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Rubin posó la mano sobre el hombro de Beni Meyujas.

– Sé muy bien lo que dijo, Beni. Mírame -susurró, ahora muy tranquilo-, mírame, sé muy bien lo que dijo, también conmigo habló de eso, pero yo no corrí a contárselo a la policía, ¿sabes?

Beni Meyujas se cubrió el rostro con las manos.

– Ya no te puedo mirar a la cara, Arieh -dijo entre sollozos-, has… has ido demasiado lejos, yo tenía que haberlo…; ya desde el principio teníamos que haberlo contado… porque ahora te has convertido en una especie de…, eres como Macbeth, derramando sangre por donde pasas…; eso es lo que Srul dijo, y quería que…

– También sé muy bien lo que Srul dijo -contestó Rubin, colocando también la otra mano sobre el otro hombro de Beni.

Ahí estaban ahora los dos, cara a cara y muy cerca. Y entonces los miembros del equipo judicial oyeron el susurro de Beni Meyujas en el micrófono grabador:

– No me importa -lo oyeron susurrar-, porque ya no tengo nada que perder, de cualquier forma ya no puedo…

En ese momento Michael salió corriendo de la garita hacia el amplio pasillo en el que habían encontrado a Tirtsa, y vio cómo Rubin se volvía hacia él amedrentado; pero, para entonces, ya habían encendido todas las luces y habían apartado de allí a Beni Meyujas, que se desplomó como si ya no le quedaran fuerzas para sostener su cuerpo. Rubin fue esposado.

– ¿Dónde lo quieres? -le preguntó Balilti a Michael en tono sosegado.

– Déjalo aquí un momento y dejadme a solas con él -dijo Michael-, porque antes de que… Tengo que oír toda la historia antes de que entren en juego los abogados y demás.

– No te olvides del procedimiento jurídico -le recordó Balilti-, ten en cuenta que está sin abogado y que lo que diga no se podrá utilizar en el juicio.

– Lo tendré en cuenta -dijo Michael.

– ¿Qué es ese asunto del médico egipcio? -susurró Balilti-, ¿se trata de algún secreto del pasado? Pero si yo creí que…

– Saca de aquí a todo el mundo -le ordenó Shorer-, llévatelos a todos y déjalo solo -dijo señalando a Michael con un movimiento de cabeza-, solo con el sospechoso, tal y como nos ha pedido.

Y así fue como Rubin, esposado, se dejó caer de rodillas junto a la pared del pasillo, frente al departamento de vestuario. Michael se arrodilló a su lado, sin protocolos.

Durante un buen rato se mantuvieron en silencio, hasta que al final Michael dijo:

– Las personas se pasan la vida intentando curarse las heridas.

– ¿No me diga? -exclamó Rubin, más irónico que apenado-, ¡qué descubrimiento! Perdóneme si le digo que no hay que ser ningún genio para llegar a esa conclusión -y guardó silencio.

– Me refiero también al trabajo -dijo Michael pausadamente-: las personas afortunadas consiguen paliar con el trabajo los estragos de las heridas del principio del camino.

– Pero ¿de qué está hablando? -preguntó Rubin desconcertado-. No entiendo a qué se refiere.

– ¿Usted no cree que sus ansias por arreglar el mundo no son consecuencia de todo lo que pasaron juntos allí? Porque, dígame -le pidió Michael-, ¿quién fue, realmente, el que le disparó al médico por la espalda?

Rubin se puso en pie de un salto y miró a su alrededor.

– ¿Cómo sabe usted lo del médico egipcio? -preguntó con voz ahogada-. ¿Repite usted simplemente, como un loro, lo que ha oído por ahí?

Michael no respondió.

– ¿Se lo ha contado Beni?

Michael seguía en silencio.

– Nunca he hablado con nadie de Ras Suddar, jamás, ni siquiera con Srul, ni con Beni… -dijo Rubin arrastrando las palabras, sin que su deliberada inexpresividad consiguiera disimular la infinita pena que reflejaba su cara.

Michael miró hacia las escaleras que llevaban a la azotea y al haz de luz que venía de allí.

– ¿Y ahora qué es lo que quiere? -preguntó Rubin-, ¿quiere que hagamos un poco de historia, de hace veinticuatro años?

