pelirroja, que tenía pecas por toda la cara, llevaba una boa de plumas enroscada alrededor de los hombros. Salió del rincón de los disfraces con unos zapatos de tacón de color rubí que le quedaban muy grandes y que hacían que anduviera a trompicones y con los pies metidos hacia dentro.
– Gigi tiene hambre -dijo ella con una tortuga enorme en sus brazos. El animal abría y cerraba la boca.
Bernard vio que salían unos cables de la dinamita. Temeroso de que la niña los pisara, gritó: «¡Detente!».
La profesora levantó la vista.
– ¡Lise, no te olvides de que consigues tres puntos para tu equipo cada vez que saltes por encima de esos cables!
Lisa asintió, dejó a Gigi en el suelo, y tranquilamente saltó por encima de ellos. El corazón de Bernard le latía muy deprisa, y sabía que de nuevo estaba hiperventilando.
Le había hecho llegar las peticiones de Rachid a Guittard, que reiteró que tenía que recordar su «cometido»: que se colocaran delante de la ventana. Sin embargo, ninguno de ellos se alejaba mucho de la dinamita. Guittard había accedido a las demandas de Rachid para que pusieran en libertad a los inmigrantes y había insinuado que Bernard tenía que ganar tiempo.
– Monsieur Rachid, el ministro Guittard accede a sus peticiones -le informó Bernard, repitiendo las órdenes de Guittard-. Vamos a retirar los aviones, que esperan en la pista.
– Tres horas -dijo él-. Cada hora que pase después dispararé a una profesora.
Bernard se estremeció, pero mantuvo un semblante firme.
– Monsieur Rachid, estamos accediendo a sus demandas…
– Y usted pierde una extremidad -lo interrumpió él.
– Monsieur Rachid…
Bernard titubeó; intentó seguir.
– ¿Le gusta el sol? -lo interrumpió Rachid-. Porque cuando salgamos de aquí es probable que venga con nosotros.
Las esperanzas de Bernard se esfumaron. Había estado condenado desde el principio.
– René, ¿podríamos desconectar el sistema de seguridad por medio de una fuente remota? -le preguntó Aimée, de pie al lado de la ventana de Café Tlemcen.
Él se encogió de hombros.
– Aunque tienes razón, René -reconoció ella-. Es hora de trabajar con los mandamases.
No tenía otra opción.
– Commissaire Sardou, puedo ayudar -le dijo Aimée a su móvil.
– ¿Usted otra vez? -le espetó Sardou.
– Déjeme hablar con el ministro Guittard -le pidió ella-. Podemos inutilizar el sistema de seguridad de la école maternelle.
– No estropee las cosas. Vamos a satisfacer las peticiones de los secuestradores -bramó Sardou-. No la necesitamos.
– Sugiero que simulemos la conexión al ordenador -le dijo Aimée-, engañemos al sistema e introduzcamos el código de bloqueo.
Guittard se puso al teléfono.
– Hable conmigo, mademoiselle Leduc -le pidió él.
– No habrá ningún altercado si mi socio y yo trabajamos con sus ingenieros. Los niños saldrán de allí vivos.
– La escucho -dijo él.
Aimée le resumió su plan, le bosquejó los detalles después de que él hiciera una pausa y le dijera que siguiera.
– Pero el ordenador tiene que estar encendido para hacerlo.
Guittard sonaba preocupado, pensó ella.
– Un moment-le dijo Guittard, y la puso en espera.
– Rachid les ha dado tres horas -dijo René. Miró su reloj, y negó con la cabeza-. Nos quedan dos horas.
– Olvídese. El equipo de tácticas dirige esta operación -dijo Guittard cuando volvió a ponerse la teléfono-. Sus hombres coordinan esto. Los terroristas han colocado una trampa en el ordenador para impedir una simulación como esa. No hay forma de desarmar la bomba a través del sistema de seguridad.
Frustrada, Aimée le dio una patada al suelo de baldosas. Si esa información era cierta, no había manera de hacerlo.
Nunca había tenido una buena relación con los servicios informáticos especializados de la gendarmerie. Esta unidad, un secreto bien guardado del Ministerio de Defensa, contaba con un gran presupuesto. Paradójicamente, el papeleo del Gobierno nunca permitió que la división avanzara al mismo ritmo que el sector privado; René siempre estaba varios años por delante de ellos. Cada trato que Aimée tenía con ellos estaba lleno de resentimiento y obstáculos.