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Los clientes pululaban en el concurrido restaurante Kabyle Star en la rue de Belleville. Aimée se abrió camino entre los comensales hacia la sala para banquetes que había en la parte de atrás. De dentro salía una música tradicional acompañada de un tambour que provenía del banquete de bodas.

– Estoy con la familia política del novio -le dijo ella al curioso gorila.

Kaseem estaba de pie al lado del bufé, rodeando con su brazo a un hombre de uniforme, riéndose y brindando con un vaso de zumo. La algarabía inundó la sala en la que había unos cien invitados. Unos niños correteaban entre las mesas, y, de vez en cuando, unos ancianos que llevaban caftán se los llevaban de allí.

– Ahí, ¿lo ves? -Señaló y saludó con la mano a Kaseem, sabiendo que él no la vería desde esa distancia-. Kaseem Nwar, el cuñado de mi hermana… -Pero el aburrido gorila ya la estaba haciendo señas para que entrara.

Desde el bufé, a Aimée le llegó el tentador aroma a cordero y clavo procedente de las humeantes tagines de barro. Vio bandejas de bistilla, con masa tipo hojaldre especiada y espolvoreada con azúcar y canela. El ambiente estaba cargado con olores a perfume, sudor y agua de azahar.

Aimée se arrimó a la pared, ocultándose entre las cortinas mientras inspeccionaba la sala. Vio a la novia y al novio iluminados en la pista de baile.

La novia llevaba puesto un vistoso caftán azul y dorado. En su cuello brillaban unos collares de oro. Mientras la pareja de novios bailaba, los invitados metían billetes en el pelo de la risueña novia y alrededor de los hombros.

– Qué hermosa takchita-dijo una mujer con los ojos perfilados con una gruesa raya de khol que apareció a su lado-. El dorado le resalta el pelo y el azul, los ojos. -Miró a Aimée con complicidad-. El tercer día de la fête es siempre el mejor. ¡El mejor banquete!

Aimée asintió, e intentó alejarse de la mujer.

La mujer le dio un codazo en las costillas.

– Tal y como le dije a Latifa el otro día, que no se preocupara. ¡Todo saldrá perfecto, vendrá todo el mundo, el bufé será maravilloso, y tu niña pasará la prueba de la virginidad!

Aimée deseó que la mujer se callara. Su voz seguía subiendo de volumen.

– La familia del novio es tan tradicional. -La mujer se echó hacia delante, y su tono se volvió confidencial-. ¿Qué pueden esperar de las chicas que nacen aquí, ¿eh? Aunque la esperanza es lo último que se pierde, digo yo.

– ¿Le puedo pedir un enorme favor? -le dijo Aimée, que se sentía fuera de lugar. No esperó a que la mujer respondiera-. ¡Entréguele esto a Kaseem, por favor! -le dijo, y le metió el periódico entre las manos de dedos gordos y enjoyados-. A ese hombre de ahí.

Señaló a Kaseem, que, con talante serio, metía francos en el pelo de la sonriente novia.

– Es el tío de mi amiga, y quería el periódico por algún motivo. Tengo que salir a aparcar el coche. Está encima del bordillo y a este paso se lo va a llevar la grúa. ¡Por favor!

La mujer se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? De todas formas, quiero averiguar si tiene un hijo de la edad de mi hija.

La mujer soltó una estruendosa carcajada, le dio otro codazo a Aimée en las costillas, y se abrió paso hacia el otro lado de la sala.

Aimée pensó que quizá Kaseem querría ese dinero de vuelta cuando se diera cuenta del estado de su cuenta. También había incluido una copia de su nuevo extracto bancario. Caminó lentamente en paralelo a las cortinas de terciopelo que separaban la sala para banquetes de la zona del restaurante.

Aimée no llegó a ver la cara que ponía Kaseem.

Sintió que algo se le clavaba en la columna. Puntiagudo y afilado.

El corazón se le salía del pecho. Intentó echar mano a su Beretta, pero alguien la sujetó con tanta fuerza que se lo impidió.

Se giró lentamente. El filo del cuchillo le rozó la piel. Dédé la miraba fijamente. Frío e inexpresivo. El sudor le escocía en la columna.

