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Michael permanecía en silencio.

– Si eso no es así, le ruego que me diga cómo está Beni y dónde lo tienen, para que me pueda marchar con él, porque él tampoco tiene por qué estar aquí; todavía vivimos en un país democrático y en cualquier momento puedo hacer venir a un abogado de primera fila, ¿entendido?

Michael seguía sin pronunciar palabra.

– En vista de cómo están las cosas… -dijo Rubin, poniéndose en pie-, sencillamente me marcho, con Beni o sin Beni, me marcho para regresar con un abogado -y mientras hablaba se dirigió hacia la puerta.

Michael no lo detuvo, y ya junto a la puerta, con la mano en el picaporte, Rubin se volvió para añadir:

– Sólo dígame dónde tienen retenido a Beni, porque lo prometido es deuda.

Michael se encogió de hombros y se puso a rebuscar entre sus papeles.

– No lo tenemos retenido en ningún lugar. Hace ya unas cuantas horas que ha vuelto al trabajo.

Rubin se quedó de piedra, soltó el picaporte y miró a Michael verdaderamente conmocionado:

– ¿Al trabajo? ¿Qué trabajo?

– Al rodaje de las escenas complementarias de Ido y Einam -dijo Michael, como si la cosa cayera por su propio peso.

– ¿Ahora? -dijo Rubin con voz temblorosa-, ¿ahora ha vuelto a rodar Ido y Einam?

Michael volvió a encogerse de hombros.

– Le hemos dicho que ha recibido autorización para ello y él nos ha comunicado que sólo le falta una semana de rodaje. Le corría prisa, porque su productora estaba esperando…

Rubin lo miró fijamente y, de repente, presionó el picaporte y salió del despacho.

Michael esperó un momento y después cogió el teléfono:

– ¿Me oye? Rubin acaba de salir de aquí, éste es el momento -se quedó escuchando y después volvió a hablar él-: No hay nada que hacer, ya lo hemos hablado, tiene usted que llamarlo ahora, en este preciso instante, al teléfono móvil -y, después de un momento, pronunció unas pacientes palabras que no estaban exentas de compasión-: Lo sé, lo sé, pero no le queda más remedio, tiene usted que llamar al amigo al que tanto quiere, o quiso, y llevarlo con usted.

Colgó, se quedó mirando el teléfono y la puerta, dejó pasar unos pocos minutos sin hacer nada y después llamó a Tsila para que siguieran adelante, tal y como habían previsto.

– Resulta bastante absurdo traernos a nuestros propios cámaras y técnicos de sonido a un lugar como éste -le susurró Balilti a Tsila.

– Todo listo, todos están en sus puestos -dijo Tsila por el walkie-talkie, haciendo caso omiso de las palabras de Balilti.

Ante los ojos de Michael volvió a presentarse la imagen del mundo entero convertido en una enorme oreja, sólo que en esta ocasión también había un ojo, el suyo propio, atisbando, junto al de Shorer, cuya pesada respiración oía claramente (y por un momento Michael se sintió protegido, como hacía quince años, cuando Shorer lo había llevado a trabajar a la policía y no se había separado de él ni un instante durante los primeros días en la calle). Y es que ambos se encontraban en una de las garitas que servían para almacenar los decorados. Observaban a Beni Meyujas, que estaba arrodillado en el punto en el que habían asesinado a Tirtsa, protegiendo con ambas manos, a modo de pantalla, la pequeña y temblorosa llama de una de las velas que las mujeres de vestuario y los empleados del departamento de decorados habían dispuesto formando un pequeño círculo junto al lugar en el que alguien le había reventado la cabeza a Tirtsa. Balilti se había ocupado de que desalojaran el edificio y también le había indicado a Beni Meyujas el lugar exacto en el que debía esperar. Primero oyeron el timbre del teléfono y, a continuación, la voz ronca de Beni que decía:

– Estoy aquí, en Los Hilos, al lado de los bastidores, donde Tirtsa… y después de un momento oyeron que decía-: Te espero aquí, no, no me muevo de aquí.

Michael sabía que Balilti era el responsable de la penumbra que reinaba en el pasillo -en la garita desde la que espiaba lo que sucedía fuera, junto a Shorer, la oscuridad era completa- y, en consecuencia, de la inseguridad y temor que reflejaba la voz de Rubin cuando llamó a Beni Meyujas.

