Lunes a última hora de la tarde
Tres agencias de noticias, además de la Agence France-Presse y la cnn, ya habían recogido la historia de Martine cuando Aimée abrió la puerta de Leduc Detective. Oyó que en la radio decían que todo apuntaba a que había sido un importador de joyas argelino, y se rumoreaba que estaba al servicio de unos terroristas con base afgana y que apoyaba a los fundamentalistas combativos. Se decía que proporcionaba al ejército argelino armas de calidad inferior y excedente militar. Su cuenta de banco en Suiza, continuaba el artículo, enterrada bajo un alias, escondía multitud de pecados.
Aimée entró en su terminal y en el de René. Desde el de ella accedió a la cuenta de Sylvie/Eugénie usando la contraseña beur. El saldo de cinco millones de dólares seguía allí y le dio a guardar.
En el de René, siguió el laberinto que él había establecido para el Banco de Argel. Desde este banco se conectó al la cuenta de AlNwar y de las otras dos compañías subsidiarias. Aimée retiró todo y dejó el saldo mínimo de diez dinares en cada cuenta.
De la misma forma que Kaseem y Sylvie habían previamente establecido, transfirió las sumas a la cuenta que Sylvie tenía en las Islas del Canal. Sin embargo, en vez de seguir su mismo procedimiento, ella transfirió ese saldo, los cincuenta millones de francos, a la cuenta del afl.
Ahora Kaseem y sus negocios estaban en la ruina. Pero el ejército argelino pensaría que lo había escondido todo en Suiza.
Par frustrar cualquier intento de interceptarlo, sacó el informe policial de la muerte de Sylvie Cardet, resaltó el nombre de «Eugénie Grandet» y los extractos de la cuenta, y los envió por fax al departamento de archivos en el fíchier de Nantes, que declararía muerta a Eugénie y congelarían la cuenta.
Accedió al Ministerio de Defensa, a la financiación de la misión humanitaria. Al denominar el cargamento como material médico perecedero, los contendores se marcarían para que fueran inspeccionados antes de su salida del puerto de Tolón, que era el centro naval más grande y lindaba con un complejo militar. Si el cargamento contenía las armas del excedente militar, como Aimée se imaginaba que así sería, los inspectores las incautarían.
Kaseem no tendría su cargamento.
Se limpió los pantalones de cuero negro, y cogió su chaqueta.
Ahora debería hacerle una visita a Hamid para contarle las buenas noticias.
Desde la cama de Hamid en la sala de L'hôpital Tenon se podían ver unos frondosos limeros que había en la calle. Sus mejillas ya tenían algo de color, y sus ojos habían perdido su languidez.
– Salaam aleikum -le saludó él con un apretón de manos, tocándose después el corazón.
– Aleikum es-salaam -le contestó Aimée. Sacó una naranja del bolso y la colocó en su bandeja de esmalte del hospital-. ¿Quieres que te la monde?
– Merci-le agradeció él-. He dedicado mi vida al afl, pero no he podido salvar a los sans-papiers-dijo él con el rostro todavía demacrado-. Pero los nuevos inmigrantes, los jóvenes, piensan diferente. Nunca les he prestado atención. Ahora tengo que rehacer mi vida.
– Sé la verdad-le dijo ella mientras clavaba los dedos en la dura naranja.
– ¿Qué quiere decir? -Las cejas de Hamid se arquearon como acentos sobre sus hundidos ojos.
– Kaseem te presionó. -Peló la naranja, y los gajos se abrieron en su mano-. Como hace con todo el mundo. Pero tú eres su hermano, como mahgours sólo os tenéis el uno al otro.
Le ofreció los gajos a Hamid. Se metió las cuentas antiestrés en la otra mano y aceptó la naranja. Pudo ver la curiosidad en sus ojos.
– Tu hermano mató a Sylvie -le dijo ella-. La hizo saltar por los aires.