– Haz un movimiento brusco -le susurró él-, y te destripo como a un pescado.

– Se acabó, Dédé -dijo ella con voz ronca-. Kaseem es historia. Lee el periódico.

Por el rabillo del ojo, vio a Kaseem con el periódico mientras la mujer señalaba el lugar en el que había estado con Aimée. Varios hombres de uniforme se habían reunido alrededor de él, y miraban por encima de su hombro; aunque la agonizante Aimée no podía distinguir su cara.

– Qu'importe?-le dijo Dédé-. Yo siempre termino mis trabajos.

Y con ella atravesó rápidamente las puertas batientes de la cocina que estaba a la izquierda. Siguieron a un camarero con delantal blanco y pasaron por delante de cacerolas que bullían en la humeante cocina.

Aimée se retorcía, pero, cada vez que lo hacía, el cuchillo se le clavaba más en la carne. Para ser tan bajito, Dédé la tenía agarrada con mucha fuerza.

– Tiens, ¡no pueden estar aquí! -exclamó un camarero que cargaba con una enorme bandeja de cuscús.

– Conozco al chef -dijo Dédé, y pasó con Aimée a toda prisa.

Avanzaron a trompicones por delante de camareros que les gritaban y sudorosos cocineros que los amenazaban con espumaderas. Aimée agarró algunos cuchillos de la tabla de cortar, pero Dédé le cogió la mano y se la sacudió, lo que hizo que los soltara uno a uno. Uno de los chef se acercó rápidamente a ellos cuando los cuchillos cayeron estrepitosamente al suelo.

– Atrás -gritó Dédé, que blandía la Beretta, y soltaba brevemente el brazo de Aimée.

La idea de Aimée era coger otro cuchillo, pero en su lugar agarró unos pinchos grasientos de acero para los kabob. Se los consiguió meter en la manga antes de que Dédé la cogiera de nuevo de la mano.

Si pudiera escaparse, escabullirse por la puerta trasera. Pero la furgoneta de Dédé esperaba en el callejón de atrás. Era una vieja furgoneta de reparto Deux Chevaux, abollada y oxidada. Abrió las puertas traseras y, dentro, le pegó.

Dédé la golpeó de nuevo. Esta vez con tanta fuerza que chocó contra las cajas de plástico duro que había apiladas contra la pared de la furgoneta. Se sintió invadida por un dolor muy agudo. Entonces le dio un rodillazo en la espalda, y la dejó sin aliento. Jadeó e intentó coger aire. Lo último que recordó fue que su cabeza golpeaba el suelo y ver la borrosa acera a través de un agujero que el óxido había hecho en el suelo.

* * *

Empezó a ser consciente de que arrastraba los tacones por unas piedras, por grava, que salía disparada, y por tierra. Todo estaba oscuro, salvo unas losas blancas de formas curiosas que brillaban a la luz de la luna. Le dolía la cabeza. Cada vez que respiraba parecía como si le estuvieran clavando una aguja en la costilla. La voz de Dédé provenía de alguna parte.

– He pensado que para ahorrarle a todo el mundo un viaje -dijo él, y, exhausto, la dejó en el suelo-, te mataré aquí.

Aimée se dio cuenta de que estaba en un cementerio. Y Dédé tenía su Beretta.

– Cimitiére de Belleville -dijo él-. No hay mucha gente famosa enterrada aquí, y está un poco a desmano, pero tiene buenas vistas.

No le iba a dar la satisfacción de verla quejarse, pero la cabeza le iba a explotar del dolor.

– Dédé, tu contrato ha concluido -le dijo en poco más que un susurro-. Olvida esto.

– Quizá sea mi educación proletariat… o ética laboral, pero cuando empiezo un trabajo, lo termino -dijo, mientras se sentaba en una pequeña cripta de mármol. Se alisó su corta chaqueta y se quitó el polvo de los pantalones-. Para eso me pagan.

A la luz de la luna vio que Dédé sacaba el llavero con la pelota de fútbol del bolsillo. Lo toqueteaba con los dedos y jugueteaba con él sin parar.

– Por favor, escucha, Dédé. Kaseem está acabado -le dijo ella.