– ¿Y Bernard Berge?
La respuesta a su pregunta llegó cuando sacaron tres cuerpos al patio adoquinado: un hombre corpulento en ropa interior y dos hombres con mono negro.
¿Tres terroristas?
El equipo de tácticas les quitó los pasamontañas a los otros dos.
Uno de ellos era un hombre con barba, y un pequeño agujero negro en la bóveda craneal. Murió en el acto, se imaginó ella. Un tiro limpio al cráneo, que no le habría afectado al sistema nervioso y le impidió que activara la bomba. Bernard era el otro, con el mono manchado. Un punto rojo oscuro, como un tercer ojo, le goteaba por la frente. Tenía el rostro relajado, y parecía en paz. Aimée sintió una sensación muy extraña, como si el alma de Bernard batiera sus alas sobre el patio adoquinado, y volara hacia la débil luz del sol.
– Nom de Dieu! -bramó Sardou mirando a Berge-. ¡Berge ha ido de pecador a mártir en un solo día!
– Berge era prescindible, ¿no es así? -dijo enfadada Aimée-. Guittard siempre tuvo planeado echarlo a los perros, de una forma u otra.
Sardou tenía los ojos vidriosos. Se dio la vuelta y se dirigió al patio. Cuando la camilla levantó el cuerpo sin vida de Berge, Aimée susurró una oración. El pobre Bernard había sido carne de terrorista.
Fuera, Guittard estaba dando una rueda de prensa. Había tantos medios que ella y René tuvieron que esperar cerca de las ambulancias del samu donde unos padres llorosos y aliviados abrazaban a sus hijos. Había llegado Martine, que cogió a Simone, y ayudó a Anaïs a acceder al puesto de primeros auxilios que habían improvisado en la parte de atrás de un camión de bomberos.
Desaliñada, Anaïs se sentó en el parachoques del camión, para que atendieran sus heridas.
– íbamos a desmantelar el sistema, Anaïs -le explicó Aimée-. Lo habíamos averiguado.
– Sabía que podías, ¿por qué no lo hiciste? -dijo ella con el pelo pegado a su arañado e hinchado rostro-. Se me ha estropeado el traje.
Aimée vio a Kaseem Nwar. Estaba de pie, sonriente, balanceándose sobre sus talones, mientras Philippe abrazaba a Simone.
Y entonces Aimée lo supo.
Todo encajaba. Philippe había hecho un trato con el demonio sonriente. A Aimée le hervía la sangre, y se quedó mirando a Kaseem Nwar, que se agachó y le dio una palmadita en la cabeza a Simone.
– Philippe ha cedido ante Kaseem -le dijo Aimée a Martine y a Anaïs, que tenían los ojos como platos-. Él financió la misión, ¿no es así?
Anaïs se encogió de hombros, y puso una mueca de dolor cuando el paramédico le limpió la cara.
Aimée estaba furiosa. Por segunda vez había estado a punto de salvar a la familia de Philippe, pero él había pactado con el diablo. El diablo sonriente que vendía a su propio hermano, Hamid.
– Las dns sabía que el terrorista había desactivado la bomba -dijo ella-. Y aun así los mataron, incluso a Bernard.
Anaïs se mordía el labio mientras el paramédico la curaba.
– ¿Qué quieres decir?
– Kaseem os tomó a ti y a tu hija como rehenes hasta que Philippe cedió -le respondió ella.
Los ojos de Anaïs se llenaron de ira. Entonces se ablandó cuando vio a Simone y a su marido.
– No sabía que era Kaseem, Aimée. Lo siento. Sólo quería que averiguaras quién estaba chantajeando a Philippe.
– Podrías haberme ayudado más, Anaïs.
Aimée se acercó a grandes zancadas a Kaseem y a Philippe. Este la ignoró, y abrazó con fuerza a Simone.
– Te debo una Orangina, Simone -le dijo Aimée en un tono de voz tranquilo.
La niña asintió seria.
– Una grande.
– Vamos a llevar a maman a casa, Simone -le dijo Philippe.
No miraba a Aimée a los ojos.
Simone cogió a su padre de la mano y tiró de él.
– Esto no se ha terminado, Philippe -dijo Aimée con los dientes apretados-. Me encargaré de ello.