La mano de Hamid tembló, pero la naranja no se le cayó al gastado linóleo verde.
– No te creo.
– Lo siento. Él no sabía que Sylvie le dio esto a Anaïs. -Sacó las fotos, y puso algunas sobre la manta del hospital-. ¿No es en el sur de Orán, donde naciste?
Hamid asintió lentamente, y se las quedó mirando fijamente.
– Ahora se trata de una tierra baldía a la que llaman 196 -dijo ella-. Sólo un número. Ni siquiera un nombre. Un cementerio de huesos blanqueados mezclados con munición enterrada. Cuando erais jóvenes los dos luchasteis allí. Perdisteis con los franceses.
Hamid asintió.
– Sí, hace mucho tiempo.
– Kaseem se hace llamar el General -le dijo Aimée-. Todavía le gusta jugar a la guerra. Tiene que encontrar juguetes con los que jugar con los mandamases.
En los ojos grandes de Hamid se veía miedo.
– No hay pruebas -dijo en tono vacilante.
– Pero Kaseem ya no lo volverá a hacer. Me he encargado de esos juguetes -contestó ella-. El dinero de Sylvie y el suyo han vuelto al afl.
La expresión del rostro de Hamid era de incredulidad.
El linóleo de la larga sala lo cruzaban sombras rectangulares. Sólo unas pocas camas estaban ocupadas. Una sonriente enfermera jefa con uniforme blanco almidonado los saludó con la cabeza cuando pasó por delante de ellos. Se alejó haciendo ruido con sus zuecos.
Aimée le pasó a Hamid más gajos de naranja, y se levantó.
– Ahora puedes empezar de nuevo, Hamid -le dijo ella-. Contrata a unos abogados que impidan tu deportación, crea un centro de día, un periódico, un servicio de comidas a domicilio, hazlo como tú quieras. Incluso podrías atraer a los más jóvenes con un centro moderno, un gimnasio, clases de árabe, videojuegos. Lo que sea.
– No te conozco -le dijo Hamid. La miraba inseguro.
– Sylvie lo habría querido así -dijo ella-. Para compensaros por el trabajo que había llevado a cabo su padre en la oas. El asesinato de inocentes, lo que ella odiaba.
– Qué curioso. -La mirada de Hamid se había vuelto melancólica-. Eso fue lo último que me dijo Sylvie.
– ¿El qué? -le preguntó ella.
– Que quería reparar el daño que había hecho su padre.
– Sylvie debió de ser una persona especial.
– Una estrella poco común -dijo Hamid.
Emocionada, Aimée recordó que Roberge había dicho lo mismo. De hecho, casi todo el mundo, excepto Anaïs, la había querido.
– ¿Dónde está Kaseem? -preguntó.
Recordaba cómo Hamid contraía el rostro cuando mentía.
– En el avión -dijo él con la boca ligeramente torcida-. ¿Por qué?
– Sólo quiero contarle lo que he hecho -le contestó ella-. Prepararlo para lo que le espera cuando vuelva a Argelia.
Quería servirle la justicia en bandeja, personalmente. Ver qué cara ponía, aunque fuera de lejos.
Pensó que tendría que batallar con Hamid durante horas, pero pareció haber tomado una decisión.
Él la miraba, inexpresivo.
– No le hagas daño -dijo él.
Ella asintió. Dejaría que los militares con los que le gustaba jugar lo hicieran por ella.
– Está en una boda -le dijo Hamid.
Las farolas brillaban sobre el quiosco de periódicos mientras Aimée compraba la edición especial de Le Figaro, con el artículo de Martine que aparecía en primera plana. La mitad inferior de la portada la ocupaban unas fotos desgarradoras de unos prisioneros con un número, y esos mismos números se veían sobre unos cuerpos apilados. En la columna lateral se relataba la historia del presunto proveedor de armas de excedentes militares, que apoyaba a los fundamentalistas. Parfait, pensó ella. Sólo quiero ver la cara que pone Kaseem.