No, esperarían, no iban a disparar a cualquier cosa que brillara, estaba seguro. Su nivel de tensión bajó ligeramente. Hasta que, en la esquina, vio a una mujer, despeinada y atada a una silla, que se esforzaba por golpear al terrorista en las espinillas. Le lanzó una mirada que Bernard no pudo interpretar.
– Lléveme al baño -gritó ella-, o lo haré en el suelo.
El terrorista le dio una bofetada con el dorso de su mano enguantada.
– ¡Haga lo que quiera, infidéle, pero cállese!
Bernard vio que sus manos agarraban el largo respaldo de la silla y que tenía las muñecas desatadas. Ella le hacía señales. Ellos eran dos, y un solo y enorme terrorista con una semiautomática.
– Mire -dijo Bernard, que se iba acercando poco a poco al terrorista-. Le sugiero…
– Se acabó la cháchara.
Bernard hizo un gesto hacia ella.
– ¿No le puede dejar al menos que vaya al baño?
Bernard se preguntó quién sería.
El terrorista apuntó a una ventana, con trozos de cristal que salían de las esquinas.
– Deprisa-dijo él-. ¡Tírela desde aquí! Burócrata, se me está acabando la paciencia -gruñó el terrorista. Esputó y escupió al suelo; se acercó a Bernard y lo golpeó con la ametralladora en las costillas-. ¿Me ha oído? Tire la lata por la ventana.
Bernard dio un respingo cuando el frío metal del cañón le traspasó la fina chaqueta del traje. Dio un paso. El cristal roto crujía bajo sus pies. Se quedó inmóvil.
Miró a la mujer en busca de ayuda, pero los ojos de pesados párpados de esta lo miraban ausentes. Le sangraba la nariz, y el rojo brillante de la sangre le bajaba por la barbilla y le salpicaba su otrora blanca blusa de seda.
Bernard sabía que era un cobarde. Las peleas en el patio del colegio y las burlas lo habían demostrado. La idea de ser el blanco de los tiradores de la raid no le atraía demasiado. Lo que quería en ese momento era ponerse de rodillas debajo del tragaluz, en el frío, entre las letras torcidas, y suplicarle misericordia al hombre.
– La policía me disparará -dijo él; le temblaban las venosas manos-. No puedo…
– No importa. -El terrorista bostezó-. La usaré a ella.
A Bernard le fallaron las piernas; ya no lo podían sostener. Mareado, intentó agarrase a la silla de la mujer. Falló. A su alrededor, la luz giraba y cambiaba. Cayó al suelo con todo el peso de su cuerpo. Se dio cuenta, unos segundos después, de que tenía multitud de esquirlas en los brazos.
La mujer saltó de la silla gritando, y empezó a darle patadas en las piernas al terrorista. Este tropezó con Bernard, que seguía aturdido, y dejó escapar un bramido. Se dio con la cabeza en la pared, y se desplomó encima de su ametralladora. Unos disparos ensordecedores le atravesaron con violencia el pecho. Su torso negro se retorcía mientras las balas lo perforaban. Su cuerpo cayó de lado.
Bernard se fijó en que la mujer se había ido. Estaba solo. Solo con un terrorista muerto, cuyas tripas bajaban lentamente por el revoque granulado. ¿Qué debía hacer? ¿Habría oído Rachid los disparos?
Le dio la vuelta al voluminoso cuerpo, y cogió la ametralladora, que estaba pegajosa por la sangre.
Bernard le quitó el pasamontañas negro al hombre. Su cara con barba de varios días tenía la mandíbula laxa y la expresión ausente de la muerte. Por primera vez en su vida, no sintió miedo alguno a la muerte. Un alivio extraño lo inundó.
Y entonces tomó una decisión. Sin duda se uniría al pequeño André, quien lo había llamado por la noche durante tanto tiempo. Pero primero salvaría a los niños, ya que no había podido salvar a su hermano.
Desagraviaría el pasado.
Bernard le abrió la cremallera y le quitó el mono al terrorista; fue un proceso laborioso: bajarle las mangas, y quitarle la prenda de los hombros y de sus anchas e inertes caderas. Y después las pesadas botas, que limpió antes de ponérselas. Se colocó el pasamontañas. En el bolsillo lateral, que estaba cerrado con cremallera, encontró un cargador nuevo.
