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– ¿Quieres decir perdonarla por el pasado?

– Me dijo que sentía que las cosas se hubieran intensificado -dijo Anaïs respirando rápidamente.

– ¿Intensificado?

– Ese fue el término que usó la pute. ¿Te lo puedes creer?

Negó con la cabeza. Se echó hacia atrás y respiró profundamente.

Cuando llegaron al ángulo donde se encontraban las calles en Jourdain, el taxista ya había perdido de vista al Twingo, pero dio vueltas por las sinuosas calles que rodeaban la iglesia de Saint Jean Baptiste varias veces para asegurarse.

El taxi siguió las calles con casas adosadas cortadas por amplias escaleras de piedra bordeadas de faroles. Los tejados del siglo XIX se desdibujaban debajo de ellas. En la rue de la Duée, entraron en la estrecha y adoquinada Villa Georgina. Se dio cuenta de que esta zona poco conocida era una de las más exclusivas y caras de Belleville.

– Te contrato -le dijo Anaïs- para que me digas qué significa esto.

Buscó en su bolso, y sacó la mano de Fátima y otro fajo de francos.

– Tómalo como un anticipo.

– ¿La mano? -le preguntó Aimée cuando Anaïs le puso el talismán de bronce y con abalorios azules en la diestra.

Anaïs le metió el fajo de billetes en el bolsillo.

– Quizá no signifique nada, pero quiero saber quién la mató -le explicó-. Averígualo.

Cerró los ojos.

– Anaïs, habla con Philippe. Estás metida en un lío -le dijo, exasperada por su reacción-. Si volaron el coche de Sylvie, y vieron cómo te entregaba algo…

– Por eso tienes que quedártelo -le dijo, con mirada sombría y seria.

Qué pena que eso no hubiera ayudado a Sylvie, pensó Aimée.

– Mi pequeña Simone pensará que me he olvidado de ella -dijo Anaïs, con tono de preocupación-. La acuesto yo siempre.

En las ventanas del piso de arriba, brillaban con fuerza unas luces cuando el taxi se detuvo.

– Quelle catastrophe! ¡Philippe ha organizado una recepción para la delegación argelina de comercio!

– Preocúpate de eso más tarde -le dijo Aimée-. Mira, Anaïs, esta noche hemos infringido parte del código penal, quiero parar mientras todavía siga libre en las calles.

– Estás conmigo en esto -dijo Anaïs, con la voz quebrada-. Siento haberte involucrado, pero no puedes detenerte ahora.

Era verdad. Pero Aimée quería perderse en la oscura y húmeda noche y no mirar atrás.

– Ahora mismo -dijo- tenemos que meterte dentro.

Se volvió hacia el taxista, y le ofreció más billetes de cien francos de Anaïs.

– Por favor, espéreme aquí.

Ayudó a Anaïs a llegar a una puerta lateral de color azul cobalto que había en un estrecho callejón. Tras varios golpes, una mujer con mucho pecho, cuya silueta se recortaba en la luz, abrió la puerta. Aimée no le pudo ver la cara, pero oyó un jadeo.

– Madame… gava?

– Vivienne, no dejes que me vea Simone -le pidió Anaïs, como si estuviera acostumbrada a dar órdenes-. Ni nadie. Dame algo para ponerme encima.

Vivienne se quedó clavada donde estaba.

– Monsieur le ministre…

– Vite, Vivienne!-le espetó Anaïs-. Déjanos entrar.

La mujer se puso en marcha, abrió la puerta y las condujo adentro. Le tendió bruscamente un delantal a Anaïs.

– Ayúdame a sacarme la chaqueta -le ordenó.

Vivienne le quitó la chaqueta manchada de sangre con cautela, y la dejó en el suelo de la cocina.

Anaïs se tambaleó y se apoyó en la encimera, donde había una fila de bandejas con aperitivos. Los labios de Vivienne se entreabrieron por el miedo, y agarró su almidonado uniforme de doncella.

– Pero debe ir a l'hôpital, madame-dijo ella.

– Vinagre -susurró Anaïs, cansada del esfuerzo que había hecho.

– ¿Qué, madame?

– Empapa la maldita chaqueta en vinagre -murmuró Anaïs.

