Finalmente, Philippe la vio. A regañadientes, se disculpó, lo que hizo que varios hombres se giraran y miraran en su dirección.
– Bueno, Aimée, cuánto tiempo. La intoxicación… ¿está Anaïs bien? -dijo Philippe sorprendido.
– Vivienne va a llamar al médico -le informó Aimée mientras cogía un taburete de al lado de la encimera, y cerraba con el pie la puerta de la cocina.
Philippe reparó en su vestimenta, y entrecerró los ojos.
– Por supuesto que la intoxicación es seria, pero ¿cómo es que estás aquí?
– Siéntate, Philippe.
Aimée se apoyó en la brillante encimera de granito, tenía la boca seca. Se mordió el labio.
– El ministro está aquí, ¿qué ocurre? -preguntó él con la mirada atenta.
– Philippe, ha habido un atentado con coche bomba -le comunicó ella.
– Coche bomba… ¿Anaïs? -la interrumpió él, con los ojos encendidos. Se encaminó hacia la puerta.
– Escúchame. Sylvie Coudray está muerta.
Philippe se detuvo.
– Sylvie… No, no puede ser -parpadeó varias veces.
Aimée vio conmoción en su rostro. Y tristeza.
– Lo siento -le compadeció Aimée-. Giró la llave de contacto, y entonces…
Se dejó caer pesadamente en la silla, mientras negaba con la cabeza.
– Non, no es posible -repitió él, como si sus palabras pudieran negar lo que había pasado.
– Philippe, su coche estalló justo delante de nosotras.
Se sentó, aturdido y mudo.
– ¿Entiendes? -le preguntó Aimée con un tono de voz más alto-. La explosión nos lanzó por los aires; puede que Anaïs tenga lesiones internas.
Fue como si Philippe hubiera chocado contra una pared hormigón. Con toda su fuerza.
– ¿Qué tiene que ver eso contigo, Philippe?
– ¿Conmigo?
Se frotó la frente.
El tintineo de los cubitos de hielo acompañaba al murmullo de voces que venía de la otra sala. Había unas bandejas de ensalada mustia al lado del fregadero.
– Sylvie intentaba contarle algo a Anaïs.
Philippe se levantó con ira en los ojos.
– ¿Y?
Aimée se preguntó por qué estaría reaccionando así.
– Anaïs podía haber sido la que estaba en ese coche -dijo ella.
– Nunca -dijo él-. No se llevaban bien.
Eso era quedarse corto.
– Ayudé a Anaïs a escaparse…
– ¿A escaparse? ¿Qué quieres decir?
– La siguieron unos hombres -le explicó Aimée-. Nos persiguieron cuando asesinaron a tu amante.
– Pero Sylvie no es mi amante -la interrumpió él.
Philippe pasó por delante de la nevera de acero inoxidable. Unos dibujos de preescolar, con «Simona» garabateado con rotulador rosa, cubrían la mayor parte de la puerta.
– No deberías estar aquí -le dijo él.
– Pero Philippe -protestó Aimée-, Sylvie trataba de decirle a Anaïs…
A Aimée la interrumpieron dos hombres cogidos del hombro, que abrieron de repente las puertas de la cocina.
– ¿A qué viene tanto secretismo, Philippe? ¿Eh, escondiéndote en la cocina? -dijo un hombre sonriente con el pelo rizado y las mejillas sonrosadas, mientras se subía las mangas de su chilaba. Tenía los ojos risueños y la piel canela. Vio a Aimée y arqueó las cejas.
– Llámenme aguafiestas -dijo Aimée, con la esperanza de que se fueran-. Disculpen mi apariencia, estoy de ensayos -dijo para explicar su vestimenta. No quiso profundizar-. Una miniserie alemana… una adaptación de Brecht.
– ¿No vas a presentarnos, Philippe? -le preguntó el hombre. De los dos, era el que parecía más agradable.
– Una amiga de mi esposa, Aimée Leduc -dijo Philippe de mala gana-. Te presento a Kaseem Nwar y le ministre Olivier Guittard.