– Estoy aquí -oyeron que Beni le respondía con voz débil-, Arieh, por aquí, al lado de… -y poniéndose de pie, añadió-: donde las velas.

A Michael le pareció apreciar que la pesada respiración de Rubin se oía por todo el pasillo, antes de que dijera, en un tono entre la sorpresa y la burla:

– Ah, aquí estás…, ¿encendiendo velitas como una adolescente el día del aniversario de la muerte de Rabin?

Beni Meyujas volvió a arrodillarse junto a las velas y Rubin se puso de cuclillas a su lado.

– Me han dicho que has vuelto al trabajo -le dijo sorprendido-, que te han dejado en libertad. ¿Es eso cierto?

– Que me han dejado en libertad, sí, pero al trabajo todavía no he vuelto -dijo Beni Meyujas con la cabeza gacha-; aunque eso es lo que les he dicho, que he vuelto.

– Entiendo -dijo Rubin, y durante un buen rato permanecieron en silencio, hasta que de repente Meyujas dijo:

– Dime, Arieh, ¿piensas a veces en el médico?

– ¿Qué médico? -preguntó un atemorizado Rubin y, después de un momento-: ¡Ah, el médico aquel egipcio!…, no, qué va, ¿por qué te has acordado ahora?

– Porque yo pienso mucho en él, durante todos estos años no he dejado de pensar en él, no consigo olvidarlo -dijo Meyujas con la voz quebrada-; pienso en…, pienso en el que le disparó por la espalda cuando ya había echado a andar.

– Beni -dijo un Rubin visiblemente inquieto-, ¿cómo es que ahora, así, de repente…? Pero si durante todos estos años no hemos dicho ni tan siqui…, ni una sola palabra sobre eso… y ahora, de pronto… ¿Por qué te has acordado justamente ahora? ¿Qué tiene eso que ver con nada?

Beni bajó la cabeza y se quedó callado.

– Allí sólo estábamos nosotros, Beni -dijo Rubin en un tono suplicante-, y ahora sólo quedamos nosotros. Srul ha muerto y si nosotros nos callamos la boca, todo habrá terminado, nadie sabrá nada. ¿Por qué sacas ahora lo del médico egipcio? -y al tiempo que hablaba miraba a su alrededor.

– Aquí no hay nadie, Arieh -dijo Beni-, los dos estamos aquí solos. Pero ¿cómo sabes que Srul ha muerto?

Rubin no le contestó.

– ¿Quién te ha dicho que Srul ha muerto? -insistió Meyujas.

– Enseguida te lo digo -le prometió Rubin, y el evidente temblor de su voz denotaba el temor que lo invadía-. Pero antes, dime tú, ¿por qué te has acordado del médico egipcio? ¿Qué tiene que ver él con esto?

– Pues te lo voy a decir -respondió Beni, poniéndose de pie de un salto-, te voy a decir lo mucho que tiene que ver, porque tú y yo no podemos montar ahora una conspiración… Todo ha terminado… Sé muy bien que tú…, que tú has asesinado a Tirtsa…, lo sé perfectamente, lo supe desde el principio. Y desde ese momento ya nada me ha importado. Yo ya no tengo nada que perder. ¿Sabías que Srul se estaba muriendo de un cáncer de pulmón? Tampoco él tenía ya nada que perder, de manera que le hiciste un gran favor, ¿lo sabes?

– Beni -dijo Rubin en un tono amenazador que eclipsaba el resto de temor que todavía se podía apreciar en su voz y, acercándose mucho a Meyujas, al tiempo que éste reculaba, añadió-: ¿No les habrás dicho nada?

– ¿A quiénes?

– A ellos, a la policía, a Ohayon, a Balilti, ¡yo qué sé a quién! ¿Les has dicho una sola palabra de lo que pasó?

– Yo… yo… -tartamudeó Meyujas.

– ¿Se lo has contado o no? -exigió saber Rubin, susurrando amenazador-. Contéstame y no me calientes los cascos.

– Srul vino a Israel para hablar de eso, ¿lo sabías? -dijo Beni Meyujas con voz ronca-, habló de ello con Tirtsa, en Los Ángeles. Yo…, ella…, ella quería contarlo…, pensaba dejarme… Un día me dijo: «¡Yo no puedo vivir con unos asesinos!».