Batya Gur
Asesinato en directo
Traducción del hebreo de Ana María Bejarano, Aharon Klaus y Elisa Martín Ortega
Título originaclass="underline" Retsaj: metsalmim
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Michael Ohayon dejó bajo la cama el pesado volumen de Un buen partido, que lo tenía absorbido desde hacía ya varias semanas, sobre todo desde las dos últimas, ya de vacaciones. ¿Cómo se puede escribir una novela así y vivir al mismo tiempo? Qué cercanos y apropiados le parecían de pronto los reproches que solían hacerle las mujeres con las que había mantenido alguna relación, reproches que más de una vez había oído también a su único hijo, acerca de cómo, cuando estaba ocupado en un caso, se dejaba absorber por su trabajo y se volvía totalmente inaccesible. Ahora sentía que crear con la pluma una realidad o investigar sobre ella eran actividades que exigían un esfuerzo análogo y provocaban la misma ansiedad.
Un ruido brusco en el pasillo interrumpió sus pensamientos. Se precipitó hacia allá y luego al cuarto de baño. Había dejado abierta la puerta del armarito que estaba debajo del lavabo, para que no se formara moho a causa de la humedad. El cubo que había colocado bajo el lavabo estaba volcado, como si un gato hubiera pasado por allí. Pero no había ningún gato. Las ventanas permanecían cerradas y las persianas bajadas, la lluvia golpeaba con fuerza y se había formado un charco de agua turbia junto a la puerta de la calle. No pudo explicarse por qué el cubo se había volcado. «El Efecto Mariposa», habría dicho Tsila, de haber estado allí. Y Balilti, al oírla, seguramente le habría replicado molesto: «¿Otra vez el efecto? ¿Otra vez la mariposa? ¿No te aburres de eso? ¿Es que no hay más explicaciones? Por una vez, di: "no lo sé"». Michael regresó al dormitorio y miró la cajetilla llena de cigarrillos que tenía sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara de lectura. Llevaba todo el día sin fumar. Se había pasado la primera semana de vacaciones racionándose el tabaco. Cada día fumaba dos cigarrillos menos. Pero después, al darse cuenta de que le harían falta veinte días para acabar el proceso y que sólo disponía de una semana antes de su vuelta al trabajo, momento en que el no fumar debía ser un hecho consumado, lo había dejado de sopetón. Hacía ya cinco días que no tocaba un cigarrillo. Y quizá era por eso por lo que no podía dormir. Mejor que volviera a la lectura. Si algo tenía aquel libro, con su profusión de personajes maravillosos y los eventos históricos que relataba, era que en ocasiones lo distraía de su propósito de dejar de fumar. Una vez encontrada de nuevo la postura adecuada y tras haber abierto el libro, cuando estaba ya casi absorto en su lectura, sonó el teléfono.
No hay obra de arte que no surja de la superación de obstáculos.
Y se diría que cuanto más significativa es para uno dicha obra, más poderosos se vuelven los obstáculos, como si uno fuera puesto a prueba ante el privilegio, regalado o robado, de hacer realidad sus sueños. A veces se podría llegar a pensar que los obstáculos y las dificultades son la energía que alienta las obras de arte, provocando desafíos y una rebeldía sin los que… Beni Meyujas abandonó sus reflexiones y miró primero el monitor y después a Schreiber, el único cámara con quien estaba dispuesto a trabajar en esa película. El rostro blanco, grande y liso de Schreiber brillaba cuando, después de erguirse un poco, asomó tras la lente de la cámara. Beni Meyujas le tocó el hombro y lo apartó ligeramente para poder mirar a través de la lente; entonces él también vio la figura que estaba de pie en el borde de la azotea, cerca de la baranda, sujetándose con la mano el vuelo del vestido blanco y levantando su pálido y apesadumbrado rostro hacia el cielo oscuro. El realizador alzó la cabeza y señaló la luna con el dedo.
