– Al habla Aimée Leduc -dijo ella en tono formal.
– ¡Un flic la va a ir a recoger! -le gritó Sardou-. ¡Venga para aquí ya!
Empezó a hablar, pero afuera una sirena anunciaba la llegada de la moto de un policía.
Cuando llegó al improvisado cuartel general, Sardou parecía que iba a escupir fuego.
– Simone sólo quiere hablar con usted -le dijo él, y le pasó bruscamente el móvil.
Aimée respiró profundamente.
– ¿Simone? -dijo ella. Agarraba con tal fuerza el teléfono que tenía los nudillos blancos.
– Dile a todos que he ganado, Aimée -dijo la niña con voz cansada.
Al otro lado de la línea se oyó un ruido metálico estrepitoso. Una serie breve de clics hizo que Aimée se diera cuenta de que Sardou estaba localizando la llamada. Vaya sistema tan primitivo tenían los flics. A René le daría la risa, pero no era divertido.
– Puedes hablar conmigo, Simone, soy policía y quiero ayudarte -dijo Sardou.
– Eso es lo que me dijo el hombre malo -le respondió ella. Su voz sonaba incluso más cansada-. Pero ya me encargué de él. Así que deja de hablar.
– Simone, cuéntame lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo? -le intentó persuadir Aimée, en un tono de voz suave-. Sólo un poco. El resto me lo dirás ante un chocolate caliente, ¿vale?
Simone bostezó. Sardou permanecía en silencio.
– Aja, seguro que preferirías un Orangina, ¿eh? -Aimée se rió, con la esperanza de que su risa sonara auténtica.
– ¿Tendré un gran Orangina aunque maman diga que las bebidas frías me dan dolor de estómago?
– ¿Qué me dices de uno doble? -le preguntó Aimée.
– Hice dormir al hombre malo y le cogí el arma -le dijo Simone.
– ¿Dónde estás? -la interrumpió Sardou.
– Pero Aimée -dijo la niña a punto de llorar-. ¿Dónde está maman?
– Mira Simone, me llamo Sardou. Puedo ayudarte…
– Sé que estás con el hombre malo -le dijo Simone, que colgó con un sonoro clic.
¡Había una niña de cuatro años que deambulaba con un arma, y Sardou había hecho que se enfadara! Y no sabían nada de Anaïs. Aimée se estremeció, e intentó no pensar en lo que podía haberle pasado.
Oyó que Sardou farfullaba algo al otro lado del teléfono, que emitía un zumbido. Aimée agarraba el teléfono con fuerza. Tenía que mantenerse calmada y serena. Respiró profundamente.
– Sardou, cuando le dé al botón de rellamada, déjeme hablar a mí. ¿No está de acuerdo en que es lo que hay que hacer en esta situación?
Sonaba diplomático, pensó ella. Durante lo que pareció ser un minuto, lo único que oía era el zumbido y el clic de la otra línea. Sardou debía de estar consultando con los demás.
– Asegúrese de que consigue que Rachid se coloque en la ventana -dijo finalmente.
Nerviosa, Aimée midió sus palabras.
– ¿Cómo puede pensar que una niña pequeña pueda hacer eso? Rachid no es estúpido.
– Por lo visto parece que se ha deshecho de un terrorista.
Sardou podría tener razón.
– ¿Sería suficiente una ventana del patio?
– Que mire hacia el sur -interrumpió al otro lado el ministro Guittard.
Aimée le dio a la tecla de rellamada de su móvil. Saltó una grabación: «La persona a la que llama no puede atender en estos momentos su llamada o está fuera de cobertura. France Telecom le agradece su paciencia y le sugiere que lo intente de nuevo pasados unos minutos».
Genial.
– Confiaba en mí, Sardou; la ha fastidiado -le dijo ella.
La conversación de Sardou y Guittard había sido una pérdida de tiempo y había resultado inútil. Hasta que Simone contestó, estaba a la espera.
– Llame de nuevo. Siga intentándolo, mademoiselle Leduc -le pidió Guittard, y colgó.
Más o menos lo había resuelto.
