Rubin se quedó en silencio.
– ¿Usted la empujó contra la columna? -le preguntó de repente Michael.
– No me acuerdo muy bien -dijo Rubin-, sé que la zarandeé sujetándola por los hombros y que después la agarré por el cuello, porque no se callaba, y lo que yo quería era que se callara…, que no dijera todas esas tonterías.
– Eso es lo que vio Mati Cohen -le recordó Michael.
Rubin no dijo nada.
– Mati lo vio a usted -dijo Michael-, al principio creyó que se trataba de una discusión, pero por la mañana, cuando se enteró de que Tirtsa había muerto, ató cabos, ¿verdad?
– De manera que usted le echó la Digoxina en el café. ¿O dónde? ¿O quizá le cambió las ampollas? Porque ése es un punto que no acabo de entender si…
Rubin seguía en silencio. Sintió con amargura cómo la burbuja de luz y calor que se había ido formando alrededor de ambos estallaba sin remedio. Empezó a ser consciente de la gravedad de la situación, que daba al traste con el sentimiento de fraternidad que lo había unido a Michael por un momento, aunque no le guardaba rencor por haberlo devuelto a la realidad.
La completa soledad en la que ahora se encontraba le parecía más merecida que nunca.
– ¿Salió usted del edificio para encontrarse con Tirtsa? -le preguntó Michael-, ¿la había citado previamente?
El movimiento de cabeza de Rubin fue tan leve que no se sabía si confirmaba la suposición de Michael.
– ¿Cuándo? ¿Cuándo salió usted? -insistió Michael-. ¿Antes de la medianoche o después?
– Antes -respondió Rubin con una voz turbia, apagada-, a las doce menos cuarto. Ella me estaba esperando.
– ¿Y nadie lo vio salir?
– Allí no había nadie, tampoco en las salas de montaje, todo estaba desierto, excepto la sala de redacción…, pero allí estaban muy ocupados…
– ¿Y los vigilantes de la entrada? ¿Cómo no vieron que usted salía?
– Me verían, tuvieron que verme -dijo Rubin pensativo y con los ojos entornados-, pero había baloncesto, no se fijaron demasiado, yo salgo y entro a menudo, y no soy ningún extraño… Así que salí y volví a entrar.
– ¿Y a Los Hilos entró usted por la parte de atrás? -preguntó Michael.
– Tengo la llave -le confirmó Rubin.
– ¿De manera que se vio usted con Tirtsa, la mató y nadie vio nada?
– Nadie. Allí no había nadie -dijo Rubin.
– Excepto Mati Cohen -le recordó Michael.
– Sí -dijo Rubin con la voz quebrada-, pasó por allí y yo no estaba seguro de si…, tenía la esperanza de que no… Regresé a la sala de montaje, llovía, estaba mojado, comenté algo de mi coche, de unos papeles que había tenido que salir a buscar… Tuve esa… ¿iluminación? Si es que se le puede llamar así… -añadió amargamente-. No dejaba de pensar en… Y después llegó Natacha… ¡Yo qué sé! -exclamó, como si volviera a despertar-. Seguro que estará usted pensando que soy un monstruo que mata y se vuelve al trabajo como si nada…, como si nada hubiera pasado.
– ¿Y no fue así? -le preguntó Michael con interés, intentando eliminar cualquier rastro de ironía.
– Sí, sí fue así…, era como si no fuera yo quien estaba allí… -dijo Rubin-; no se puede explicar.
– ¿Y Tsadiq? -continuó Michael-. ¿A Tsadiq se lo contó Srul?