Los dos hombres sonrieron y la saludaron con la cabeza. Guittard le echó un vistazo a Aimée, a quien de primeras ya no le cayó bien. No tenía nada que ver con su reloj Cartier o su pelo rubio perfectamente peinado. Se lo imaginó con una esposa rubia a juego y 2,5 hijos rubios.
Kaseem se volvió hacia Philippe.
– Está claro que vas a anunciar la financiación continuada de la misión humanitaria, ¿verdad?
Hablaba con un ligero acento argelino, y parecía decidido a arrinconar a Philippe.
Vio que este se ponía tenso.
– Tiens, ¡qué impaciente eres, Kaseem! -dijo Philippe sin alterar la voz.
Le pasó a Kaseem el brazo por encima del hombro, y le lanzó una mirada a Aimée que decía: «Mantén la boca cerrada».
A Aimée no le gustó, pero le otorgó el beneficio de la duda. No tenía por qué contarles lo que había ocurrido a esos hombres.
– Sabes que es una cualidad que admiro, pero la asamblea no piensa igual -dijo Philippe-. Ayer por la noche aconsejamos que la delegación espere al año que viene.
– El plan de Kaseem está supeditado a la época de sequía, Philippe -dijo Guittard-. No queremos decepcionarle ni a él ni a sus patrocinadores.
– Las reuniones sociales requieren vino, Olivier, ¿no estás de acuerdo? -le preguntó Philippe mientras alargaba la mano para descorchar una botella de Crozes-Hermitage que había en la encimera-. ¿O zumo para Kaseem?
Aimée no alcanzaba a ver el rostro de Philippe mientras desviaba la conversación. O lo intentaba.
– ¿Qué tal tu vino, Philippe? -dijo Olivier-. ¿Ha dado buena cosecha el Château de Froissart?
– Pronto -dijo Philippe-. La vinicultura lleva su tiempo. Todo el mundo pasa apuros los primeros años.
– ¿Así que tienes a tus mujeres en la cocina como nosotros, Philippe? -Kaseem sonrió. Se volvió hacia Aimée-. No se ofenda, estoy bromeando. Algunas mujeres se sienten más cómodas.
Aimée esbozó una débil sonrisa. No creía que tuviera aspecto de ama de cosa.
Philippe se frotó sus blancos y rollizos pulgares. Su rostro se volvió inexpresivo.
– Discúlpanos.
Se llevó a sus invitados en dirección al comedor.
Philippe volvió con mirada sombría.
– Yo cuidaré de Anaïs -le dijo, y la llevó a la puerta trasera. -Philippe, ¿por qué la siguen unos hombres? Su rostro se enrojeció.
– ¿Cómo voy a saber de qué estás hablando? Deja que hable con Anaïs. Y le cerró la puerta en las narices.
En el taxi de vuelta, Aimée se preguntó qué escondería Philippe. Y se dio cuenta de que no había visto a una sola mujer en la recepción.
En Île Saint-Louis, Aimée le pidió al taxista que se detuviera en la esquina antes de llegar a su piso. Sus manos no dejaban de temblar, y se le cayó el cambio al suelo. Necesitaba una copa. Las tenues luces del restaurante Les Fous de L'Isle brillaban en la rue des Deux Ponts. Le metió cien francos debajo de la solapa.
– Llámame la próxima vez -le dijo él, y le dio su tarjeta, que decía «Franck Polar».
– No registre la tarifa -le pidió-. Eso si quiere que lo llame de nuevo. Mero.
Salió y respiró el aire frío y vigorizante, lo que hizo que le escocieran los moratones y los cortes. Una desagradable humedad emanaba de los inclinados edificios de piedra, y se arrebujó el jersey para abrigarse mejor. Delante de ella susurraban los frondosos árboles del muelle, y el Sena chapaleaba bajo el Pont Marie. A punto estuvo de pisar excrementos de perro, lo que le recordó a Miles Davis, su bichón frisé: era su hora de la cena.
Oyó música que venía de la estrecha y húmeda calle. Fuera del restaurante, una pizarra anunciaba en tiza azul«¡Quinteto de jazz!». Abrió las puertas de cristal (cubierta de pegatinas con las tarjetas de crédito que se aceptaban allí), y pasó por delante de las altas plantas en maceta. La recibió el cálido y brumoso humo. Se moría por un cigarrillo.