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– Alors, mi trabajo es mi vida. Lo hago con orgullo y satisfacción. Me gusta hacerlo mejor de lo que me piden. Lo tomo como algo personal. Los jóvenes hoy en día… no tienen ni idea.

Le temblaban las manos, pero apenas podía moverlas. Se las había atado. ¿Cómo iba a escapar? Sintió que los pinchos se le clavaban en alguna parte por encima del codo. Pero no podía llegar a ellos.

– Después de que fastidiaras lo del coche bomba -Dédé chasqueó la lengua y negaba con la cabeza-, tuvo que trabajar mucho. Pero cuando robaste el encendedor de la perla y me dejaste en ridículo delante de mis mecs… eso fue la gota que colmó el vaso.

Aimée ya lo veía todo más claro. El dolor había disminuido, así que podía pensar mejor. Sintió una cruz de metal detrás de ella. Empezó a cortar la cuerda que le ataba sus muñecas.

– ¿Y las otras perlas del lago Biwa? -dijo ella al recordar que les maudites eran cuatro. Quería mantenerlo ocupado hablando mientras ella se soltaba.

– Mi colección ha aumentado -le respondió él-. Las tengo todas.

Dédé se metió de nuevo el llavero en el bolsillo, y la apuntó con la Beretta.

Detrás del muro del oscuro cementerio, había dos grandes torres de agua, recortadas en el resplandor amarillo de Belleville. A la luz de la luna vio unos montones de tierra y hoyos para tuberías en el terreno debajo de las torres. De una tumba cercana llegaban unas voces apagadas.

Aimée empezó a gritar, pero sólo pudo emitir un chillido débil y ronco.

Dédé le metió la manga en la boca para que se callara. Ella mordió con tanta fuerza como pudo. Él gritó. Y ella mordió un poco más fuerte.

Dédé intentó quitársela de encima, y le golpeó la cabeza contra el mármol. Ella no le soltaba. A Aimée le entró sangre en uno de los ojos, pero siguió sin soltarse, como si fuera un pit bull, hasta que sus manos se liberaron. Entonces lo empujó contra las cruces de metal, y a duras penas consiguió ponerse de pie.

– Salope! -la insultó él, todavía con la Beretta en la mano.

Del muro le llegó lo que parecía un silbido.

Aimée comenzó a correr, esquivando las lápidas.

Sentía un dolor punzante en la cabeza, y apenas podía correr. Entró derrapando por una puerta abandonada que había en el muro. Le costaba respirar, y cada vez que lo hacía, sentía una punzada. Pero se obligó a tragar aire, y cuanto más lo hacia, mejor podía pensar. Consiguió atravesar la mitad del terreno de grava que separaba las torres de agua cuando Dédé la cogió de los tobillos. Se golpeó el cuerpo contra el suelo. Se encontró de bruces con un hoyo, y el cuello le escocía.

– ¡Mira lo que has hecho! -siseó Dédé, y le enseñó su chaqueta rasgada.

¡Casi había conseguido escapar!

– Kaseem te utilizó -dijo ella-. Como hace con todos.

Dédé se la llevó a la torre más cercana, de seis o siete plantas de altura. La torre parecía un robot, con unas larguiruchas piernas que eran una maraña de escaleras y tuberías.

– ¡Sube!

Sintió la fría Beretta en la sien.

Aimée miró hacia arriba. Le temblaban las manos.

– Pero tengo vértigo.

– Qué pena -dijo él. Sus cadenas de oro resplandecían a la luz de la luna, y la cara le brillaba del sudor-. Necesito practicar mi tiro.

Iba a matarla como a una mosca.

– Mira, Dédé…

– Esto me está llevando demasiado tiempo, y tengo más trabajos. -Amartilló la pistola y la empujó hacia la escalera-. Muévete.

Subió unos cuantos peldaños, y tropezó. Le resbaló la mano, y se agarró a la barandilla. Sus botas con suela de cuero se deslizaron por los escalones.

Los pesados pinchos se salieron de la manga y cayeron por los peldaños de metal con un tintineo.

Adiós.