Fue entonces cuando miró su nuevo móvil con la batería… su reloj de Tintín parado… la cabeza le iba a toda velocidad. Cuando dejó la propuesta en la edf, el director le había pedido que apagara el móvil porque la radiación electromagnética del inhibidor afectaba a los sistemas. Los aplastaba, había dicho él. Los campos electromagnéticos eran bastante altos debido a todo el equipo sin revestimiento y al refuerzo de hierro pesado de las paredes de la planta. No había razón para que no lo hiciera ahora.
– Sardou -dijo ella en un tono de voz seguro y tranquilo-. Sé cómo desactivar la bomba sin tocar el ordenador.
Bernard se dirigió a las escaleras, que se movían vertiginosamente mientras él se arrastraba hacia ellas. Sentía un dolor punzante en la mano. ¿Adónde se había ido la pequeña? ¿Dónde estaba el arma?
El mono del terrorista se le pegaba al cuerpo. Temblaba. Si pudiera llegar abajo, fingiría ser el otro terrorista, herido e incapaz de hablar. Conseguiría que Rachid se colocara delante de la ventana. Con ese pensamiento, casi se cae por las escaleras de cabeza.
Y entonces el sol brilló por un instante cuando las nubes se separaron. Bernard sonrió. Por fin el sol. Oyó un silbido y un crujido y el fino polvo del cristal de la ventana le cubrió la cara. Y Bernard sintió calor en la cara.
El maravilloso calor de su infancia. Todo bailaba ante éclass="underline" su nounou, la delgada madre sonriente que conoció de pequeño, su papá conduciendo un todoterreno. El pequeño André, al que le estaba saliendo los dientes lo estaba llamando, y Bernard se unió a él.
René entró en el centro de mando con una pequeña bolsa de la compra. Dejó la bolsa, y empezó a sacar cosas.
– Todo está aquí-dijo él. Sujetó el inhibidor del tamaño de un walkman a su riñonera. Con la potencia que salía de él, podría dejar fuera de combate los sistemas de comunicación de los edificios circundantes.
Aimée le ayudó a meterse la antena por la manga para que pudiera sacarla con facilidad.
– Por lo que ha dicho Simone, sabemos que uno de los terroristas está fuera de combate -dijo Aimée-. René parece un niño desde esta distancia. Si las puertas por las que ha entrado Berge están cerradas, él puede ir hacia la ventana. Cuando apunte con el inhibidor al dispositivo que controla la bomba, René disparará radiofrecuencias de alta energía. Interferirá con el mecanismo de detonación, lo que desactivará…
Aimée no pudo terminar.
Sardou y todos los hombres que llevaban auriculares corrieron hacia la ventana.
– Luz verde -murmuró alguien.
Vio que un equipo de tácticas con uniforme negro se detenía delante de la puerta, y oyó el clic de los rifles de forma simultánea.
– ¡No lo hagáis! -gritó ella-. El edificio saltará por los aires.
– Tienen tres o cinco segundos antes de que reaccionen -farfulló Sardou-. Será mejor que los aprovechen.
Perpleja, vio cómo el equipo accedía al edificio. No hubo explosión. Más chasquidos de los rifles. Pudo ver cómo las balas hacían añicos los cristales.
Aimée soltó un grito ahogado.
– ¡Por favor, Dios mío, que Anaïs y los niños no se acerquen a las ventanas! ¿Qué ha pasado? -le preguntó ella a Sardou.
– Hace tres minutos Rachid accedió a nuestras demandas -le contestó Sardou-. Lo hemos grabado desconectando los cables. Su plan era de respaldo.
– Entonces, ¿para qué dispararle?
Aimée se agarraba con tanta fuerza al alféizar de la ventana que tenía los nudillos blancos; todavía se preparaba para una explosión.
– Habíamos eliminado al otro -le explicó Sardou-. A la raid no le gusta coger prisioneros.
Llevaron al patio a dieciséis niños con su profesora y a una temblorosa Anaïs con Simone. A Aimée la inundó una sensación de alivio, hasta que lo recordó.