– Así que esperaremos -dijo Guittard-. Por cada diez sans-papiers, ellos liberan a un niño.
Desilusionada, quería gritarle que los terroristas no siguen las reglas. En cambio, dijo adiós y comenzó a pasearse de un lado a otro del café de Gaston.
– Bernard se graduó con honores en la ena -le dijo Gaston, y le dio un sorbo a su agua mineral-. Ten más confianza en él.
Aimée sabía que eran la créme de la créme. Ningún otro país tenía un equivalente. La única comparación que se acercaba la había hecho un amigo de su padre que la había equiparado a Princeton, Harvard y Yale juntas, aunque más exclusiva.
Los graduados, a los que se llamaban enarques, accedían directamente a puestos ministeriales. Aimée recordó un comentario en un periódico que definía al Gobierno no como socialista sino como énarquiste.
– Bernard siguió el camino del énarque como era de esperar -siguió Gaston, que dio otro sorbo, y posó el vaso en la barra, con cuidado de dejarlo encima del posavasos-. Primero lo designaron para un puesto en el Ministerio de Economía, trabajó en los presupuestos generales, y después se pasó a Justicia. Fue juez durante mucho tiempo.
– ¿Así que los enarques no salen del gobierno? -preguntó ella, sorprendida.
– Bien sûr-contestó Gaston-. Son todos amigos, y les gusta que los puestos se queden dentro de la familia, por así decirlo. Que sean exclusivos.
Viven cerca unos de otros en elegantes pisos del séptimo arrondissement para así caminar juntos al ministerio.
Aunque a Aimée le parecía que no encajaba en ese grupo. Al recordar su aspecto angustiado, se quedó absorta en su pensamiento. Si Bernard hubiera tenido algo de agallas, lo habría conseguido todo.
La tenue luz de la tarde brilló en el vaso de Gaston, que miró de nuevo hacia arriba; esta vez su mirada arrugada era seria.
– Su padre sirvió en Algérie bajo el mandato de Soustelle. Para haber sido un pied-noir, Bernard ha llegado a lo alto.
Quizá lo que ella había creído que era cobardía era su conciencia. ¿Cómo se sentiría al formar parte de ese grupo selecto? ¿Cuánto le había costado llevar a cabo esta misión?
– Se dice que se despidió a principios de año para evitar una crisis nerviosa -dijo Gaston-. Se metió en su piso y no salía. Hasta que lo sacaron de allí para este trabajo.
Bernard contemplaba las agujas del enorme reloj de pared acercarse lentamente al cuatro. A su alrededor, los pequeños ronquidos de la hora de la siesta iban al ritmo de la cinta de Mozart que había arrullado a muchos hasta dormirlos. La profesora, que él había oído que se llamaba Dominique, estaba sentada en el medio, y acariciaba la espalda de uno de los niños mientras escribía lo que Rachid le dictaba en susurros.
– Para poder escapar -decía Rachid-, pedimos que la policía anuncie nuestra muerte. Una vez que estemos seguros de que estamos a salvo, liberaremos a los últimos niños.
Dominique levantó el papel, escrito con lápiz rojo, para que lo viera. Tenía unas ojeras marcadas.
– Fírmalo como «La Bomba Humana» -le dijo Rachid-. Y después, quédate con los niños.
Ella obedeció y se tumbó en una de las camas.
Rachid metió la nota en una lata de galletas y se acercó a rastras a Bernard.
– Vaya con él -le dijo mientras con la cabeza señalaba al otro terrorista-. Tire esto por la ventana del ático que da a la plaza.
– ¿Por qué no llamamos a Guittard? -le preguntó él-. Puede explicarle sus peticiones al ministro.
Rachid golpeó la mesa con el puño. El acuario tembló.
– Cuando quiera sus sugerencias, burócrata, se las pediré.
Bernard dio un respingo. Cogió la nota y pasó a gatas al lado de los niños que dormían. El cómplice de Rachid le daba con la ametralladora para que subiera por las escaleras, y le golpeaba en las costillas cada vez que se detenía.
Bernard sudaba cuando llegaron al cuarto piso. Durante todo el trayecto, no dejó de pensar en cómo conseguir que el terrorista se colocara cerca de la ventana. Un crujido en las escaleras de madera lo alertó… ¿una rata, otra mascota del colegio que se había escapado, o un niño escondido? El terrorista se detuvo, también lo había oído.
– ¡Espere aquí! -gritó el hombre.
Bernard se quedó de pie en los gastados escalones. Respiraba con dificultad. Este mundo infantil de tantos cuidados le resultaba ajeno.
Recordaba que los años de posguerra y hambre los pasaron en habitaciones alquiladas con un aseo para dos pisos. Y eso su madre lo había considerado un lujo. Su verdadero padre había muerto en una escaramuza en el desierto con rebeldes fellagha cuando él era niño.
Su padrastro, Roman, también un pied-noir, hablaba poco. Pero cuando lo hacía, todo el mundo escuchaba. Bernard siempre había comparado sus palabras con los utensilios de su profesión de carnicero: afiladas y mordaces.
Una vez, le había preguntado a su madre, cuando todavía no se enteraba de mucho, el motivo por el que las palabras de su papi cortaban como un cuchillo. Esta suspiró, y lo atrajo hacia sí, algo para lo que raras veces tenía tiempo. Le dijo que su padre lo guardaba todo dentro, y que algunas personas demostraban su amor de otra manera. Su papi, continuó ella, demostraba su amor trabajando duro. Ahora tenían una casa, le decía ella, y señalaba la habitación en la que estaban. El revoque de las paredes aparecía desconchado en las dos estrechas habitaciones de techos altos, y su única fuente de agua era una bomba que había en el patio.
Pero cuando Roman hablaba, usaba el lenguaje como un arma. En cambio Bernard había aprendido a utilizarlo como un escudo, mientras vivía en el éter de las ideas.
Su madre le dijo que estaba segura de que algún día haría que su papi se sintiera orgulloso de él, y que le demostraría lo listo que era. Le acariciaba la mejilla con una mano, le alisaba el pelo y el remolino recalcitrante que nunca se dejaba hacer. Su tono era de melancolía cuando le preguntó si cuidaría de su papi cuando se hiciera viejo.
Pero nunca lo hizo. Roman murió de tuberculosis y arruinado siete años después; antes de que Bernard entrara en la École Nationale d'Administration, y su hermano aprobara el examen de ingreso en la facultad de Medicina. Sin embargo, los intensos silencios y mordaces palabras de Roman se le quedaron grabados en el alma.
Estos niños nunca conocerían las privaciones que él había pasado. Y, por una vez, sin hacer caso de la envidia que habitaba en su corazón, sintió gratitud. Gratitud por el hecho de que ningún niño sufriera lo mismo… pero entonces se acordó de los Balcanes, de los huérfanos de ojos vacíos. La guerra no se acababa, sólo tomaba formas diferentes. Y estos niños, ¿no eran ellos víctimas forjadas en batallas de la hace tiempo perdida guerra de Argelia?
Oyó un estallido de cristales delante de él.
– ¡Estoy aquí, burócrata! -gritó el hombre-. ¡Ahora!
Bernard reprimió el impulso de escapar, bajó la cabeza y entró. El terrorista había roto la ventana. El suelo estaba cubierto de fragmentos de cristal, que emitía un matiz azulado. El estrecho ático olía a humedad y estaba lleno de letras de escaparate de madera que llegaban a la altura de la cintura. La débil luz del sol se reflejaba en el cristal y creaban una alfombra de diamantes. ¿Y si los tiradores pensaban que estaba haciendo señas? Bernard sintió pánico. Respiraba con dificultad.