Michael callaba.

– Beni ya se lo ha contado -dijo Rubin-, así que, ¿qué es lo que quiere de mí?

– Cada uno tiene su propia versión -dijo Michael tras un largo silencio- y cada uno está en su derecho de contar la suya. Las diferencias son más importantes que las coincidencias. Eso sirve para cualquier cosa en la vida, y especialmente aquí.

– Es decir, que sí se lo ha contado -dijo Rubin, y su voz estaba preñada de desprecio-; siempre lo supe, que acabaría por contarlo, porque es un hombre débil; qué se le va a hacer.

Michael calló.

– Está bien, ¿quiere mi versión? -preguntó Rubin-, pues ahora la va a oír. Tal y como sucedió todo -dijo, y su voz ahora era otra, como si fuera de la máxima importancia poderle contar todo aquello justamente a Michael Ohayon.

Michael se incorporó y, a continuación, los dos se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, mirando al frente. Sólo después, cuando Emmanuel Shorer le preguntó por qué se había avenido a contarlo todo, Michael le dijo que, más que todos los crímenes, a Rubin le pesaba aquella herida que había padecido durante toda la vida. Los asesinatos que debían haber acallado las voces y cerrar la herida, no lo habían conseguido, al contrario, sólo la habían abierto todavía más. De los tres, era a Rubin a quien las vivencias de la guerra más lo habían atormentado, hasta convertirse en algo tan insoportable que, a su lado, cualquier cosa que le pudiera suceder ahora sería insignificante…

– No es lo que parece -dijo Rubin mirando hacia Michael, pero, al no descubrir ninguna expresión especial en su cara, continuó-. No se trata solamente de nosotros dos o de los tres. Éramos ocho: Beni; Srul; Ben-Nun, que, entretanto, murió de un infarto de miocardio; David Albuhar, que cayó después bajo las balas de un francotirador; Shlomoh Tsemaj, que se marchó a Brasil y del que no he vuelto a saber nada desde entonces; Yitsik Buzaglo, muerto en accidente de tráfico, y Davidoff, que no tengo ni la menor idea de dónde está. Y yo.

Michael encogió las piernas y se abrazó las rodillas.

– ¿Qué es lo que usted quiere saber? -dijo Rubin recalcando el «usted».

– ¿Yo? -dijo Michael-. Lo que quiero es que me hable de Ras Suddar durante la guerra, porque quiero oírlo de su boca, sin intermediarios.

Justamente ellos dos, el asesino y el cazador, perseguían en ese momento el mismo fin y compartían, también, un gran abatimiento.

– De acuerdo -dijo Rubin muy tranquilo y su voz sonó lejana, ajena. Las palabras parecían salir flotando a la superficie una tras otra, como si hasta entonces hubieran estado aplastadas en el fondo por una pesada piedra-. Éramos paracaidistas -continuó Rubin-, unos buenos chicos, con ideales y todo eso… Calculo que de la misma quinta que usted, más o menos, ¿verdad?

Michael asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

– Entonces, usted sabe muy bien de lo que le estoy hablando -dijo Rubin-, usted entiende perfectamente a lo que me refiero con eso de que éramos paracaidistas y buenos chicos, porque en aquella época, hace treinta años, había… No sé cómo…; estas cosas no se pueden explicar… ¿Qué podría decir? ¿Que quería llegar a oficial? ¿Que tenía ambiciones militares? ¿Que fue por eso por lo que cumplí la orden? ¿Podía uno negarse a cumplir las órdenes? Quizá porque hacía mucho calor…, porque habíamos perdido a tantísimos compañeros… ¡Quién sabe por qué alguien hace algo en un momento determinado! El caso es que sucedió de la siguiente manera: nos pusieron a vigilar a los prisioneros egipcios. Sesenta o setenta personas habría allí, en completo silencio. A nuestra merced, por decirlo de alguna manera. Atados de pies y manos. Con aquel calor que hacía allí, en Ras Suddar, y eso que era octubre, pero hacía un día insoportable… -Rubin se calló y, al cabo de un momento, dejó escapar un sonido parecido a un gemido-. Ahora lo estoy viendo delante de mis ojos, como entonces, como hace una hora… Quizá por eso… -Rubin parecía ahogarse.