El corazón le dio un vuelco cuando vio su última esperanza sobre el suelo de grava.

– ¿Qué es eso? -gruñó Dédé, que se inclinó hacia delante y los cogió. Soltó una breve carcajada, que pareció un ladrido-. ¿Kabobs? Son para ti.

– ¡No, son para ti!

Se dio la vuelta rápidamente. Ya no le importaba lo que él le pudiera hacer.

Pero habló al aire. Había chocado contra él. Dédé apretó el gatillo. Las balas atravesaron los soportes de hormigón de la torre de agua. Aimée se agachó cuando Dédé giraba y se tambaleaba. En la otra mano tenía los pinchos. Tropezó con uno de los hoyos. Vio cómo aterrizaba con un sonoro ¡pum!, y después oyó un desgarrador chillido.

Un pincho le había atravesado la sien.

Se agarraba la cara, sorprendido; el mango del pincho le sobresalía por encima de la oreja. Empezó a convulsionar como si estuviera cavando en el suelo. Unos hilillos de sangre cayeron a la tierra y formaron un charco. Y entonces Dédé se quedó inerte.

Aimée se desplomó y cogió su pistola del suelo. Intentó no mirarlo a la cara.

– Te dije que tenía vértigo.

Martes

– Todavía parece como si te hubiera atropellado un camión -dijo René.

– Como te he dicho, me he chocado contra la parte de atrás de uno -le dijo ella mientras entraba cojeando en su oficina.

Miles Davis correteaba a su lado, y saltó a la silla de René.

– ¿Por qué no te recuperas en casa? -le preguntó él.

– El trabajo me cura -dijo ella, y colgó su chaqueta de cuero en el perchero-. ¿Cómo va lo de la edf?

– Ayer por la noche salieron con que hiciéramos un escáner de vulnerabilidad de su sistema de software -dijo él con una débil sonrisa-. Hoy mencionaron el hardware. Tiens, todavía ninguna firma sobre la línea de puntos.

René se abotonó su impermeable de Burberry.

– Adivina adónde fue el dinero de Philippe.

Aimée levantó la vista.

– A su viñedo. -René negó con la cabeza-. Château de Froissart resultó ser un auténtico tragadero de dinero. Las vides tenían las raíces podridas.

No era de extrañar que necesitara mucho dinero.

– Es hora de mi clase en el dojo-dijo René. Cuando abría la puerta, se detuvo, con expresión preocupada-. Ça va?

– Estoy bien, socio -dijo ella.

– Alguien ha venido a verte -le informó él.

Morbier entró en su oficina; traía de la mano al niño de la fotografía que había visto en el apartamento de Samia.

– Leduc, te presento a mi nieto, Marc -le anunció Morbier.

– Enchanté, Marc-dijo ella, y se levantó para saludarlo. No le sorprendió demasiado.

Los ojos redondos y negros de Marc se iluminaron en su rostro color miel cuando apareció Miles Davis.

– ¿Te apetece beber algo, Marc?

Su tímida sonrisa quedó oculta entre los pliegues del abrigo de Morbier. Se agachó para acariciar al perro, que se había puesto a dos patas para olisquearlo.

– En otra ocasión, Leduc -dijo él-. No podemos llegar tarde a un acontecimiento especial que va a haber en el zoo de Vincennes. Sólo quería dejarte esto.

Morbier le dejó una mugrienta carpeta en su mesa.

– Ahora sabes tanto como yo -le dijo él con una mirada significativa-. Eso si tú quieres. Entrégalo más tarde.

Cuando se cerró la puerta, Aimée se sentó. Se quedó mirando la carpeta, muy sobada y con una mancha de café.

Su móvil sonó varias veces. Miles Davis ladró y saltó sobre su regazo. Aimée ignoró el teléfono. Intentó coger la carpeta, pero le temblaban las manos y no podía agarrarla. Las sombras se alargaban. No supo cuánto tiempo había estado sentada mirándola cuando se percató de que la luz de las farolas entraba por la ventana desde la rue du Louvre. Miles Davis gruñó. Alguien aporreó la puerta de la oficina. Con fuerza e insistencia.