Pero Philippe y Simone ya se habían abierto camino entre el equipo de urgencias para ver a Anaïs. Philippe la rodeó con sus brazos, y por un momento los de Froissart formaron una pina. Entonces él se las llevó a la zona de descanso.
– Déjelo estar, mademoiselle Leduc -le dijo Kaseem.
– Ha puesto en peligro a unos niños -dijo ella-. Antes de eso, intentó matarme en el cirque. ¡Saboteó la causa del afl y la de su propio hermano!
Kaseem negó con la cabeza.
– Nadie creía en él de todas formas.
Aimée sintió pena por el pobre Hamid, que se moría de hambre por ayudar a los inmigrantes. Qué irónico que fuera Kaseem, su hermano, quien proporcionara armas y ayudara en las masacres que los inmigrantes habían intentado evitar.
– Las fotos XT196…
– No dicen nada -la interrumpió Kaseem-. Son sólo fotos.
A Aimée le recorrió un escalofrío. Su cruel arrogancia la ponía nerviosa.
– Pilas de cuerpos en el desierto -continuó él-. Y qué. Lleva ocurriendo desde hace años. Desde los ochenta. A nadie le importan las luchas internas en Argelia.
– Es diferente cuando los responsables de eso son los excedentes de armas francesas y los contribuyentes franceses son los que cargan con la cuenta -dijo ella-. Al menos, eso es lo que pensarán ellos.
Kaseem se abotonó el abrigo de lana, y chasqueó los dedos a un hombre que estaba apoyado en un coche.
– Los ministros hacen la vista gorda. Usted debería hacer lo mismo. Disfruto de su compañía. Podríamos…
– Todo ha sido un engaño -lo interrumpió Aimée-. Sylvie descubrió lo que significaba XT196, por eso la mataron, mientras Philippe recortaba la financiación. Philippe escondió a Anaïs, así que usted utilizó a su hermano Hamid. Urdió la trama de la toma de rehenes y culpó al afl. Todo esto para presionar a Philippe para que cediera, para que financiara la misión porque su hija estaba dentro. Entonces Anaïs se dio de alta en la clínica, una ventaja para usted. Y nadie sabría la verdad. Nadie encajaría las piezas. Excepto yo.
– Lo tomaré como un «no» para cenar conmigo. -Kaseem sonrió y no pestañeó ni una vez-. Especule cuanto quiera. No lo puede probar.
Se sintió impotente; quería dejarlo al descubierto allí mismo. Su sonrisa condescendiente le estaba poniendo de los nervios.
– Es un aspirante a general, ¿no es así?, jugando con los mandamases del ejército -dijo ella-. Siempre y cuando proporcione las armas, podrá seguir jugando. ¡Sin los juguetes comprados con la financiación de Philippe usted sólo es un simple mahgour sin nada que ofrecer!
Sus ojos brillaron.
Sabía que había dado en el blanco.
– Diga lo que le apetezca -dijo él-. Tengo lo que quiero.
Y se fue.
Los adoquines resplandecían a sus pies, resbaladizos y pegajosos, cuando llegó el panier á salade, la furgoneta que se iba a llevar los cuerpos. Kaseem tenía razón, y le ponía enferma. Los malos habían ganado. Y ella había creído que los podía detener.
Cuando subieron el cadáver de Bernard a la camilla, Aimée susurró una oración.
Tenía que haber una forma de atrapar a Kaseem. De desacreditarlo.
Cuando Martine se acercó a ella, Aimée ya había pensado en cómo hacerlo.
– Veo que Kaseem no es de tu agrado -le dijo Martine-. ¿Qué vas a hacer con él?
– Voy a hacer que se sienta muy incómodo -contestó ella-. Con tu ayuda le podré causar algo de daño.
– ¿Cómo?
– Para empezar, volvamos a tu oficina -dijo Aimée-. Te lo contaré por el camino.
– No si eso involucra a Anaïs -dijo ella.
– No te preocupes -la tranquilizó Aimée-. Cogeré al pez gordo. No sólo eso, venderás más periódicos con el informe que redactaré con información privilegiada. Tengo los negativos para probarlo.
– Llévame a la sala de prensa -dijo Martine, y abrió la tapa de su móvil-. Tengo información de primera mano para redactar un artículo sobre la toma de rehenes.