– Tsadiq me llamó a su despacho -dijo Rubin, como si ahora le sorprendiera el hecho de que también Tsadiq se hubiera visto involucrado en todo aquello no siendo más que un extraño que no pertenecía al grupo; aunque, al fin y al cabo, un extraño molesto-. Srul había ido a visitarlo por la mañana. Me lo dijo por teléfono, me llamó al despacho, pero, al tratarse de una llamada interna, a ustedes no les quedó registrada, nunca constó, por eso no supieron que… En cualquier caso, fue él quien me llamó para que acudiera a su despacho. Yo ya sabía que Srul había ido a verlo, y también sabía lo que quería, por eso entré por la puerta del pasillo: no quería que Aviva me viera entrar, a pesar de que no sabía de antemano lo que…; no sabía que tendría que… El caso es que entré a escondidas… Me dijo que…, me dijo que tenía que…, que yo tenía que contarle a todo el mundo… De repente se puso a hablar como Tirtsa. De repente… creí…, creí que Tsadiq… Pero si siempre había sido una persona muy pragmática, un hombre sin principios… Uno nunca conoce a las personas…
Al final del pasillo se oyeron unos pasos y Michael reconoció la figura de Emmanuel Shorer. Rubin se calló inmediatamente.
– ¿Cómo sucedió lo de Tsadiq? -preguntó Michael-. ¿Y el tener que usar la taladradora? ¿Por qué tanto ensañamiento?
– No fue… no…, no me quedó más remedio -le explicó Rubin con voz sofocada y apartando la mirada-. Me desesperó, sencillamente perdí los estribos, enloquecí de rabia, en el más amplio sentido de la palabra. Me había dicho por teléfono que Srul había ido a verlo, me dijo que… Me dijo: «Lo sé todo, Rubin, ven a mi despacho para que decidamos juntos lo que vamos a hacer». Y entonces comprendí que aquello era el final. Yo no pensaba… No tenía intención de hacerle… Pero instintivamente entré por la puerta lateral del pasillo, ni siquiera quería que me vieran ir a visitarlo… Pero una vez dentro… Al principio… por detrás, con un cenicero grande, y cuando se desplomó le volví a dar; fue sólo después cuando me puse el mono del técnico de mantenimiento y con la taladradora… No me quedó más remedio… Entiendo muy bien cómo me ve usted, hasta podría describírselo, pero ya todo da lo mismo. De cualquier forma ya nadie va a creer poder aprender algo de mí -y bajando la cabeza se calló.
– ¿Y Srul, su amigo de la adolescencia? -le preguntó Michael-. ¿Se asfixió cuando usted le quitó la máscara de oxígeno, o tuvo que estrangularlo?
– Ya agonizaba -dijo Rubin con una voz que parecía salir de las profundidades-, ya poco importaba.
– Así es que tenemos a tres buenos chicos -dijo Michael, como si estuviera recitando el texto de Diez negritos-, uno se erigió en defensor de los débiles, el otro se hizo religioso y el tercero… se hizo director cinematográfico de una obra de Agnón.
Dicho esto levantó la cabeza y, mirando a Shorer, que ahora se encontraba de pie junto a ellos, le preguntó:
– ¿Lo has oído? ¿Entiendes algo?
– No -respondió Shorer en voz muy baja-, la historia no es ésa, sólo lo parece.
– ¿Cómo? No te entiendo -dijo un sorprendido Michael-, ¿a qué te refieres?
– Les voy a contar la versión oficial, de los dos, ¿entendido? -dijo Shorer mirando a Rubin, que desvió la mirada-; porque la verdadera historia no es la que ustedes se creen que es, como ya les he dicho. La historia verdadera es que Rubin mató a Tirtsa por celos. No podía vivir sin ella, le suplicó que volviera con él pero ella no quería. Mati Cohen lo vio empujarla, tirándola al suelo, y todo lo que ya sabemos… Y, entonces, él lo envenenó. Todavía no conocemos los detalles, pero irán saliendo a la luz. ¿Le parece bien, Rubin?
Rubin hizo un movimiento indefinido con la cabeza.
– Ahora nos lo vamos a llevar para tomarle declaración formal y entonces nos enteraremos qué es lo que sabía Tsadiq para tener que morir. Punto final. Ni Ras Suddar ni nada de nada, ¿entendido? -le dijo a Rubin-. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
Rubin asintió.
– ¿Crees que va a ser posible guardar una cosa así en secreto? -dijo Michael con cierto temor-. ¿Por qué quieres que…?