Beni Meyujas estaba perplejo: no había dejado de llover en toda la semana, sobre todo por las noches, y aunque los meteorólogos afirmaban con insistencia que eran unas lluvias esperadas y que el hecho de que se produjeran entonces, a principios de diciembre, marcaba el preludio de un invierno maravilloso, a él le parecía que eran el resultado de un conjuro del director del departamento de producción para impedir los rodajes nocturnos del Ido y Einam de Agnón, o en sus palabras: «Acabar por fin con esta cosa que ha devorado ya el presupuesto completo del teatro nacional». Perdida ya la esperanza de completar los últimos planos, que tuvieron que realizarse en secreto, por no decir en la clandestinidad, bajo la amenaza -es cierto que ningún miembro del equipo la había mencionado, pero todos sabían que existía- de que Mati Cohen, el director del departamento de producción, apareciera de repente en el plató y decidiera poner fin a los planos complementarios, la lluvia cesó de repente y apareció una luna llena, redonda y amarilla, que se avino a colaborar iluminando los pasos de la sonámbula Guemula, la protagonista del cuento de Agnón, mientras avanzaba con su andar sonámbulo por el borde de la baranda canturreando las canciones de su infancia.
En realidad, justo aquella noche, en que había dejado de llover y la luna empezaba a brillar, Mati Cohen iba camino del estudio; diez minutos antes de la medianoche se encontraba ya en el rellano del segundo piso, en el pasaje angosto y sin techo que se extendía sobre los almacenes, muy cerca de la puerta que llevaba a la azotea. Quienes estaban allí, sin embargo, no advirtieron su presencia porque no lo vieron pasar. Aunque se trataba de un hombre corpulento, sus pasos eran siempre rápidos y ligeros. Subió en silencio las estrechas escaleras de hierro y atravesó la sección de los decorados; algunos estaban iluminados por la tenue luz de unas bombillas desnudas mientras otros se hallaban en la más absoluta oscuridad. Se detuvo en el rellano y miró hacia abajo, al pasaje oscuro, donde parte de los decorados, apoyados en las paredes, proyectaban sus sombras en los rincones del techo. Si hubiera traído aquí a un niño, a un extraño, o simplemente a un trabajador nuevo, se habría creído en un reino de fantasmas, en el que sería posible sentir un sobrecogedor ataque de miedo; él mismo tembló un momento al oír, de repente, unas voces asfixiadas, susurrantes, aunque no le cupo la menor duda de que se trataba de unas voces humanas.
Miró hacia abajo y vio dos siluetas. Las vio desde arriba, y también oyó un murmullo y una voz de mujer protestando y diciendo «no, no, no, no», una voz que aunque le resultaba muy familiar, no era capaz de reconocer. No pudo saber con exactitud quiénes eran, probablemente un hombre y una mujer, pero, en cualquier caso, no les prestó demasiada atención en aquel momento: quizá fuera una pareja, robando unos momentos de amor, un romance clandestino. Parecían estar muy cerca cuando los vio desde arriba; unas manos, quizá las del hombre, rodeaban el cuello de una figura más baja, probablemente la mujer, pero no se detuvo a contemplarlos, sólo asomó la cabeza, echó un vistazo y prosiguió su camino, entonces, justo antes de abrir la puerta blanca de metal que daba a la azotea, vibró el móvil que tenía en el bolsillo. Si no llega a ser por esa llamada, la producción de la película de Beni Meyujas se habría interrumpido en aquel mismo momento. Pero le resultaba imposible dejar a Malka sola cuando Matán estaba asfixiándose por un ataque de asma. Le dijo en un susurro lo que debía hacer, le ordenó que llamara una ambulancia y se apresuró a volver sobre sus propios pasos. Literalmente echó a correr para llegar lo antes posible: era el tercer ataque en ese mes y el niño sólo tenía cuatro años, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Pararse a comprobar si la pareja seguía allí abajo? -tales fueron sus disculpas tras enterarse de lo que había ocurrido-. ¿Cómo hubiera podido saberlo? Se trataba de una urgencia.
Ninguno de los miembros del equipo oyó los pasos de Mati Cohen desde la azotea, ni cuando se detuvo frente la puerta blanca de metal ni cuando retrocedió.