Cuando bajó dos tramos de escalera con el pasamontañas negro, sus dedos ya agarraban con fuerza el gatillo. Le gustaba cómo la sólida curva se adaptaba a su dedo. Se detuvo al oír un crujido en el estrecho descansillo.
La luz de un candelabro de pared iluminaba el rastro de unas huellas pringosas de dedos. Metida debajo de la escalera, con pasamanos de metal, había una pequeña puerta que pasaba casi desapercibida. Caminó de puntillas por el suelo, pegó el oído a la puerta y escuchó. De vez en cuando, oía susurros y un pitido estridente.
– Tranquilo, soy un amigo -dijo él, y abrió poco a poco la puerta. Había una figura agachada detrás de limpiadores y mopas-. Deja que te ayude, pequeño.
– Me llamo Simone -dijo una carita que lo miraba enfadada, que surgió lentamente con un móvil en la mano y un gastado osito de peluche marrón en los brazos-. Este juego es aburrido. -Tosió y reprimió sus moqueos-. ¡Quiero irme a casa!
Bernard se arrodilló, rígido e incómodo por el mono, con los brazos ocupados con el arma.
– Yo también -dijo él.
– ¡Tú no puedes! -exclamó ella, y se limpió los mocos de la nariz con la manga.
– Me llamo Bernard.
– Eres el hombre malo.
– Deja que te explique… -comenzó a decir él.
– ¿Dónde está mi maman?-dijo ella ceceando.
¿Sería la mujer de arriba?
– Dime cómo es.
– La empujaste -dijo Simone, su tono de voz cada vez más alto-. Te vi. No es justo. Todo el mundo sabe que no se puede empujar a la gente.
– Pero no fui yo.
– ¡Mentiroso!
Cuando Bernard intentaba calmarse, Simone le cerró la puerta y le pilló los dedos con ella. Se tambaleó del dolor, sacó la mano y retrocedió dando un traspié. Se golpeó con fuerza la cabeza en el pasamanos, y se desplomó. La ametralladora se le escapó de las manos, y el cargador se le cayó estrepitosamente del bolsillo al parqué.
En cuclillas, Simone miró por la rendija de la puerta. El hombre malo parecía dormido. Le había hecho daño. ¡Bien, eso le enseñaría a no empujar a la gente! Las reglas eran las reglas, pero a veces uno tenía que aprender a golpes, como dijo papá, darle a la gente su medicina… ¿era eso lo que había dicho? Bueno, algo parecido.
Le sonaron las tripas, y hacía demasiado calor en ese armario. Era hora de ir a buscar a su maman y una tartine con mantequilla. Le había dado una paliza al hombre malo. Ya se podían ir a casa.
En caso de que nadie la creyera, levantó el arma del suelo. Era tan pesada y fea. Qué pena; no cabía en su mochila de Tintín. Se colgó la correa al hombro, pero el arma rozaba el suelo. Bastó con enrollar la tira al cuello tres veces. Recogió el suave y negro cargador lleno de balas y lo introdujo en la muesca del arma, como hacían en la telé. Suspiró. ¡Qué pesada, y cuántas cosas tenía que llevar!
Y al osito de peluche no le gustaba tanta sacudida. Lo metió entre las correas del arma y esperó que no le importara estar tan apretado. Cuando bajaba las escaleras, escalón por escalón, sujetándose al pasamanos con la mano que tenía libre, recordó el teléfono y, como pudo, dio la vuelta. El osito se iba a enfadar con tantas idas y venidas. Cuando cogió el móvil, que estaba en el armario encima del cubo de metal, se encendió una luz verde. A lo mejor ya funcionaba. Le dio al botón que maman le había enseñado, el de la letra grande que no podía recordar.
El nuevo móvil de Aimée, conectado a su anterior número, sonó. Aunque le había dicho a Yves que la dejara en paz, tenía la esperanza de que fuera él. Tranquilízate. No es momento para que te asalten imágenes de Yves y sus patillas.