Выбрать главу

– Por eso… -repitió la voz de Michael.

– Por eso -continuó Rubin-, pudimos después… Estaban allí sentados sin que les viéramos las caras… Les dábamos agua, eso era todo. Sólo hablamos con el médico y por eso no pudimos…, por eso le dijimos que se fuera, y sólo cuando ya se alejaba, solamente entonces… le dispararon por la espalda. Le juro que no sé quién fue. Nos habían dicho: «Los tanques están a punto de llegar». Las colinas que nos rodeaban estaban llenas de egipcios. Nuestro comandante, Davidoff, él… recibió la orden. No sé por qué no nos negamos a cumplirla. Por qué… no lo sé. Todo lo que hicimos estuvo de más…; es inexplicable. Lo mismo que nosotros teníamos a aquellos sesenta o setenta egipcios, había otros muchos que estaban prisioneros, y no les pasó lo que a los nuestros. Allí los tuvimos, medio día al sol, sólo dándoles agua. Después llegó la orden de evacuarnos, de que nos dirigiéramos hacia el norte. Y preguntamos: «¿Qué hacemos con ellos?». Nos dieron la orden a través del teléfono de campaña, no perso… Por teléfono, imagínese, nos dijeron: «Solucionadlo».

Llegado a este punto, Rubin quedó en silencio y Michael apoyó la cabeza en los brazos y se quedó esperando pacientemente. Rubin tenía la vista fija en el techo y Michael, que ahora miraba al frente, vio la silueta de Shorer, que se había quedado al final del pasillo para escuchar. Michael notó que un abismo lo separaba de los compañeros que escuchaban al otro lado de la pared y, también, que cada vez se sentía más próximo a Rubin. Éste no se había equivocado al comentar que Michael podía llegar a meterse en su piel cuando le contara aquella historia. No es que Michael se olvidara de que Rubin era un asesino que acababa de ser descubierto, pero había algo más, no menos importante, que pedía a gritos ser pronunciado, ser escuchado por los oídos de alguien que comprendiera todas aquellas vivencias, porque otros nunca podrían llegar a entenderlo.

– Allí estaban sentados, sesenta o setenta hombres, sentados en la arena con las piernas cruzadas; y le digo que -la voz se le quebró en un sollozo- el hecho de hacerlos levantar… No puedo olvidar cómo movían las piernas, después de llevar horas sentados… Los pusimos en filas, de tres en tres -Rubin ocultó el rostro en las manos y se echó a llorar-. Fue espantoso, horroroso de ver… Y después… después cumplimos la orden, los ejecutamos. Atados de pies y manos y con los rostros tapados. Y después…

– ¿Y después? -le preguntó Michael, sorprendido él mismo por la extrema delicadeza con la que la pregunta había brotado de su boca.

Rubin tomó aire ruidosamente y se apresuró a decir:

– Después llegaron los tanques. Y la excavadora. Con la pala los empujó hacia la fosa que antes había cavado, y el médico… -de nuevo ocultó el rostro entre las manos, y siguió hablando a través de ellas-, él… él… él fue… -y retirando las manos miró a Michael-, él fue el único con el que hablé, en inglés, porque los demás no tenían rostro…

– ¿Fue entonces cuando le dispararon por la espalda? ¿Quién disparó?

– De frente no podíamos -dijo Rubin en tono de súplica-, él tenía un rostro…

– ¿Quién le disparó? -insistió Michael-, ¿Srul?

– No, Srul no fue -dijo Rubin bajando la cabeza, y tras un breve silencio-: Srul no le disparó a nadie, a nadie, excepto… a… a los prisioneros esos… a los prisioneros sin rostro…; sobre ellos disparamos todos. Y después, cuando Srul sufrió las quemaduras, aquella misma noche, él… él… dijo que era un castigo divino por… Ésa es la razón por la que se hizo tan religioso y…

– ¿Y nadie supo nada de lo sucedido? -concluyó Michael-, ¿ni siquiera Tirtsa, hasta que se vio con Srul en Los Ángeles hace dos meses?

– Nunca hablamos de ello -dijo Rubin-; Beni y yo, jamás. Ni por teléfono con Srul. Tampoco cuando estuve en su casa hace cinco años: ni una sola palabra. Hasta que Srul… se lo contó a Tirtsa. Por la enfermedad. Se sabía enfermo, que tenía los días contados. Srul se lo contó a Tirtsa y, cuando ella regresó de Estados Unidos, me dijo: «Tienes una semana para pensar cómo lo vas a contar. Si tú no haces pública esta historia, me encargaré yo. ¡El país entero debe enterarse! ¡Tienes que sacarlo en la televisión! ¡En la prensa! ¡Esto no puede quedar enterrado en las arenas de Ras Suddar!».