Aimée supo que se estaba desvaneciendo rápidamente.

– Vivienne, dígale a le ministre que de repente se ha intoxicado con algo que ha comido -le pidió Aimée, que examinó los platos-. Esos -señaló ella-. Mejillones contaminados. Pídales disculpas a los invitados.

– Por supuesto -asintió Vivienne, apoyada en los cajones de la cocina.

– Me la llevaré arriba -dijo preocupada Aimée-. Traiga vendas. Y también toallas si tiene; está sangrando de nuevo.

Aimée cogió el trapo de cocina que tenía más cerca y se lo ató alrededor de la pierna.

Vivienne cogió una bandeja de eruditos, y salió rápidamente de allí.

Pudieron llegar arriba y recorrieron cojeando un pasillo en penumbra. El suelo de madera crujía a cada paso que daban.

– Maman! -dijo una voz de niña desde detrás de la puerta entreabierta de una habitación-. ¿Dónde está mi bisou?

Su tono, tan seguro aunque con un dejo de añoranza, se elevó al final de la frase. Su pequeña voz conmovió a Aimée.

– Un moment, mon coeur -le dijo Anaïs, que hizo una pausa para recobrar el aliento-. Tengo una invitación especial para ti: puedes venir a mi cuarto en un minuto.

¿Le pidió alguna vez a su madre un beso de buenas noches? ¿Le escuchaba ella? Lo único que recordaba era que le decía con su monótono acento americano: «Cuídate, Amy. Nadie lo hará por ti».

En la habitación de techos altos, con paredes de color amarillo pálido y cortinas violeta claro, Aimée ayudó a que Anaïs se quitara la ropa.

Le limpió la sangre de las piernas, le puso el camisón, y la metió en la cama. Le colocó varios almohadones debajo de la pierna. De nuevo, después de aplicarle presión directa, dejó de sangrar. Gracias a Dios.

Aimée ató su jersey húmedo alrededor de la cintura.

El rostro hundido de Anaïs mostraba un gran cansancio. Pero cuando una niña de pelo color zanahoria, con un pijama de franela salpicado de estrellas, asomó su cabeza por la puerta, su cara se iluminó.

– Maman, ¿qué ocurre? -dijo la niña con el entrecejo fruncido en señal de preocupación. Se metió con los pies descalzos al lado de su madre.

– Simone, estoy un poco cansada.

– Tenía muchas ganas de verte, maman -dijo la niña.

– Yo también -le confesó Anaïs, abriendo los brazos y abrazando a su hija-. Merci, Aimée. Ya estoy bien.

Aimée salió sin hacer ruido de la habitación. Pasó al lado de Vivienne, que proyectaba una enorme sombra, y que llevaba antiséptico y toallas.

– Por favor, llame al doctor de Anaïs -le dijo-. Ya no sangra, pero deberían verla por si tiene lesiones internas.

Vivienne asintió.

– Vigílela, por favor -siguió-. Llamaré más tarde.

Abajo, en la puerta de la cocina, Aimée se detuvo a echarle un vistazo a la recepción que estaba teniendo lugar. Al lado de vino frío de Argelia y zumos de frutas, habían colocado una mezquita hecha con terrones de azúcar con detalles pintados en turquesa y adornada con una cúpula de oro. Apiñados debajo de las arañas dieciochescas de los de Froissart había unos grupos de hombres, algunos con chilabas, otros de traje. Se oían conversaciones en árabe y en francés.

No había visto a Philippe de Froissart desde la boda, pero lo reconoció apiñado entre unos militares de uniforme. Había envejecido; su nariz de pájaro era más prominente, tenía arrugas en sus mejillas rosadas, y su negro bigote se estaba encaneciendo. Su espeso y oscuro pelo, era ahora blanco en las sienes y rizado a la altura de la clavícula. Aunque ahora ejercía de aristócrata, otrora había sido miembro del partido comunista. Se había convertido en un socialista descafeinado, pensó, como el resto del mundo.

No quería colarse en la recepción, manchada de lodo y sangre… la sangre de la amante de Philippe. Pero tenía que llamar su atención y decirle lo que había pasado. Le hizo un gesto con la mano, con la mitad del cuerpo detrás de la puerta.