Michael se quedó mirándolo largamente y, al final, le dijo, en tono compasivo:

– Como ella no estaba dispuesta a callarse, a usted no le quedó más remedio que matarla.

– Se lo dije -continuó Rubin, ignorando las palabras de Michael, aunque las había oído perfectamente-, se lo dije: «Tirtsa, mira lo que he hecho desde entonces, llevo veinticuatro años expiando mi culpa, veinticuatro años de expiación, ¿quieres echar a perder todos esos años? ¿Convertirlos en polvo? ¿Borrarlos de un plumazo? ¿Destruirlos? ¿No ves el daño que le vas a hacer a todas las cosas por las que hemos luchado? ¡Todos nuestros esfuerzos por defender la justicia quedarán en nada!».

– Pero ella no estaba dispuesta a callar -dijo Michael.

– Vine al departamento de decorados para intentar convencerla -continuó Rubin con su explicación-, pero ella estaba… ¿cómo podría decirlo? Todos saben lo terca que era. Tirtsa era una persona muy íntegra, un alma cándida. Empezó a hablar de mi madre, que sobrevivió al Holocausto. «Les hiciste lo mismo que le hicieron a tu madre», me espetó Tirtsa, y, en ese momento, se me subió la sangre a la cabeza -dijo Rubin-; yo no quería…, no tenía la intención de…; no quería que muriera…, fue un accidente…; algo se apoderó de mí, algo más fuerte que yo… Y no me refiero a un ataque de pánico o de ira, en absoluto. Lo que sucedió es que Tirtsa me había tocado, sin ningún tacto, de la manera más grosera, algo muy grande para mí… «Tu madre… Los nazis… El asesinato de Ras Suddar.» Todas las cosas con las que habíamos aprendido a convivir durante tantísimos años. Nadie podría entenderlo. Todo eso nos desbordaba, cuando teníamos diez años, veinte… era algo que nos hacía débiles a pesar de que, aparentemente, fuéramos tan fuertes…

Por espacio de una fracción de segundo tomó cuerpo ante los ojos de Michael, y de la manera más tangible, todo el pensamiento de Rubin. Un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo y como el arrobamiento que suele apoderarse de la conciencia en los estados de éxtasis, una frase acudió ahora a su mente: «Al envejecer es cuando uno comprende finalmente lo que es el entendimiento mutuo. El entendimiento mutuo es un instante de identidad».

– Nosotros -dijo Rubin. Veía con toda claridad el círculo de animadversión y aniquilamiento que se iba cerrando sobre él, y en el centro de ese círculo la pequeña burbuja de luz y calor que se había ido formando sobre él y Ohayon-, nosotros, nosotros…, nosotros formábamos un «nosotros», pero cuando se rompió, la carga que le tocó a cada uno por separado se hizo insoportable de sobrellevar, tal y como suena, fue imposible cargar con ella. En ese «nosotros», como hijos de quienes habían llegado de los campos de concentración, y como jóvenes en medio del desierto del Sinaí enfrentados a la impotencia de los egipcios, fluía algo que no nos hacía ser nosotros mismos. Cuando llorábamos escuchando El canto a la amistad, llorábamos por nosotros y por todas las mentiras que encierra esa canción. Cuando el Día del Recuerdo por los caídos en las guerras de Israel cantamos «Te hemos llevado en silencio / gris, testaruda y callada», estamos resumiendo lo que este país y este pueblo nos ha impuesto. Creíamos que el pueblo y el país serían nuestra madre y nuestro padre, pero al final no había nadie más que nosotros y nuestros traumatizados padres. Mi vida entera, todas nuestras vidas se han construido ocultando esta mentira, ocultando el asesinato del padre y de la madre idealizados. Aunque, quizá, no sea una mentira exactamente. La hoja de parra tampoco es una mentira, sino cultura. Pero justamente lo que Tirtsa quería hacer, eso sí es anarquía. Ni siquiera se trata de «postsionismo». No era un deseo de comprender la destrucción de la que estamos hechos. Tirtsa conservaba intacto su sionismo, la mentira conservadora original. ¡Ah, esa pureza con la que estuve casado, a la que llegué a amar más que a mí mismo! Esa pureza acabó por destruirme.